sábado, 30 de noviembre de 2013

Jaime Echeverri / Jurador


Jaime Echeverri
JURADOR

Entre todas las historias sobre su origen, juraba por dios (asunto en el que no creía) haber nacido en el preciso momento en que su madre lanzaba una maleta desde la ventana de un hotel, antes de llegar a Lourdes, a donde iba a pagar una pro­mesa y a rezar para que no le quitaran la fortuna que acababa de tirar en éste, último de una serie de viajes místicos. De allí venía su devoción por la vida y su sensible olfato para estable­cer cualquier brote de misticismo en cualquier persona con sólo mirarla a la cara. Pero estos juramentos venían después de haber trajinado toda una larga noche, y hasta semana o mes, con el vino y las rutas de borrachera interminables, en las que hacía desaparecer su cabeza de los espejos para poner en su lugar hojas de su bosque genealógico. En esos momentos estaba seguro de su identidad perdida, de su labor como hom­bre prematuramente calvo, decididamente sinvergüenza y ab­solutamente incapaz de comprender las pendejadas del mundo que le tocaba soportar día a día. Mentado jurador de vidas y desviadas soy, vendedor de muebles en desuso, seguidor de mu­chachas en todas las vías, perseguidor de sombras soy y tienes que llevarme en el alma, vida de mi vida, muchacha de mis incursiones solitarias, objeto de violación, rubia que vas a dejar reclinar mi cabeza en la cascada de tu pelo, mientras el testigo, escritor de las únicas verdades se enreda en sus mentiras y termina el texto que yo tenía que terminar hoy, antes de que el augusto poeta me rompa la nariz y me deje como un trapo tendido junto a un ánfora de barro, te seguiré hasta el cuarto y no podrás salir hasta que mi fortaleza se haya igualado a tu debilidad, muchacha rubia, cascada de mi pena. Otros monó­logos por el estilo solía esgrimir a las muchachitas, antes o después de un juramento infaltable: dominar más de 52 len­guajes además del poético.
Entre otros juramentos había el de la herencia, fiadora de todas las deudas. Una fortuna inmensurable que llegaría del padre, el único legítimo del universo, una especie de caballero entuertador y pernicioso que andaba o debería andar escon­diéndose de las sombras, desde que había dejado a madre e hijo en condiciones imprecisas y se había ido a buscar fortuna, habiéndola en alguna jugarreta, en muchas jugadas no muy limpias, hasta hacerla mítica. Casi o tanto más que el fantas­ma suyo en mente de madre e hijo, en los paseos de infancia, en los juegos por los corredores de un convento con su tía monja, patrocinadora de las ideas místicas de su madre, en las páginas del libro de santos donde aprendía a leer u-a-e-o-i. Pero el fantasma de su padre, pedro páramo sabanero, gran padre de todos los hombres, se había vuelto cenizas con las noticias de su muerte incierta, atormentadora hasta el punto de convertir­lo en mecenas de sabuesos que irían a disfrutar de su magna­nimidad si alguna vez probaban algo sobre la suerte de su pa­dre y habían tornado con la noticia cierta de su vida secreta: lo veían en todas partes, en muchos puntos a la vez. Desde entonces empezó a, jurar que la ubicuidad era el rasgo funda­mental que su padre le había transmitido genéticamente.
Había temporadas en que desaparecía y no se lo veía por ninguna parte, ni a su abrigo gigante ni a su boina de cura en exilio, exilado y blasfemo, y, mucho menos, a sus gestos desaforados. Esas épocas las dedicaba a Genny Pastrana y sus devaneos con el ladrón de la guitarra o en estar en varios apar­tamentos del centro participando en varias rumbas locas a la vez, alargándolas hasta hacer de ellas una sola vida, mezclando hombres y mujeres a su capricho, juntando malandrines del sur y señoritos del norte en una gesta común, llena de complica­ciones, trasteos y lanzamientos, burlas a los propietarios, carreras enloquecidas por los puntos cardinales de una ciudad que se empeñaba en barajarlos. Aparecía entonces uno de los tan­tos lenguajes festivos: zafa pintica, no sea  barro pinta, vamos por el varillo y no dejemos que nos borre la negra pena que nos detalla el alma, brodercito, para desenredarse así de todas las madejas que le van anudando las vías respiratorias, mien­tras urde otra promesa, una aseveración, que, a la postre, ten­dría que sellarse con un gesto de la mano al subir, hasta los labios y un chasquido allí, atestando a favor de la fábula.
La vida, no es otra cosa que una noche con tenues puntos blancos donde la gente hace cosas que nunca quise hacer, pre­firiendo una lona que me tapara todos los soles secundarios y cómplices de actividades remotas y arquetípicas para engordar las arcas y hacer crecer barrigas hasta reventadas de satisfac­ción y desdichas distintas de las mías. Pero lo verdaderamente cierto, puedo jurarlo, es que no tengo una maldita idea de qué es todo esto, noche o página en blanco, o canción incantable, simple chasquido de los dedos en un gesto de comprensión profunda cuando se dice que vamos hasta el final, que llegue­mos al fondo de la maldita cosa, que la quememos hasta no dejar ningún recuerdo para borrar después, ni ahora, hasta que todo sea un constante principio, porque la verdad verdad es que no tengo pasado, la verdad verdadera es que todo es pro­ducido por la imaginación loca de alguna sombra gris recosta­da a una mesa a punto de desbaratarse, hace muchísimo tiempo.
Y otras fábulas había para matizar con nuevos juramentos: el agujero era un santuario donde las putas y los maricas hacían un alto en sus septimazos nocturnos, un oasis, distinto al de la 23 que aparece un poco después como polo opuesto retardado, un oasis para los bohemios que salían desesperados del cisne, buscando un pliegue entre las sombras, un espejo donde en­contrar las caras no imaginadas todavía, las más remotas y futuras. El agujero era un mito casi tan grande como el del cisne, porque aquí, se decía, había nacido la mejor revista de cine que han visto ojos nacionales, porque los bohemios se con­vertían de la noche a la mañana en genios escritores, o genios autodidactas o genios sin interés, pero genios, porque el agujero era el sumidero de todas las ideas de ese tiempo, nuestro tiempo también, y de la falta de ellas en las pieles pálidas de rubias aleteadoras en espiral alrededor de un príncipe o caballero inexistente, bolsillo lleno corazón contante, de esos que nunca pisarían el piso del agujero inmundo, lugar despreciable, sitio por el que ni por el frente debía dejarse cruzar a nuestros hi­jos, mujeres o allegados de cualquier clase, a no ser que fuera el preferido por la secretaria de cabellos negros y profundas ojeras, que al final nunca era una secretaria de verdad, sino que cargaba un maletincito con arreos extraños, las vestimen­tas para desnudarse. A no ser que fuera ese el sitio que ella pintara como el más extraño y dulce y fastuoso del universo, a donde sí podíamos ir antes de insinuar otro viaje, antes del definitivo, el que ella ‘propiciaba e insinuaba como premio a nuestro  buen comportamiento. Era de itinerario rumbo a una larga rumba o la iniciación de una noche que no se sabía si iría a terminar alguna vez y la tangente donde estaban los amigos que no se veían hacía un momento; cualquier noche caminando por la séptima se vio al mejor amigo salir, o pare­cía salir, del lugar en el soberbio estado en donde no importa el rumbo ni el oficial de guardia, era una sombra en todo caso, mezclada con las otras, lo juraba por todos los seres y cosas innombrables, que nombraba letánicamente y falto de convic­ción. La raya de certidumbre indicaba que desde el bugatti en movimiento, el carro alquilado, alguien borrosamente cercano saludaba efusivamente, el gran amigo perdido de la borrache­ra decía que allí, al final de la ruta, habría una fuente inago­table para las sedes acumuladas de días atrás, como si no se hubiera bebido en toda una vida y como si toda ella depen­diera del próximo sorbo en aquella precisa fuente inagotable. Salto implacable y certero al taxi en marcha, forcejeo sospe­choso en el interior, una manilla girando y un brazo fuerte tirando, impidiendo cualquier intento de apertura, una sospe­cha creciente, menos fuerte que la necesidad de mantener fé­rreos los dedos, una voluntad firme, agarrada a la manija de la puerta, alejando cualquier posible sospecha de las oscuras in­tenciones del brazo fuerte que quiere alejarlo de la oscuridad interior del taxi, acelerado al máximo en contra del chofer, que nada entiende, como él danzando contra el viento helado y fuerte, casi tanto como su intención de llegar al destino y a la fuente donde se disiparan todas las sequedades y los pensa­mientos turbios que esperan la tierra firme al lado de la bote­lla del elixir mágico, junto a las buenas amistades, a la con­versación que llegará a otros planos, a los niveles más ocultos de la palabra para mitigar la tensión de tendones, brazos y músculos en esta melodía solitaria que espera el redoble de una batería, el quejido de una trompeta parecida a la que suena siempre en el agujero, el sumidero de las tentaciones inconclusas, de los inexplicables categóricos, de las conjuncio­nes familiares, del pasado piadoso melodía ensoñadora ense­ñoreada de la muñeca sostenida a contrapunto de la gravedad, del viento y de la noche extendida a lo largo del camino gris charquiento que suena en las curvas, parafraseado por la llan­ta que sale y muestra las estrías en el baile de rutas que se cruzan. Hasta que la mano termina por insensibilizarse, agarro­tada, con la dureza de. un bronce, mano de boxeo en un golpe al vacío, fuera del cerco que se tiende al otro lado de la por­tezuela. Pero la decisión da la victoria al llegar a la entrada de la fuente, antes de subir a la zona consagrada donde espera el otro nivel del placer. El viejo, junto al amigo, hace muecas de disgusto, parodiadas por ellos, en coro festivo antes de caer en la trampa. ya ahí, en el apartamento del sofisticado marica, hay que vencer al dragón antes de llegar a la fuente de todos los deseos, pasar por la rueda de las adivinanzas antes de beber el primer sorbo: qué pretende un tipo cuando dice que en su casa hay trago y arrastra a un muchacho y no deja que venga nadie más con él. ¿Qué se esconde en el gesto asesino de impedir la apertura de la puerta de un carro en marcha mientras afuera alguien hace de bandera? Dos falsos nada. La mano aún empuñada al entrar en el séptimo piso donde una puerta  lleva a una alfombra roja, lo puede jurar, y la alfombra lleva a un bar estilo colonial, el bar a las botellas de diferentes colores y las botellas a la sed, de la sed al olvido, del olvido al laberinto donde el marica se pierde, de la pérdida a la búsque­da, de allí a la ira, de la ira a la acción. Entre los hilos del falso vestido inglés no está, en los pedazos de las porcelanas coleccionadas cuidadosamente tampoco, en el brillo fragmenta­do de los acetatos de música ligera, menos. En los restos de los dibujos. pornográficos solamente se encuentran sus inten­ciones, en los marcos deshechos, únicamente la fachada de su frustración. En los espejos de cristal de roca queda una sombra de afeites minuciosos al empezar y terminar los días con la sensación, dada por el reflejo irreflexivo de los espejos, de una línea más en el mapa de la cara que la convierte en más interesante y menos seductora. De él, el marica viejo, frustrado y traficante, no queda ni la sombra en su propio cubil, no queda sino el olor rancio a agua de colonia mezclada con sudor entre las sábanas y las motudas cobijas de lana virgen en la cama, desbaratada instantáneamente, movidos por la necesidad ahora imperiosa de encontrarlo, después de comprobar que la puerta está sellada, que no hay salida posible, que las ven­tanas muestran planos de techos mojados por la lluvia que empezó a caer no se sabe cuándo, y que los techos están de­masiado abajo, en el nivel más profundo del mundo. Después de destruir la cama es necesario danzar ritualmente, gritar has­ta que los sonidos suban y ocupen todo el espacio. Invaden, efectivamente, los oídos delicados, como son siempre  los de los vecinos en todos los edificios del mundo, haciéndose cada vez más insoportables hasta despertar la necesidad de crear un comité para llamar la policía o los porteros y sacar así a los locos del estruendo infernal. Borrachos, con la mano aún agarrotada él juraba desde el interior a los integrantes de la comitiva de recepción afuera, que estaban apresados, que ha­bían sido encerrados contra su voluntad, dándole patadas a la puerta, hasta que el portero encontró la llave y los dejó salir. Salieron saltando, embriagados por la libertad oscura que los esperaba afuera, ante los veinte o más ojos que no entendían absolutamente nada. En la calle la lluvia tendía cortinas cada vez más fuerte, redobles triplemente sonoros a la libertad creciente en el pecho, en las piernas, derramándose por los cuerpos, haciendo pegar las ropas a la piel. La libertad exige sus tributos y ellos se tendieron a verla caer en forma lluviosa, persiguiendo las figuras que se complacía en hacer y deshacer, ahogando los gritos salvajes anidados en las gargantas.
Luego juraría que la lluvia era la misma, con las mismas formas e intensidades, que caería tiempos después de las cacerías al secuestre de una herencia que le correspondía a su madre en plena Soledad, mucho después de casarse, de ir a Quito y a Bucaramanga, y un poco antes de Barcelona y de París. En todo caso no era la lluvia fastidiosa y esterilizante que cae indefinidamente sobre Bogotá, sino esa cosa pegajosa y febril que golpea la piel como un tambor después de la fiesta del italiano, donde él y cuatro amigos se disputaban ritualmen­te una mujer. Torrentes cayendo sobre él y sus amigos al pie de los bloques de Pekín, abrazados todos y bailando el mismo son silencioso, la misma sordina ensordeciendo el pecho para lanzar otro conjuro: nos encontraremos un jueves en Atenas, se los puedo jurar. Desde entonces nadie pudo asegurar su para­dero.


* Jaime Echeverri, Manizales, Colombia. Escritor, poeta, ensayista, profesor de literatura, sicólogo y sicoanalista, autor de novelas (Reina de Picas, Corte final) y libros de cuentos y textos multigenéricos donde plantea y ausculta siempre los planos de la supuesta realidad y la superpuesta fantasía (Historias reales de la vida falsa, Versiones y perversiones, Actos ajenos, etc.) Jurador, un cuento experimental de la segunda mitad del siglo XX, cuando grandes innovaciones narrativas sorprendieron a los jóvenes aspirantes a narradores, capta la atmósfera real y fantasiosa de personajes y tiempos arremolinados en la gran Torre de Babel que fue la búsqueda de una voz propia en la expresión por medio de las palabras. 


Publicado originalmente en la Revista ECO # 202, agosto de 1978, Bogotá.

viernes, 29 de noviembre de 2013

Fanny Buitrago / Los noctuidos



Fanny Buitrago
LOS NOCTUIDOS
Hay ciertos insectos que nacen al amparo de la noche cerrada. Crecen, procrean y mueren antes del amanecer. Nunca llegan al día de mañana. Sin embargo, experimentan segundo a segundo, la intensa agonía de vivir, se aparean con trepidante gozo y luchan ferozmente para conservar sus territorios vitales, sus lujosas pertenencias: el lomo de una hoja, la cresta moteada de un hongo o el efímero esplendor del musgo tierno besado por la lluvia.
Quizá —instintivamente— en un punto ciego entre la muerte implacable antes del estallido del sol matinal y la promesa infinita, telúrica, de la evolución hacia un estado superior, dichos insectos se frotan las patas lanzándose a una lucha fraticida. Envanecidos con la tentación de liquidar a sus semejantes y dominar el mundo.


jueves, 28 de noviembre de 2013

Jaime Echeverri / Fanny Buitrago


Jaime Echeverri

BUITRAGO, CELEBRACIÓN


Delgada, morena, no muy alta. Inteligente y vivaz. Así es Fanny Buitrago, quizá la mejor novelista colombiana del siglo veinte. Su aparición en el panorama literario colombiano se dio en medio del escándalo. No porque ella haya sido escandalosa, sino porque su nombre estuvo asociado al nadaismo. Ella, por cierto, dejó claro que no pertenecía al movimiento y se suscribía, o la suscribió la revista La Nueva Prensa, como existencialista. Esto sucedía a finales de los años cincuenta y comienzos de los sesenta, cuando los nadaistas hacían sus trastadas publicitarias y mediáticas.

            Es ya todo un tópico decir que esa fue una época de grandes cambios, pero los hechos lo confirman. En la mitad del siglo pasado Colombia entró al presente. La migración del campo hizo crecer las ciudades y una nueva cultura urbana trajo nuevas visiones y perspectivas en lo económico, lo social y lo político. Y, claro, en lo intelectual y lo artístico. Surgieron nuevos nombres, una nueva sensibilidad y un pensamiento crítico completamente innovadores. Y, aunque con visos provincianos, empezamos a integrarnos  y a seguir el pulso del mundo. A esto contribuyeron las revistas Mito, La Nueva Prensa, Guiones y el suplemento cultural de El Espectador, medios que sirvieron de caja de resonancia a las nuevas voces del cambio. Cali, Medellín y Barranquilla empezaron a competir con Bogotá en el ámbito de la cultura. Movimientos plásticos y literarios le dieron oxigeno a una cultura  adormecida, pacata y sensiblera.
            El hostigante verano de los dioses fue la primera novela de Fanny Buitrago. Ya habían aparecido algunos cuentos suyos en El Espectador, pero este libro es el de su consagración. Una novela escrita por una mujer le daba un vuelco a la convencional, pobre y escasa participación femenina en la literatura nacional. Si esta fue la época de una pequeña gran revolución del sentido y de los sentidos, Fanny Buitrago introdujo una renovada sensualidad a nuestra letras. Ya el titulo mismo lo indicaba. Así su nombre entró con fulgor a la constelación que amplió la órbita cultural de mediados del siglo pasado. Estallidos de color y de formas en la plástica con Obregón, Ramírez Villamizar, Negret y otros artistas impulsados por la voz de Marta Traba. Irrupción del movimiento teatral con Enrique Buenaventura y Santiago García. Nuevas maneras de ver y contar nuestra realidad exterior e interior surgidas de Gabriel García Marquez, Héctor Rojas Herazo, Álvaro Cepeda Samudio. El pensamiento crítico de intelectuales como Hernando Valencia Goelkel o Jorge Eliécer Ruiz, entre otros, buscó nuevas fuentes y conceptos en pensadores europeos y norteamericanos y esto les proporcionó herramientas para observarnos desde otras perspectivas. E, igualmente, surgieron poetas que, como Jorge Gaitán Durán, Eduardo Cote Lamus o Fernando Arbeláez, pusieron en entredicho los cánones imperantes hasta ese momento y asumieron el verso libre en un tono coloquial, antes vedado por los dómines del quehacer poético parroquial.
            A este horizonte ingresó Fanny Buitrago. Los jóvenes y las mentes más libres exigían este cambio. Y encontrar estas respuestas resultó estimulante y gratificador.
            Los jóvenes en diferentes regiones del país estábamos deslumbrados. Seguíamos las noticias, esperábamos los números siguientes de las revistas y veíamos con cierta pasión los programas televisivos de Marta Traba, los manifiestos de Gonzalo Arango y los golpes publicitarios de su movimiento.
            Después de la publicación en Tercer Mundo de la novela de Fanny hubo cierto fervor. Encontramos una manera de escribir fresca, de enfrentar la realidad de una manera inédita. En mi caso particular llegó a estimularme de tal modo que tuve deseo de conocerla. Así, en uno de mis viajes a Bogotá conseguí su teléfono y, venciendo mi timidez, la llamé para conocerla. Quedamos de vernos en un café italiano, uno de los primeros lugares que ofrecían pizza, situado en la calle 24 entre las carreras séptima y novena, a la vuelta de ese famoso Cisne, sitio obligado de escritores y artistas jóvenes –en cierta medida, el polo opuesto al café Automático que convocaba a los miembros de generaciones veteranas. Allí, en esa capilla Sixtina, con una barra traída o copiada de las trattorias de la Piccola Italia neoyorquina, tomamos nuestro primer capuchino Fanny y yo. Hablamos de literatura, claro. Me sorprendió encontrar a una mujer entregada de lleno a la literatura, disciplinada, responsable, honesta y comprometida, que cada día se levantaba temprano a enfrentarse con la página en blanco. A pesar de su juventud, tenía ya un amplio conocimiento  de los libros y autores, tanto contemporáneos como de períodos anteriores. Pero, ante todo, una mujer libre, rebelde y combativa. Luego la acompañé por la séptima hasta el teatro Odeón, en la Jiménez, donde ella vería una obra de teatro que le interesaba. Desde entonces cultivamos una amistad que ha crecido con el paso del tiempo. He presenciado algunos romances de la enamoradiza Fanny, me he divertido con sus ocurrencias y hemos discutido posiciones frente al arte y la literatura, en agradables reuniones donde intercambiábamos novelas policiacas o de ciencia ficción. Su apartamento pequeño de la calle veintidós con carrera quinta siempre congregó a escritores y artistas de diversas regiones nacionales o que llegaban de exterior para conocerla. Música, buena cocina y libros. Ese ha sido su ambiente. Buena conversación y clima acogedor caracterizaron nuestras rumbas.
            Para concluir este pequeño homenaje a la amiga leal, a un ser humano sensible y solidario y a la gran narradora quiero presentar aquí los primeros párrafos de El hostigante verano de los dioses. Quizá quienes aún no la hayan leído encuentren en estas primeras líneas los rasgos que a mí me sedujeron en 1963:
            … En las tierras bajas, donde el verano tiene la misma esencia que la piel de una mujer hostigada por el deseo y el invierno parece un murmullo sordo, apagado, igual a la oración de todos los dioses viejos; donde los hombres se arrugan jóvenes bajo un sol lujurioso y los ríos son más poderosos que los mitos y los hombres, existe un pájaro de un bello plumaje azul. Canta tan dulcemente, que a muchos kilómetros de su nido se detienen los seres y las cosas a escucharle. Es un ave solitaria, de apariencia endeble y pico cristalino. Construye su nido con musgo joven, en la parte más honda del monte, al lado de un arroyo o fuente natural y se alimenta con los ojos de los pájaros que llegan a tomar agua.
            Según el decir popular el monte se puebla, día a día, de trinos y ojillos ciegos. Y la leyenda indica que el ave sólo puede ser atrapada con una red hecha con los cabellos de una jovencita impura, cuya alma no haya sido contaminada por el remordimiento...


miércoles, 27 de noviembre de 2013

Jaime Echeverri / Tapas

Jaime Echeverri
TAPAS
Fotografías de Triunfo Arciniegas



Jaime Echeverri nació en Manizales, Colombia, en 1943, y es uno de los narradores más interesantes e imaginativos de la narrativa actual de su país. De su obra y publicado por Colcultura en su Colección Popular en 1979, Historias reales de la vida falsa se ha convertido en un título legendario. Varios premios nacionales de cuento, obtenidos entre 1968 y 2004, dan fe de su calidad literaria. Luego de su aparición en México (Ediciones sin nombre, 2000), otro de los títulos de Jaime Echeverri, Versiones y perversiones y otras inversiones, inauguró la colección de Letras Americanas de la Editorial Regional de Extremadura en 2009. Se trata de un extraño atado de textos que se resisten a la clasificación y que bordean el aforismo y el poema. Tal vez parábolas, tal vez mensajes cifrados o fábulas, pero en todo caso textos provocadores.
Echeverri, además, es autor de las colecciones de cuentos Las vueltas del baile (Fundación Simón y Lola Gubereck, 1992) y El mar llega a todas las playas (Panamericana, 20109 y las novelas Reina de picas (Planeta, 1992, y Ediciones sin nombre, 1999) y Corte final (Ediciones sin nombre, 2002, y Hoyos Editores, 2007).
Reina de picas nos enseña, nos desnuda, si queremos precisión semántica, la historia de una candidata al Reinado Nacional de Belleza que no sólo tiene la audacia de pensar, sino que, en escabrosa conjura con un poeta alcohólico, se propone destruir el certamen desde sus entrañas mismas. Novedosa ambición en un país que delira por este tipo de eventos, festejo de la carne y la banalidad, la parranda y el alcohol.
“La pequeña e intensa novela de Jaime Echeverri ─afirma el poeta Juan Manuel Roca, refiriéndose a Corte final─ está llena de dones. El don, por ejemplo, de una escritura narrativa sin alardes lingüísticos, que desdeña el lirismo epidérmico del lenguaje para construir una poética desgarrada que no permite los artificios de una lírica preconcebida que enajena tantas historias. La precisión, en suma, con la que su autor busca y encuentra la palabra perdida en el pajar del lenguaje. Se trata de un ajuste de cuentas con su ciudad Manizales ─que también es un arqueo de sí mismo, como si la niebla y el volcán nevado, las caminatas de juventud que se le engulleron por lo menos dos centenares de zapatos, el fasto y la miseria de un tiempo ido sin nostalgias, fueron signos en progresión a los que hay la necesidad de pasarles revista.”
Echeverri, psicoanalista de profesión, hace parte del cuerpo docente de la Maestría en Escrituras Creativas de la Universidad Nacional de Colombia y es tutor en la especialización en narrativa de la Universidad Central. Algunos autores de renombre en Colombia y México se han beneficiado de su asesoría en los últimos quince años.














martes, 26 de noviembre de 2013

Jaime Echeverri / Claudia Piernaslindas

Jaime Echeverri
CLAUDIA PIERNASLINDAS

Resta, testa, contesta, floresta, fiesta, todos hacen la siesta en clase, menos Claudia y yo. Ella espera que pase alguna cosa y yo armo palabras que después no voy a pronunciar. Miro a la ventana y veo pasar un bote tripulado por una nube leve. Sostenido con imanes, pienso yo. Tal vez amarrado con hilos de sueño. Es bella Claudia. Está sostenida por unas bellas piernas largas y casi no tiene bultos en el pecho. Así deberían ser todas las mujeres. Claudia Arango está escrito muchas veces en mi cuaderno, pero nadie lo sabe. Este cuaderno no se los muestro a nadie.
Todos dicen que Claudia Arango es rara y medio puta. A mí eso no me importa, nunca hago caso de los chismes y creo que cada quien tiene derecho de hacer de su vida lo que quiera, aunque los otros nunca entiendan. Pero esto quiere decir que todos se fijan en ella porque es linda y llamativa. En la clase hay otras. Como diez. Sí, como diez porque nunca me tomo el trabajo de contarlas. me gusta Claudia Arango porque es callada. Habla sólo con Checho, Cris y Jorge. De vez en cuando conmigo.
La ventana se llena con una mancha negra. Nubes de lluvia o un avión que pasa demasiado bajo, tan bajo como para ensombrecer el hueco de la ventana. Espero que se caiga, que se estrelle contra la torre mayor de la catedral. Nada. Claudia no se da cuenta de la pequeña noche en la ventana. Checho dice que ella no se da cuenta de nada. Claudia no se ha dado cuenta que la quiero. Nadie lo sabe y ella menos que nadie. Yo solamente escribo su nombre cada vez con más fuerza en mi cuaderno. Y la miro en las clases. He notado que los profesores le tiene preferencia por ser hija de un senador, por tener mucha plata o por ser calladamente inteligente. Las demás le tienen envidia y por eso dicen que es medio puta. A mí nadie me envidia, casi ni me miran y cuando lo hacen me miran con desprecio. Pero yo me hago el loco.
Claudia se sienta dos puestos adelante del mío. Le conozco bien la nuca y el pelo que se le resbala hasta los hombros. He repasado su espalda tantas veces, que me la he aprendido de memoria, pero sólo hasta la mitad. De allí en adelante está protegida de mis ojos por la tabla del espaldar. Me he especializado en dejar caer alguno de mis útiles al suelo para agacharme a recogerlos y poderle ver parte de sus piernas largas y lindas. A veces creo que ella me tiene desconfianza, como todos. Pero se atreve a hablarme. De vez en cuando voy con ella y con Checho, Jorge y Cris hasta la Casa de Vidrio. Nos sentamos siempre en una mesa de atrás desde donde se ve Manizales desparramada sobre la cordillera como si las casa hubieran llovido desde el cielo.
He seguido muchas veces a Claudia. La he perseguido cuando salimos del colegio. Sale despreocupada, como elevada, sin mirar para atrás. Se sube en un bus y yo, que he tenido que vender alguna de mis cosas para poder pagar el pasaje, subo también. De Fundadores a Palermo el viaje no es muy largo, pero a mí siempre me parece demasiado corto, muy pero muy corto. Cada vez me subo al bus pensando decirle alguna frase, mostrarle el cuaderno donde está escrito su nombre tantas veces, que más parece un cuaderno suyo que uno mío. Pero la decisión se me evapora entre una parada y otra. Desde mi asiento la veo levantarse para bajarse en la próxima esquina. Pasa junto a mí como si no me viera y, apenas pasa, me alisto yo también. Yo le agradezco a Claudia que no se dé cuenta que la sigo porque me moriría de vergüenza si me mirara de pronto. No sabría qué hacer. Las palabras se me revolverían en la punta de la lengua y, al final, no encontraría ninguna para decirle.
Contra su indiferencia y mi silencio he averiguado muchas cosas de Claudia. Cosas que van más allá de saber dónde vive o cómo se viste los domingos. Los rumores de rara y medio puta deben venir de su indiferencia con todo y ante todos y de salir con algunos tipos que vienen a buscarla por las noches. Van a una finca en las afueras. La noche que llegué hasta allá no pude saber lo que hacían dentro. La excesiva iluminación de los jardines no me dejó acercar. Tuve miedo de trepar la verja, pero oí música y todas las ventanas me dejaron ver sombras que nadaban entre la luz. Bailaban o simplemente se movían de un cuarto a otro en un flujo constante. No pude saber más y tuve que caminar una larga y pendiente carretera para poder regresar. Hacía ya un buen rato que se había ido el taxi que me llevó cobrándome un dineral. Lo despaché apenas llegamos para evitar que el chofer fuera testigo de uno de mis fracasos.
Aunque se muchas cosas de Claudia, ella es para mí una gran posibilidad de fracaso. Es inalcanzable, imposible de conocer más allá de los datos aislados que me dan el espionaje y la averiguación. Eso, más el hecho, imposible de disimular, de ser invisible para ella. lo único real, a lo único que tengo acceso es a su nombre y lo agoto escribiéndolo una y otra vez y cada vez con más fuerza en mi cuaderno.
 Claudia decide mirar al techo en esta última clase. Yo sigo organizando palabras que no voy a decir, hilo, filo, pistilo, vilo, mientras el sol acaricia delirante el asfalto y las nubes pasan lenta y suavemente por el cielo azul, como algodones que limpian un cristal. Voy a extrañar la voz hipnótica, arrugada y cansada del profe, la siesta colectiva de los compañeros y las miradas al vacío de Claudia. Ella y yo los únicos despiertos, los únicos que nos dejamos ir, arrastrados por el río de palabras, ella y yo los mejores, según dice el imperturbable maestro.
Entre las palabras que tejo y destejo, en mitad de una frase sobre un libro del siglo veinte, “esa literatura que destruye las formas y descubre otros caminos...”, como dice el profe con su voz gastada, armo y desarmo lo que he podido saber sobre Claudia Piernaslindas que llena con su nombre mis noches, mis días y las hojas del cuaderno.
Mamá linda tenía Claudia. Alta, ojigrande, cejas pinceladas sobre una piel de porcelana. Sus piernas debieron ser largas, la cintura estrecha y la cadera amplia. Sus senos debieron ser pequeños y dicen que caminaba con porte de reina. Las lenguas se enmelazan hablando de ella y de su alegría. Hasta mamá, que casi nunca le da a ninguna mujer la oportunidad de ser hermosa, dice que era tan bella que le quitaba la respiración y el habla, como si al mirarla se perdiera el aliento. Pero esas son cosas de mamá. Hay lenguas que lo dicen de otro modo. Que cuando miraba hacía temblar a la gente. Que sus ojos cavaban en los otros tan profundamente que el fulano o la fulana que la miraba no resistía la fuerza de su mirada y tenía que cerrar los ojos o desviarlos o agachar la cabeza para que esos ojos ardientes y penetrantes no descubrieran secretos guardados por tanto tiempo, que parecían podridos y olían mal. Pero eso no es más que imaginación de la gente. Yo no he conocido a nadie así.
Se llamaba Clara y no sé quién de su familia había tenido que ver con la fundación de la ciudad, el abuelo o uno de sus hermanos o alguno de los múltiples primos del abuelo que igual que él había quedado por fuera de la herencia. Todo eso es lo que flota alrededor de Claudia, pero nadie lo nota. Ya pasaron los tiempos en que la conversación se reducía a recordar el momento en que Manizales había sido acaballada en el lomo de la cordillera. Al irse agrupando las casas en el rancherío inicial y luego en el pueblo extendido con pretensiones de ciudad, el tema se fue disipando hasta quedar convertido en el vago orgullo de los descendientes de las primeras familias que se asentaron en la masa de falso heroísmo  con el que se agigantan a la fuerza actos elementales. De ese chismorreo se pasó a otro, al espionaje del vecino, a los comentarios de viejas rezanderas a la salida de la iglesia, a las tristes desgracias de un zutano y las desventuras aplaudidas de otro. Por eso aquí no hay secretos. Sólo queda esa aureola del sigilo  con que se hacen ciertas cosas, esa ingenua seguridad de que nadie más que el autor sabe lo que realmente sucede. Pero hay ojos y oídos en el aire.
La cascada adormecedora del maestro corta el aire espeso de la tarde. Aire condensado por los ronquidos de los compañeros, mientras el profe habla del cambio de sentido de la épica que ha introducido la literatura de este siglo. Mientras, yo reconstruyo la imagen de la mamá de Claudia y ella deja volar sus ojos a un punto ciego del salón. La tarde está en ese momento en que todo el mundo parece haberse ido a otra parte, como si el silencio se tragara a todos, como si la inercia silenciosa fuera la única ley del movimiento. Hasta el pensamiento fluye como si nada lo impulsara ni lo detuviera, rueda por la cabeza con tanta serenidad, que es más el sueño de un sonámbulo que la cavilación de un ser despierto. Y Clara Piernaslargas, madre de Claudia Piernaslindas envuelve su afamada alegría entre los tules y encajes de un vestido de novia que se le adhiere al cuerpo. Hubo dos Claras entonces. La alegre soltera de risa fácil, de sonrisa dibujada en la cara. Y la opaca Clara cariseria con ojos próximos al llanto. Así como era famosa su alegría antes del matrimonio, así se popularizo su tristeza, metida en su cuerpo después de la boda y que se le salía por los ojos y le pesaba en las comisuras de los labios. Las lenguas interpretan: algo debió ocurrir en la noche nupcial, el senador, a pesar de su apariencia de galán gardeliano, superando el atractivo de sus sienes de plata y de sus  rasgos finos, debía tener algo muy íntimo sin funcionar; el senador Arango se casó para disimular una mariconería que podía perjudicar su carrera política. Pero nunca se supo con claridad lo que opacó la sonrisa de Clara. Que al senador le funcionaban bien sus partes íntimas lo testifican Claudia, Tatiana y Oscar. Y nadie pudo probar que el senador persiguiera a los muchachos. Algo que traspasaba los cuerpos, intenciones sombrías, revelaciones imprevistas, secretos descubiertos bruscamente o terrores sexuales, fue lo que pudo apagar el chispeante brillo alegre en los ojos de Clara.
Claudia parece hechizada y mira con atención al profe que dice que los héroes ya no son grandiosos, ya no son héroes ni seres sobrehumanos llenos de cualidades, valores y poderes, sino seres corrientes, como nosotros, humanos que luchan por entender la vida como si el genio creador de la humanidad se hubiera dado cuenta de la necesidad de rescatar del anonimato la actuación cotidiana de la mayoría esa masa de habitantes del planeta “pero esto no es otra cosa que un paso más en la historia - no en la historia de la literatura o el arte, sino en la historia en general -, porque la literatura como todo el arte sigue el ritmo del tiempo...” El sopor de la clase empieza a endurecerse, a hacerse pesado en las inútiles cuatro de la tarde.
No era la tarde cuando Clara se casó. Fue una mañana como cualquier otra. El doctor Arango, ilustre senador, pantalón a rayas y saco leva que lo hace parecer un ave exótica, las rayas alargándole las piernas y el saco pesado bajándole los hombros, marchaba con paso presidencial hacia el altar. ¿Sabía lo que le esperaba a la salida de la iglesia?  ¿Sabía lo que sucedería con la sonrisa de su novia? Parecía como si la sonrisa de la que al salir ya era su mujer le estorbara, como si le dañara un cálculo, como si le restara poder a su mirada, a su figura, a los movimientos y gestos que enfatizaban los ecos ondulantes de sus discursos. Parecía que su matrimonio tuviera como única finalidad borrar la sonrisa de los labios de Clara, deslustrar el brillo de sus ojos, abolirles la fuerza y la gracia.
Lenguas intérpretes se reúnen en el café, pasan el dato al club, lo comentan y transmiten sobre la almohada para reventar convertido en otra cosa en el atrio de la catedral el domingo después de la misa del mediodía. Ni un movimiento se escapa, ningún gesto se descuida, ninguna frase oída al pasar se desatiende. Así se va registrando la vida de todos. Por eso resulta extraño que no se hubieran dado cuenta de lo que pausada y silenciosamente hacía Clara para recobrar el brillo de sus ojos y la alegría de sus labios. Se comentó su creciente barriga que contuvo el tiempo suficiente la llegada de Oscar. Se festejó su nacimiento. Se tergiversó su futuro. Se trató así de olvidar la abultada tristeza de Clara, reemplazándola por la potencia reproductora del senador Arango, confirmada después de un tiempo prudencial por la llegada de Tatiana. La pausa fue más larga con Claudia. En esa pausa el senador afianza su poder. Sus calientes discursos en el congreso levantaban tantas ronchas, que le impedían ver lo que hacía Clara en Bogotá, mientras él componía frases lapidarias, impostando y ahuecando la voz, dejándose llevar por la retórica usurpada a griegos y latinos, cautivándose y embelesándose con sus frases hasta despertar con un bofetón de un contrincante liberal, cansado de oírle la idea de reimplantar la pena de muerte para detener la ofensiva de la violencia. Allí, el senador Arango fue realmente senador. Haciendo honor al apodo ganado desde la adolescencia por sus poses magníficas, por su paso rápido y marcial, por los pulgares estirando las sisas del chaleco al dar una opinión sobre cualquier trivialidad, cada día salía su foto en los periódicos. Después del receso, forzado por la dictadura militar, el hombre regresó al senado y de allí a un ministerio y de allí a un lugar de eminencia en el directorio nacional.
         “... también trata del amor de otra manera...” Las palabras del maestro traen caricias cansadas. Su voz se endulza sin variar el tono, como respetando el adormilamiento de los compañeros. “Ahora el amor no es grandioso ni usa palabras grandilocuentes. Ya no es únicamente frases e insinuaciones. Se realiza en párrafos duros, crudos, amargos de una franqueza terrible y dolorosa.” A Claudia parece haberle dejado de importar lo que el profesor dice y está ahora ensimismada intentando atrapar algún recuerdo, digo yo. La luz del atardecer se le mete en el pelo haciendo resplandecer su cabeza. “... el amor es violento, carnal, sin ternura...” Queda flotando esa palabra por un momento sobre las cabezas dormitantes, hasta desvanecerse en un carraspeo. Me pregunto qué soñarán los durmientes.
Claudia Arango también era otra antes de la muerte de su madre. Era una niña dulce, atemorizada por el mundo y tenía ocho años. Todo cambió ese día en que cumplía ocho años. El cumpleaños de un niño no es un motivo suficiente para organizar una gran fiesta. Ariel Arango debía tener otros motivos. Todas las lenguas principales de la ciudad estuvieron allí, bífidas y extremadamente peligrosas, generadoras de los grandes enredos: lenguas ingenuas, transmisoras, lenguas de nudo ciego que oyen una cosa, entienden otra y dicen una distinta: Todas las lenguas aseguran haber visto a Clara abandonar bruscamente la mesa, su rápida salida del comedor, el suspenso de unos diez minutos antes de la salida de Claudia. Y haber oído luego el sonido hueco del disparo apagado por las paredes, y en seguida el grito agudo, cortante de la niña y su carrera hacia abajo, casi volando por las escaleras, huyéndole a la parálisis inicial. El senador y algunas lenguas subieron hasta el cuarto matrimonial para encontrar el teléfono pendiendo de su hilo y el cuerpo de Clara con el hilo vital roto, desmadejado en el borde de la cama. Cada lengua hizo su versión dramática de la escena. Cada lengua dice haber visto lo que quiso ver. Cada lengua le puso la sangre que necesitaba, el estado de la cama y el timbre de la otra voz cortada en el teléfono. Cada lengua silabeó sus interpretaciones y salivó sus desconciertos. las lenguas sorprendidas se sintieron burladas, se tuvieron que reconocer desconocedoras de los desplazamientos de Clara, de todas sus andanzas mientras el senador templaba su voz en el congreso de la república.
Nadie supo con quien habló o intentó hablar antes de coger el revólver de su esposo para revolverle la existencia. Nadie sabe si fue parte de una escenografía que Clara imaginó muchas veces para vengarse así del hombre que le había entristado su alegría. lo único que se sabe es que ese acto quedó palpitando en la memoria de Claudia como un enigmático regalo de cumpleaños. La escena la maduró endureciéndole la cara, obligándola a abandonar precipitadamente el falso rosado de la infancia. Empezó por destrozar una por una sus muñecas, desmembrándolas con una mezcla de curiosidad, cuidado y rabia. Con los juguetes se rompió también su locuacidad apabullante, creando una franja de silencio que la envolvió desde ese mismo momento.
Aunque los hermanos sintieron la ausencia de la madre, no demostraron su tristeza. El duelo iba por dentro, como dicen. El luto ensimismado del senador, su retiro momentáneo de la política con el fin de reorganizar su vida le dieron un halo de leyenda que ocasionaba una compasiva admiración. Con firmeza de líder en envió a Londres a sus hijos, un poco para salvarlos de la pena y, otro, para aligerar su propia carga emocional.
Claudia Arango empezó a escribirse en mi cuaderno al comenzar el año. El tiempo se dilata y contrae, podría habernos dicho el profesor de física. Es mucho y poco un año. Y este ha sido especialmente corto y largo. Desde que entré al salón y oí su nombre y me fijé en ella supe que el año sería muy corto. Cuando empezó a hacer sus preguntas raras, diciéndole al profesor que si las pirámides egipcias no eran un canto de vida y no monumentos a la muerte como las mayas, que si el libro de los muertos no era una confirmación de uno mismo, que si las momias no eran una tentativa inútil pero válida de apresar la vida en una forma, que si la vida no era sino un círculo vicioso para engañar a la muerte y otras cosas así, me tuve que contener para no saltarle encima con una frase que le hiciera ver que en esa clase yo era el amo y que, en cierto sentido, tenía que tener en cuenta mis opiniones. Pero preferí escribir su nombre en el cuaderno y esperar en silencio que pasaran los días. Me hice sombra de sus movimientos, preguntador de su historia y conocedor de las versiones lenguadas de la gente.
Al comienzo todos nos acercamos. Cada quien tenía sus motivos. Unos por una gran curiosidad ante la nueva, otros porque habían oído la historieta, otros, porque les inquietaba una mujer como ella. Algunos más porque habían oído decir que acababa de llegar del extranjero. Pero la seriedad y la distancia que uno casi podía tocar, hicieron que todos nos alejáramos como quien huye de una maldición. A mí me dio miedo aproximarme al fuego.
Pienso en el miedo en el momento en que el profesor dice que “la literatura de este siglo es atrevida, no le tiene miedo a las palabras, llega inclusive a ultrajar el lenguaje, sin que esto quiera decir que destruya a la literatura misma. Todo lo contrario - dice - amplía sus límites, rebasa sus capacidades, busca una expresión acorde con el sentir y el pensar de la actualidad.” Pienso en el miedo que me impide llegar a tener algo con Claudia, pero el miedo mismo no me  deja llegar a una respuesta. Quisiera poder decirle a Claudia todo lo que la quiero, pero tengo la impresión de que el sentimiento no importa para ella. No puedo precisar qué es lo que pasa por su cabeza, ni qué clase de líquido corre por sus venas, ni en qué horizonte oscuro construye sus ilusiones.
Claudia Arango no tiene ilusiones. No se hace castillos en el aire, no mantiene ganas de ver el nuevo día. Por eso también le dicen rara. Por eso y por las preguntas que a todos les parecen ridículas. Y dicen que es rara por las cosas que hace.
Ya casi se acaba la última clase. Se puede saber por el gesto infaltable del profe al acariciar el lomo del libro y darle dos o tres palmadas en las tapas como si quisiera avisarles a los durmientes que el sueño de los dos despiertos, Claudia y yo, está a punto de acabar.
Termina la clase. Salimos del colegio. En la puerta se arma un grupito. Jorge y Cris conversan mientras esperan a Checho. Cuando llega hay una pausa de silencio. Detrás va Claudia. yo la sigo despacio, preparado esta vez para ir hasta el paradero y subirme al mismo bus y adentro decirle las frases que he pensado decir. El grupo la atrapa y yo no alcanzo a detenerme. ¿Vienes con nosotros?, me dice Checho. Voy, le contesto. Vamos por la veintitrés hasta el parque Olaya. Subimos hasta la Casa de Vidrio. Desde Chipre se ve la ciudad tendida sobre la cordillera . El sol estremece el atardecer. Nadie dice nada. Tomamos cocacolas y esperamos unas empanadas. Checho quiere dibujar. Saca lápices de colores y una navaja. Empieza a sacarles punta. Cris le alcanza una hoja, Jorge le pasa un bloc para apoyar. No se muevan que la mesa cojea, dice Checho. Claudia le arrebata la navaja, extiende su mano izquierda sobre la mesa y de un solo golpe la atraviesa con la hoja afilada. La sangre brota. Claudia, pálida, mira la mano traspasada y dice que ella es capaz de todo. Vean, dice. y nosotros vemos la mano cubriéndose de sangre. Jorge y yo queremos desclavar la navaja. ¡Quietos!, nos dice Checho, dejemos la navaja en la mano, tratemos de sacar la punta de la mesa y la llevamos así hasta el hospital. No pasa nada estúpidos, trata de convencernos Claudia. Y Checho le da un par de bofetadas. Los dedos de Checho quedan marcados sobre sus mejillas. A mí me habría gustado darle esas dos palmadas.
Toda la clase supo lo de Claudia. Apenas empezábamos este quinto que hoy acaba. Si antes le decían rara, ahora vino la confirmación. Los hombres quedaron con la boca abierta, pero dijeron que ellos también eran capaces de cosas semejantes. Ninguno se atrevió a probarlo.


El maestro da las consabidas palmadas y cierra de un manotazo el libro. La clase despierta. El aire recupera sus ruidos. Leo el nombre de Claudia sobre una página. Ella también parece despertar. La veo levantarse para salir y me preparo para seguir detrás, llegar al paradero y subirme al mismo bus o para encontrarme con ella, Checho, Jorge y Cris y subir hasta Chipre a la Casa de Vidrio.


lunes, 25 de noviembre de 2013

Jaime Echeverri en Letralia / Cada ficción trae sus propias leyes

Jaime Echeverri
Cúcuta, 2007
Fotografía de Triunfo Arciniegas

17 de agosto de 2009
Cagua, Venezuela

Jaime Echeverri
“Cada ficción trae sus propias leyes”


Versiones, perversiones y otras inversiones es un libro que todo buen lector disfrutará y releerá. Conciso, elegante e irónico, refleja todo el talento y el oficio de Jaime Echeverri, quien sin aspavientos ni concesiones, con la devoción del descreído y un acento colombiano que deviene universal, ha enriquecido la literatura hispanoamericana desde la aparición de Historias reales de la vida falsa (1979), su compilación de cuentos premiados. Profesor en la Maestría en Escritura Creativa de la Universidad Nacional y tutor de algunos de los narradores colombianos con mayor proyección internacional, su obra también la componen las novelas Reina de picas y Corte final.
           Con motivo de la aparición en España de Versiones, perversiones y otras inversiones accedió a responder algunas preguntas.
           —Todo nuevo libro tuyo debería estar a disposición de los lectores. ¿Por qué no se distribuirá en Colombia?
          —Como tú sabes mis libros han aparecido tanto en Colombia como en México, donde José María Espinasa, es decir Ediciones Sin Nombre, me incluyó en su fondo y lo hizo porque apuesta a futuro y se arriesga con autores no comerciales. Y no porque no quiera que sus libros se vendan, sino porque cree que hay allí valores que las casas editoriales grandes, multinacionales, no consideran rentables. Para decirlo de otra manera, tiene un criterio editorial distinto al mercantil. Aquí no existen editores con criterios claros. Los más poderosos no tienen políticas editoriales. Buscan recuperar con rapidez su pequeña inversión. Publicar un libro aquí no es fácil para un autor como yo, preocupado por mantener ciertos niveles de escritura superiores a los estándares marcados —por lo general— por periodistas incultos de radio, prensa y televisión, comunicadores semianalfabetas que no pasan de saber de oídas ciertos nombres y no cumplen su misión informativa, pues deberían reseñar los libros que van saliendo. El libro aparece en España porque Antonio María Flórez, buen escritor y buen amigo, propuso a la Editora Regional de Extremadura incluir autores latinoamericanos en su catálogo.
“Versiones, perversiones y otras inversiones”, de Jaime Echeverri          —Versiones, perversiones y otras inversiones remite a un libro anterior…
         —Sí. La diferencia está en que en esta nueva edición de Versiones y perversiones he incluido cuatro textos que antes no aparecieron en libro y he agregado una nueva parte con dos cuentos un poco más largos. Entre los cortos —para que no se pierdan en publicaciones periódicas— agregué “Cena de navidad”, el primer cuento mío publicado en un suplemento cultural de circulación nacional a fines de los años sesenta, y “El jardín del guerrero”, cuento breve ganador de “Las 500”, exitoso concurso de la revista El Malpensante, en el 2004.
         —¿Y ahora qué viene?
        —Espero que editen un nuevo libro de cuentos. Es curioso, los editores no ven el cuento como género publicable. Sin embargo, veo que hay mucha gente que lee y compra libros de cuentos. Creo que aquí hay prejuicios. O mal manejo industrial y comercial.
       —¿Cuál es tu expectativa con el libro editado en España?
      —Ninguna. Aquí no lo van a reseñar, entre otras cosas, porque el reseñador serio es Afanador y su espacio es pequeño y está sometido a los estrechos lineamientos de Semana. En Arcadia, que sería otro escenario posible, tienen un concepto bastante extraño, por no decir deplorable, de cultura y de libros. Pero te ruego que no tomes estas opiniones como quejas sino simplemente como la constatación de un fenómeno que algún sociólogo de la literatura abordará algún día.
      —Eres tutor o asesor de varios narradores colombianos, algunos muy exitosos. ¿Cómo desarrollas esta labor? ¿Ha cambiado en algo tu forma de entender el oficio literario?
      —La asesoría, esa labor tutorial especializada, ha sido para mí una experiencia enriquecedora. En muchos sentidos. En primer lugar, me enseñó a respetar el trabajo de los otros y tratar de comprender sus intenciones. Sólo así podría captar y comprender algunos aspectos de su texto y poder distinguir la estructura de la obra. A nivel interior significó ejercer sinceramente la modestia, la ocultación de mis propios motivos y de mis ambiciones para situarme en los del autor que me muestra sus ficciones. Sólo de esa manera se puede respetar la voz. Resulta extraño y al comienzo, hace más de quince años, no fue fácil. Pero fue un ejercicio de humildad en el mejor sentido del término. Cuando un escritor es consultado, por lo general responde desde su criterio muy personal, ese que guía su propio trabajo. Pero al distanciarse de su propia visión, puede ver aspectos técnicos que de otra manera le son vedados. Digamos que la asesoría me ha servido para refinar mi percepción de las técnicas y así encontrar aquellos puntos fuertes o débiles de un texto desde el texto mismo. Tú sabes que cada ficción trae sus propias leyes. Y detectarlas es fundamental para brindar un trabajo honesto a quien consulta. También me ha enseñado que cada escritor tiene que vivir sus propios momentos, es decir que aunque tenga capacidades, aunque tenga mucho talento, puede estar en una etapa en la que no le es posible abordar la escritura de su obra sino desde sus circunstancias personales, desde sus obsesiones del momento. Son pequeños datos, parecen insignificantes pero si no se los considera el trabajo no resulta. En verdad me gusta ver la transformación de un texto en mi laboratorio y me gusta ver cómo el autor se sorprende al ver todos los textos ocultos que trae su escritura.


domingo, 24 de noviembre de 2013

Alexander Fedosov / Otros mundos

Alexander Fedosov © - Pigeon
Pigeon
Alexander Fedosov
Alexander Fedosov
OTROS MUNDOS

Alexander Fedosov es un ilustrador y artista digital que nos llega desde Zaporizhzhya, Ukrania. Con un estilo muy particular y una obra limitada a un pequeño número de creaciones, pero que suponemos y esperamos que en futuro inmediato se vea incrementada, Alexander nos muestra una calidad técnica de grandes dimensiones que se centran sobre todo en un exquisito gusto por los detalles que tan bien sabe plasmar en sus composiciones.
Alexander Fedosov © - MedusaAlexander Fedosov © – Medusa
Alexander Fedosov © - Echo
Alexander Fedosov © - Echo
Los personajes de Alexander Fedosov se mueven entre mundos futuristas y sombríos, creando una especie de aureola ciberpunk en la estética de sus contenidos. Además de su página en Behance, cuenta con su espacio en deviantArtdonde se da a conocer como Jay Wallace y donde encontraremos las mismas obras, así como algunos enlaces a otras páginas rusas donde también colabora. Sin duda un talento a tener en cuenta y que esperemos nos deleite con nuevas creaciones en un futuro próximo.
Alexander Fedosov © - Portrait of a girlAlexander Fedosov © - Portrait of a girl
Alexander Fedosov © - SorceressAlexander Fedosov © – Sorceress
Alexander Fedosov © - NyxAlexander Fedosov © – Nyx
Alexander Fedosov © - SachielAlexander Fedosov © – Sachiel
Alexander Fedosov © - DiscipleAlexander Fedosov © – Disciple
Alexander Fedosov © - Nymph Alexander Fedosov © – Nymph