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jueves, 23 de octubre de 2014

Anaïs Nin / El erotismo en las mujeres



Anaïs Nin
EL EROTISMO EN LAS MUJERES

El ensayo traducido aquí, titulado originalmente “Eroticism in Women”, de Anaïs Nin apareció en 1974 en la revista Playgirl y luego fue compilado en su libro In Favor of a Sentitive Man and Other Essays (1976). Para entonces, la autora vivía el pleno éxito de su obra que durante décadas fue censurada y publicada con reservas debido a su alto contenido erótico y transgresor; era la época del feminismo setentero, la liberación de la mujer y la sexualidad. El ensayo de Nin, de hecho, refleja muchos de los problemas que el feminismo de la época enfrentaba y que ahora, en algunos países, son considerados como superados, sirva de ejemplo la postura de Anaïs en cuanto al uso de los pantalones de mezclilla que las mujeres de esa generación comenzaron a usar.
“la literatura erótica escrita por hombres no satisface a las mujeres y es tiempo de que escribamos nuestra propia literatura”
Desde mi experiencia, diría que las mujeres no han separado aun el amor de la sensualidad como los hombres lo han hecho. Ambos están combinados en la mujer: ella necesita amar al hombre que se entrega o ser amada por él. Después del acto sexual, parece que necesita asegurarse de que es amor y que el acto sexual de la posesión es parte de un intercambio que es dictado por el amor. Los hombres se quejan a menudo de que las mujeres demanden una confirmación o una expresión de amor. La cultura japonesa reconoce esta necesitad y en los tiempos antiguos era una regla estricta que, después de la cúpula, el hombre debía escribir un poema y dedicárselo a su amada antes de que ella despertara. ¿Qué es esto, sino la conexión del acto sexual con el amor?
A mi parecer, las mujeres todavía se preocupan por una partida prematura o una falta de reconocimiento del ritual que ha tenido lugar, todavía necesitan palabras, necesitan la llamada telefónica, la carta, los gestos que hacen del acto sensual algo particular, algo que no es anónimo y meramente sexual.
Este fenómeno pudiera o no desaparecer en las mujeres modernas que decidirán poner un punto final a sus predecesoras; tal vez sí logren separar el amor del sexo que, en mi opinión, disminuye el placer y reduce la calidad intensiva del coito. Porque éste es mejorado, elevado e intensificado por las emociones. Comparen la diferencia entre un intérprete solitario y la grandeza alcanzada por una orquesta.
Intentamos quitarnos de encima todo lo falso de nosotras, lo que nos es inculcado por nuestra familia, nuestra cultura y nuestra religión. Es una tarea enorme porque la historia de las mujeres no ha sido contada completamente de la misma forma que la de los negros. Algunos acontecimientos han sido ocultados. Culturas como las de India, Camboya, China y Japón tienen una vida sensual accesible y popular, pero a través de la perspectiva masculina. Muchas veces, cuando las mujeres han querido revelar algunos aspectos de su sexualidad, son reprimidas. No de manera tan obvia como sucedió con la ardiente obra de D. H. Lawrence, o la censura de Henry Miller o James Joyce, sino de una manera que es denigrante, constante y continúa por los críticos. Muchas escritoras recurrieron a los pseudónimos masculinos para evitar los prejuicios. Tan sólo hace un par de años Violette Leduc escribió la más explícita, elocuente y conmovedora descripción del amor entre dos mujeres. Simone de Beauvoir fue quien la descubrió para el público y aun así todas las reseñas que he leído son juicios morales contra su apertura. También hubo muchos juicios morales sobre el comportamiento de los personajes de Henry Miller, sobre todo criticaban su lenguaje, pero en el caso de Violette Leduc era contra ella misma.
Leduc en La Bâtarde es totalmente libre:
Isabelle me recostó de espaldas sobre el edredón, me levantó y me sostuvo entre sus brazos: me llevaba a otro mundo que era completamente desconocido para de allí lanzarme a otro mundo que ni siquiera había imaginado. Sus labios abrieron los míos ligeramente, me humedecieron los dientes. Su lengua carnosa me daba miedo, pero su extraña virilidad no batalló para entrar en mí. Distraída y calmadamente, esperé. Sus labios recorrieron los míos. Mi corazón latía fuertemente y yo deseaba prolongar la dulzura de su huella, la nueva experiencia del roce sobre mis labios. Isabelle me está besando, me decía a mí misma. Trazaba un círculo alrededor de mi boca, encerraba el ruido, dejaba un beso frío en cada comisura, dos notas staccato en mis labios. Siguió presionando su boca contra la mía, una hibernación… Nos abrazamos, queríamos engullirnos una a la otra… Conforme Isabelle se recostaba sobre mi corazón abierto, yo quería sentirla cómo entraba. Ella me enseñó a abrirlo en flor… Su lengua, su pequeña flama, ablandó mis músculos, mi carne… Una flor abierta en cada poro de mi piel…
Tenemos que abandonar la consciencia. Las mujeres tienen que evitar copiar a Henry Miller. Está bien tratar a la sexualidad caricaturizándola con humor y picardía, sin embargo esa es otra forma de relegarla a lo casual, a las áreas ordinarias de la experiencia.
Las mujeres han sido amedrentadas para revelar su propia naturaleza sensual. Cuando escribí Spy in the House of Love en 1954, muchos críticos serios llamaron a Sabina [el personaje] una ninfómana. La historia de Sabina es la de una mujer que ha tenido solamente dos amantes y una amistad platónica con un homosexual. Fue la primera historia de una mujer que intenta separar el amor de la sexualidad de la misma forma que un hombre para poder alcanzar la libertad sensual. Incluso fue etiquetada de pornográfica cuando apareció. Aquí uno de los fragmentos “pornográficos”:
Ambos huyeron de los ojos del mundo, de los proféticos, estridentes y ováricos prólogos del cantante. Hacia las barandas oxidadas de las escaleras del subsuelo nocturno, hacia el primer hombre y la primera mujer en el comienzo del mundo, un mundo sin genitivos para poseer uno al otro, sin música de serenatas, sin regalos de cortesía, sin torneos para impresionar y forzar una caricia, sin instrumentos secundarios, sin ornamentos, collares, coronas que sojuzgar, sólo un solo ritual, un gozoso, alegre, jubiloso y dichoso empalamiento de una mujer en el mástil de un hombre.
Aquí otro pasaje etiquetado como pornográfico por los críticos:
Sus caricias eran tan delicadas que se sentían como una provocación, un reto evanescente que ella temía corresponder por temor a que se desvaneciera. Sus dedos la incitaban y se alejaban cuando la excitaban; su boca la estremecía y luego se retiraba; su rostro y cuerpo se acercaron, esposó cada uno de sus miembros para luego deslizarse en la oscuridad. Él exprimía cada curva y recoveco para extraer el placer de su fino cuerpo y después permanecía quieto, dejándola en suspenso. Cuando tomaba su boca, él apartaba las manos de ella; cuando ella respondía al placer de sus muslos, él cesaba de exprimirla. En ningún momento él permitía que aconteciera una fusión total sin saborear cada abrazo, cada parte del cuerpo de ella para luego desertarlo, como encender la llama y luego eludir el derretimiento. Un corto circuito de sentidos, provocador y tibio, trémulo y elusivo, tan móvil e incesante como era él durante el día; pero ahora aquí en la noche, con las lámparas de la calle develando la desnudez de ambos, pero no la de su mirada, ella era incitada a un casi insoportable y previsto placer. Él había convertido su cuerpo en un manojo de rosas para exfoliar el polen de cada una de ellas.
Tan postergado, tan incitado que la posesión llegó para vengar la espera con un largo, prolongado y profundo éxtasis.
Las mujeres en sus conversaciones revelan una persistente represión. En el diario de George Sand leemos el siguiente incidente: [Émile] Zola la cortejó y tuvieron una noche de amor. Por el hecho de haberse entregado sin reservas sexuales, él le dejó dinero en el buró cuando se retiró, implicando así que una mujer apasionada no podía ser sino una prostituta.
Sin embargo, si seguimos estudiando la sensualidad de las mujeres nos encontramos con que en última instancia no hay generalizaciones, que hay tantos tipos de mujeres como mujeres mismas. Hay un punto en común: que la literatura erótica escrita por hombres no satisface a todas las mujeres y que es tiempo de que escribamos nuestra propia literatura, y que hay una diferencia en nuestras necesidades eróticas, fantasías y actitudes. Barracas explícitas o palabras clínicas no excitan a la mayoría de las mujeres. Cuando el primer libro de Henry Miller fue publicado, yo predije que a muchas mujeres les gustaría. Pensé que les gustaría la manifestación honesta del deseo, el cual estaba a punto de desaparecer en una cultura puritana; sin embargo, no hubo respuesta alguna en cuanto al lenguaje agresivo y vulgar. El Kama Sutra, el compendio de sabiduría erótica india, remarca la necesidad de acercársele a la mujer con sensibilidad y romanticismo, no ir directamente a la posesión física, sino prepararla con cortesía amorosa. Estas costumbres, hábitos y prácticas varían de un país a otro. En el primer diario escrito por una mujer (escrito en el año 900), La historia de Gengi de Murasaki [Shikibu],[1] el erotismo es extremadamente sutil, está envuelto en poesía, y se enfoca en partes del cuerpo que el mundo occidental raramente toma en cuenta, como el cuello desnudo que se muestra entre el cabello largo y el kimono.
No obstante, sí hay un punto común, que es que la zonas erógenas de la mujer están dispersas en todo su cuerpo, que es más sensible a las caricias y que su sensualidad no es directa ni inmediata como la del hombre. Hay una atmósfera vibrante que necesita explorarse y que tiene una conexión con el último incitamiento.
La feminista Kate Millet es injusta con Henry Miller. Sea lo que sea que implique ideológicamente, ella no fue lo suficientemente atenta para ver en su trabajó, y aquí es donde yace el verdadero sentido, a Miller le preocupaba la respuesta de la mujer.
Mi pasaje favorito de El amante de Lady Chatterly es este:
Entonces, conforme él se fue convulsionando, hundido en el orgasmo inexorable, surgió en ella un nueva y extraña onda excitante en su interior. Ondeaba, ondeaba, ondeaba como delicadas flamas consumiéndose unas a otras, suaves como plumas, despidiendo pavesas exquisitas, exquisitamente derritiéndose y fundiéndose dentro de ella. Como campanas ondeando incesantemente hasta la culminación. Cayó desvanecida por los gemidos que espetó hasta el final… sintió en sus adentros los brotes de él, un extraño ritmo fluyendo hacia ella con un extraño pasmo in crescendo, hinchándose una y otra vez hasta que llenó y atravesó su consciencia, y después, una vez más, la indecible moción inamovible, remolinillos puros y profundos de sensación girando adentro y más adentro de sus tejidos y su consciencia, hasta que ella toda fue un sentimiento fluido perfecto y concéntrico. Cayó llorando, inconsciente, lloridos inarticulados. ¡La voz brotó de la profunda noche, era la vida!
Fue una desilusión, en nuestros tiempos modernos, descubrir que el cortejo entre las mujeres no adoptó necesariamente una forma más sensual y sutil de obtener placer sin proceder con la misma agresión y el ataque directo de los hombres.
Desde mi perspectiva, esto es lo que creo: el brutal lenguaje que usa Marlon Brando en El último tango en París, lejos de afectar a la mujer, le resulta repulsivo. Denigra y vulgariza la sensualidad; ofrece la mirada puritana acerca de ella como algo bajo, maldito y sucio. Es una perspectiva puritana. No provoca ninguna excitación porque bestializa la sexualidad. Muchas mujeres ven esto como una destrucción del erotismo. Entre nosotras hemos hecho una distinción entre lo pornográfico y lo erótico: lo pornográfico trata a lo sexual grotescamente para llevarla a un nivel animalesco; lo erótico incita lo sensual sin menester de lo animal. Y muchas mujeres con las que he discutido al respecto quieren desarrollar un escritura lejos de los parámetros masculinos. El cazador, el violador para quienes la sexualidad es simplemente un impulso y nada más.
Ligar el erotismo a los sentimientos, al amor y a la selección de determinada persona, personalizarlo e individualizarlo, es una tarea para las mujeres. Así habrá cada vez más y más escritoras que escribirán basándose en sus propios sentimientos y experiencias.
El descubrimiento de las cualidades eróticas de las mujeres, así como la expresión de los mismos, vendrán cuando dejemos de culpar a los hombres por nuestras penas. Si no les gusta el cazador y la caza, es nuestra tarea expresar lo que sí nos agrada y revelárselo a los hombres, de la misma manera que lo han hecho las historias orientales, a los placeres de otras formas de amar. Hasta ahora, la escritura de mujeres ha sido negativa: solamente escuchamos lo que no les gusta. Repudian el rol de la seducción y el encanto para crear la atmósfera erótica con que sueñan. ¿Cómo puede un hombre enterarse de la sensibilidad corporal de la mujer cuando ella viste pantalones de mezclilla que hacen ver a su cuerpo como el de sus contrapartes y sí solamente hay una sola ranura que sirve para la penetración? Si acaso es verdad que la sensualidad de la mujer yace en todo su cuerpo, entonces la forma en que se viste hoy en día es una total negación de este factor.
Ahora bien, hay también mujeres inquietas por el papel pasivo al que son confinadas. Algunas quieren tomar, invadir y poseer al igual que el hombre. Es la fuerza liberadora de nuestra consciencia actual la que queremos renovar para que cada mujer sea un patrón individual, no uno generalizado. Me gustaría que hubiera una computadora que le otorgara a cada mujer un molde diseñado especialmente para sus propios deseos. Esta es la excitante aventura en la que nos encontramos hoy en día: cuestionar todas las historias, las estadísticas, confesiones, autobiografías y biografías para crear nuestro propio patrón individual. Para lograrlo, es menester aceptar lo que nuestra cultura siempre nos ha negado, que es la necesidad de la examinación individual introspectiva. Esta simple tarea nos permitirá saber lo que somos, saber nuestros reflejos, gustos y disgustos, y a partir de aquí podremos actuar sin culpa ni dudas para saber nuestras capacidades. Existe un tipo de hombre que busca hacer el amor igual que nosotras, y hay al menos un hombre así para cada mujer. Sin embargo, para reconocerlo, primero debemos conocernos a nosotras mismas, conocer los hábitos y las fantasías de nuestro cuerpo, los dictados de nuestra imaginación. No solamente debemos saber lo que nos mueve, nos excita y provoca, sino también cómo obtenerlo y alcanzarlo. Y, al final, la mujer debe generar su propio patrón erótico de satisfacción a través de una enorme cantidad de mitad información y mitad revelación.
El puritanismo está muy arraigado en la literatura anglosajona y esto es lo que hace a sus escritores escribir sobre la sexualidad como algo bajo, vulgar y como un vicio animalesco. Algunas escritoras han imitado a estos escritores debido a que no tienen modelos a seguir y en lo único que han tenido éxito es en dar una vuelta a los roles: sus personajes femeninos se comportan como si fueran hombres, hacen el amor y a la mañana siguiente se retiran sin decir una palabra tierna o sin una promesa de continuidad. La mujer se convirtió así en una depredadora, en una agresora. Nada cambió con esto. Todavía nos hace falta descubrir cómo siente una mujer y sobre todo va a tener que expresarlo en la escritura.
Las mujeres jóvenes de ahora sostienen reuniones para explorar su sensibilidad y disipar sus inhibiciones. Una joven profesora de literatura, Tristine Rainer, invitó a varias estudiantes de la Universidad de California en Los Ángeles a discutir literatura erótica y sobre por qué las mujeres se inhíben tanto al momento de escribir de sus sentimientos. Había un tabú muy grande. Pero apenas lograron comunicarse entre ellas sus fantasías, sus deseos y sus experiencias, la escritura, de igual forma, también fue más libre. Estas jóvenes buscan nuevos modelos porque se han percatado que imitar a los hombres no conduce a la libertad. Las mujeres francesas han sido capaces de producir bella literatura erótica porque no lidiaron con el tabú puritano, y algunas de esas escritoras voltearon la mirada hacia el erotismo sin haber sentido que la sexualidad era algo vergonzoso y que debía ser tratado con desdén.
Lo que tendremos que alcanzar, lo ideal, es el reconocimiento de la naturaleza sexual femenina, la aceptación de sus necesidades, el conocimiento de su variedad de temperamentos, y una actitud feliz hacia ella como parte de su naturaleza, tan natural como el brotar de una flor, las olas del mar y el movimiento de los planetas. La sensualidad como naturaleza con posibilidades de éxtasis y goce. O en palabras zen, con posibilidades de alcanzar el satori. Aún vivimos bajo la opresión puritana y el hecho de que las mujeres escriban sobre el sexo no significa que sean libres, porque lo hacen con la misma actitud vulgar y pobre que los hombres, no lo hacen con orgullo y goce.
La verdadera liberación del erotismo estriba en aceptar el hecho de que tiene miles de facetas, hay muchas formas eróticas, muchos objetos, situaciones, atmósferas y variaciones de él. Primero que nada tenemos que dispensar la culpa de su expansión, después abrirnos a sus sorpresas y variadas expresiones y (aquí añado mi consejo personal para su completo disfrute) fusionarlo amorosa y pasionalmente con una sola persona, mezclarlo con los sueños, las fantasías y las emociones para que llegue a su máximo potencial. En el pasado tal vez haya habido rituales colectivos en los cuales el desfogue sensual haya sido la norma, pero ya no vivimos en una época así, y entre más fuerte sea la pasión por una persona, el ritual de sólo dos personas será más concentrado, intenso y extático.

Traducción de Francisco Serratos.


[1] Anaïs Nin pudo haber confudido el diario de Murasaki con La historia de Gengi, que es considerada por muchos críticos como la primera novela, no un diario.



miércoles, 22 de octubre de 2014

Anaïs Nin / Patria de la entrepierna



Armando de Armas
Anaïs Nin: ¡patria de la entrepierna o muerte!

Anaïs Nin es para muchos un monstruo, no de las letras, sino de la depravación sexual, y no les falta anecdotario para sostener sus argumentos, anecdotario que por otro lado ella se encargó de llevar eficazmente a sus diarios y novelas. Lo que incluía, entre otros avatares, desde mantener una relación tripartita con el escritor Henry Miller y la mujer de éste, June, una ex prostituta que la iniciara en los deleites del voyeurismo y las relaciones lésbicas, hasta enamorarse y llegar a tener sexo con su propio padre, el músico cubano Joaquín Nin, quien la abandonaría a ella y a su madre, la cantante cubana Rosa Culmell, de origen franco-danés, cuando contaba sólo 11 años de edad.
La verdad es que sí es un monstruo, pero no de la depravación sexual, sino de las letras. O, mejor, es un monstruo de la depravación sexual para devenir un monstruo de las letras. Digamos que vive una intensa, compleja vida sexual para más allá del disfrute, obvio, tampoco es que fuera de piedra, poder dotarse de la materia prima con la cual construir sus textos y, por supuesto, los eventos que nos narra son sexuales, pero no se queda en la mera mecánica de lo sexual, sino que la autora asciende por la cuerda de lo filosófico, del autoconocimiento y la búsqueda espiritual.


Así, en Incesto: Diario no expurgado, 1932-1934, escribe al inicio, 23 de octubre “... y entonces comprendo cuánto me he distanciado del lesbianismo, y cómo es que sólo la artista en mí, la energía dominante, se abre para fecundar a las mujeres hermosas en un plano que es difícil de aprehender y que no tiene la menor relación con la actividad sexual corriente. ¿Quién creerá la magnitud y la dimensión de mis ambiciones cuando perfumo la belleza de Ana María con mi sabiduría” (...) “cuando la domino y la seduzco para enriquecerla y crearla? ¿Quién creerá que dejé de amar a June cuando descubrí que destruye en lugar de amar? ¿Por qué no conocí la dicha cuando June, esa mujer espléndida, se hizo pequeña entre mis brazos, me mostró sus temores, su miedo de mí y de la experiencia”?
La reconocida escritora cubana exiliada en París, Zoé Valdés, entrevistada en exclusiva para este trabajo declaró que “... Cuando en París, en 1984 compré los 3 tomos de sus Diarios, quedé fascinada con el personaje, todavía más, porque amo a aquellos escritores que hacen de todo, de absolutamente todo lo que les sucede, de todo lo que viven, una obra artística, todo lo convierten en arte y en literatura. Era el caso de Anaïs Nin. Y luego, las historias secretas con su padre, con su hermano, que están en el libro Incesto, así como sus relaciones adúlteras, todo era fabuloso, de una gran elegancia, e inteligencia” (...) “Leí Delta de Venus en 1980, en francés, en La Habana, y para mí fue una revelación, porque no sólo era la parte complementaria de lo que había leído de Henry Miller, además me fascinó leer las descripciones eróticas mezcladas con las fabulaciones de una ciudad, en muchos casos la de París. A partir de ahí me hice adicta a Anaïs Nin, buscaba todo lo que tuviera que ver con ella, por cierto, ella misma ha declarado (los videos yo los puse en mi blog), que ella no nació en Cuba, o sea, que el hecho de que se diga que ella nació en Cuba es una falsedad total, que ella misma niega... En los años ochenta, a mediados, regresé con los libros a La Habana, desde París, iba vestida como una mujer de los años veinte, con trapos viejos comprados en los Pulgueros, y sombreritos hasta las cejas. No puedes imaginar las cosas que me gritaban en las calles habaneras, pero yo iba orgullosa, haciéndole un homenaje silencioso a esa gran escritora, que ha sido más valorada por sus travesuras sexuales, que por la gran travesía literaria que significa su escritura”.
A los 19 años Anaïs consigue un trabajo como modelo y bailarina de flamenco y se casa en La Habana, Cuba, con el banquero Hugo Guiler, con el que se marcha a París. En 1930 publica su primer libro, un ensayo sobre D. H. Lawrence, y un año después conoce a Henry Miller, quedando ambos mutuamente admirados, iniciando una correspondencia apasionada. Ha existido cierta controversia en relación con la cubanidad de la escritora pues algunos, como ha declarado Zoé, repiten la falsedad de que nació en la isla, mientras otros, muy ortodoxos, aseguran que ser hija de cubanos, o de padres de origen cubano, nacida en Neuilly, Francia, 21 de febrero de1903, y muerta en Los Ángeles, EE. UU, 14 de enero de 1977, no bastaría para darle las credenciales de cubana, credenciales que sí le daba, por cierto, el habanero y Premio Cervantes de las Letras, Guillermo Cabrera Infante. Digamos que quizá en lo dicho por Cabrera Infante pesaba el que Anaïs Nin tenía tanto derecho a ostentar, en caso de que ese hubiese sido su deseo, su condición de cubana como pudieran hacerlo, y muchos así lo hacen, los hijos y nietos de cubanos nacidos en Miami o Nueva York. Además de que ella vivió buena parte de su infancia y adolescencia entre La Habana, Barcelona y Nueva York. Sí ello no bastará, sería bueno tener en cuenta lo que escribió Anaïs Nin, Diario VI, 1955-1966, página 385, en referencia a lo ocurrido en Cuba bajo el régimen comunista de Fidel Castro: "Algunas veces pienso en las cosas que los muertos hubieran odiado ver si todavía viviesen, y me siento agradecida por su muerte. Por el bien de mi madre, me alegro de que no viera la revolución cubana".
En París conoce a Antonin Artaud, a Moricand, a Lawrence Durrell, y a su amante Henry Miller y, sobre todo, se sumergirá en el dolor y el placer, mojaría su pluma, su psiquis y su pluma, en la fuente de los fluidos corporales de los unos y de las otras para así escribir unas páginas que resuman vida, pero por supuesto no una vida normal, una vidita de andar por casa en pantuflas, nada de eso. Ella declaró: “Me niego a vivir en el mundo ordinario como una mujer ordinaria. A establecer relaciones ordinarias. Necesito el éxtasis. Soy una neurótica, en el sentido de que vivo en mi mundo. No me adaptaré a el mundo. Me adapto a mí misma”. Por lo que quizá Nin se ubicaba, consciente o inconscientemente, en la órbita del pensamiento de los gnósticos, principalmente del Maestro Carpócrates, que allá por los primero siglos del cristianismo proclamaban que el mundo era la obra de un demiurgo cruel y chapucero, que ellos estaban en este mundo pero que no eran de este mundo, y que la mejor manera de escapar de este mundo, de la rueda ciega de la trasmigración de las almas, era mediante la entrega a todos los excesos posibles, cometer todos los pecados habidos y por haber, apurar los placeres y la experiencia toda hasta las mismas heces, de manera que el alma ahíta de satisfacción no tuviese el más mínimo deseo de regresar a la tierra; sexo como salvación, sexo o muerte. Anaïs Nin  escribió: "Cualquier forma de amor que encuentres, vívelo. Libre o no libre, casado o soltero, heterosexual u homosexual, son aspectos que varían de cada persona. Hay quienes son más expansivos, capaces de varios amores. No creo que exista una única respuesta para todo el mundo".
Respecto a los intentos de un peruano izquierdista que quiere iniciarla en el marxismo, Nin escribió: "Gonzalo tiene fe en que el marxismo arreglará el mundo. Me pidió que mecanografiara algunos sobres sobre propaganda para la España republicana. No puedo compartir con él su fe. Me parece utópica e ingenua. Ahora quiere celebrar una reunión en mi barco-vivienda, junto a Pablo Neruda y Cesar Vallejo. Han invitado a todos los hispanoamericanos. Anais, ¡Ve a alquilar sillas para todos los conspiradores! Parecen decirme. No he dejado de ser consciente del drama político que se desarrolla y no he tomado partido porque para mí la política, sea la que sea, me parece podrida hasta el fondo, basada en lo económico en lugar de basarse en lo humanitario.  Contra el odio, el poder y el fanatismo, los sistemas y los planes, yo pongo el amor y la creación, una y otra vez, a pesar de la locura del mundo". Nada de salmodia marxista, la escritora se dedica a permearse de  esta época dorada en la ciudad de París llena locura, sexo, arte y vino, buen vino como ha de ser, y la vierte en su libro Henry y June, libro que después sería llevado al cine por Philip Kaufman.


Hay que decir que aunque emigró a Estados Unidos en 1939, donde se convierte en la primera mujer que publica relatos eróticos, con su libroDelta de Venus, y que después fue reconocida al punto de que actualmente los manuscritos originales de sus diarios, que constan de 35 mil páginas, se encuentran en el Departamento de Colecciones Especiales de la UCLA, Universidad de California en Los Ángeles, lo cierto es que durante mucho tiempo fue desatendida como escritora en este país y ningún editor se interesó en la publicación de sus obras, al extremo de que se vio precisada a imprimir sus libros por su cuenta, para lo cual instala, en un estudio de la Macdougal Street, en New York, una rústica imprenta en la que edita sus textos y los de sus amigos.
Para los ya establecidos en el mundo literario norteamericano, Nin no era más que una extrajera que escribía en inglés, y por lo mismo ella nunca perdonó a Truman Capote, Tennessee Williams, Gore Vidal y Djuna Barnes el no haberla tomado en cuenta como escritora. Después, claro, cuando se publican sus diarios y tiene éxito comenzaron las cenas, las galas y la adulación de los que antes la despreciaban. Los diarios, además de documento notarial y visceral, constituyen un fresco por el cual desfilan los intelectuales y artistas más famosos de su época, desde Dalí y Gala, hasta Carpentier y Chaplin, entre otros.
           En la introducción al libro Incesto: Diario no expurgado, 1932-1934,el albacea de Anaïs Nin, Rupert Pole, asegura: “Es entonces, a los 11 años, que Anaïs comienza su diario bajo la forma de cartas a su padre” (...) “A diferencia de su madre y hermano, Anaïs se niega a juzgarlo” (...) “Se ha propuesto “descubrirlo”. La relación es en cierto modo tragicómica: el padre trata de seducir a la hija creyendo coronar así su carrera donjuanesca; pero Anaïs actúa bajo el consejo de su psiquiatra (y amante), doctor Otto Rank, que consiste en seducir a su padre y luego dejarlo como castigo por haberla abandonado de niña”.
Por otro lado, la autora de la Nada cotidiana asegura en ese sentido que: “Yo conocí a su hermano, tengo cartas suyas, una de ellas la publiqué en el blog. Joaquín Nin Culmell era de una elegancia soberbia, gran músico, como su padre. Pues él me dijo, lo que suele ocurrir en esos casos, que la historia del incesto estaba sólo en la imaginación de Anaïs, en sus novelas, pero que eso no había sido cierto, que no había ocurrido”.


Hay en Anaïs una indudable maestría para narrar no ya los actos sexuales, sino la amalgama de sus relaciones en uno u otro sentido, los sentimientos, las emociones y pulsiones que derivan de la práctica de dichas relaciones entre los individuos implicados, por lo que su pluma deviene en una especie de escalpelo que ahonda en la llaga de las relaciones humanas y, así, en Incesto, en 16 de noviembre, narra como su amante June accede a la eliminación de los celos primitivos y ofrece en ese sentido la suprema prueba al permitir el amor de Henry por Anaïs y el de Anaïs por Henry, para a continuación describir un encuentro entre ambas “... June se tendió sobre la cama sin quitarse el vestido. Empezó a besarme, mientras me decía: Eres tan pequeña, tan pequeña” (...) “quiero ser como tú” (...) “Nos besamos con pasión. Adapté mi cuerpo contra cada curva del cuerpo de June, como si me fundiera en ella. Gimió. Me abrazó y fue como si me rodeará una multitud de brazos” (...) “Perdí toda conciencia en ese lecho de carne. Nuestras piernas desnudas se entrelazaron” (...) “Yo debajo de June, ella debajo de mí...”
Entonces parecería que pocas obras literarias exploran la complejidad de la vida amorosa de una mujer con tanta exactitud, no exenta de dolor, sutileza, minuciosidad y fluir de lo inconsciente como lo hace Anaïs Nin en sus escritos. Luego habría mucho que agradecer en occidente a la monstruosidad de esta escritora, sobre todo teniendo en cuenta lo acostumbrados que habíamos estado a que, locura de locuras, la vida amorosa de las mujeres, y, más que nada, la parte sexual de la vida amorosa de las mujeres, nos fuese dada, contada, descrita nada menos que por los hombres. Una escritora que, por otro lado, fue pionera de la postmodernidad no ya por la existencia que ostentó y los temas que trató, sino también por las circunstancias de su origen y desenvolvimiento a medio camino entre París, La Habana, Barcelona, Nueva York y Los Ángeles, circunstancias más propias del cosmopolitismo y la transnacionalidad de lo que ahora hemos venido a conocer como aldea global que de las férreas demarcaciones de lo nacional-geográfico que primo en su época, esa que parió dos guerras mundiales y dos totalitarismos concentracionarios, monstruos, estos sí, hijos no de lo irracional femenino en el disfrute de los cuerpos, sino de lo racional masculino en la destrucción de los cuerpos.


jueves, 19 de diciembre de 2013

Anaïs Nin / Mallorca


Anaïs Nin
MALLORCA

Veraneaba yo en Mallorca, en Deyá, cerca de la cartuja donde se hospedaron George Sand y Chopin. A primera hora de la mañana, a lomo de asno, recorríamos el duro y difícil camino hasta el mar, montaña abajo. Nos llevaba alrededor de una hora de lento esfuerzo por senderos de tierra roja, pisando rocas y traicioneros guijarros, por entre olivos plateados, hacia las aldeas de pescadores, simples barracas apoyadas en la ladera de la montaña.
           Todos los días bajaba a la cala, donde el mar penetraba en una pequeña bahía redonda, de tal transparencia, que podía sumergirme hasta el fondo y ver bancos de coral e insólitas plantas acuáticas.
Los pescadores me contaron una extraña historia. Las mujeres mallorquinas eran muy inaccesibles, puritanas y religiosas. Cuando se bañaban, llevaban anticuados trajes de largas faldas y medias negras. La mayor parte de ellas no creía en absoluto en las virtudes del baño y lo dejaban para las desvergonzadas veraneantes extranjeras. También los pescadores condenaban los modernos bañadores y la conducta obscena de las europeas. Decían de ellas que eran nudistas, que esperaban la menor oportunidad para desvestirse por completo y echarse al sol desnudas como paganas. También miraban con desaprobación los baños de medianoche introducidos por los americanos.



Una noche, hace varios años, la hija de un pescador, de dieciocho años, caminaba a la orilla del mar, brincando de roca en roca, con su vestido blanco ceñido al cuerpo. Paseando así, soñando y contemplando los efectos de la luna sobre el mar, con el suave chapaleo de las olas a sus pies, llegó a una recoleta cala donde se dio cuenta de que alguien estaba bañándose. Sólo podía ver una cabeza que se movía y, de vez en cuando, un brazo. El bañista se encontraba muy alejado. La joven oyó entonces una voz alegre que la llamaba:
–Ven y báñate. Es maravilloso. –Estas palabras fueron pronunciadas en español, con acento extranjero. La voz la llamó–: ¡Eh, María! –Era alguien que la conocía. Debía de tratarse de una de las jóvenes americanas que se bañaban allí durante el día.
–¿Quién eres? –preguntó María.
–Soy Evelyn. ¡Ven y báñate conmigo!
Era una tentación. Podía despojarse fácilmente de su vestido blanco, y quedarse en camisa. Miró a su alrededor. No había nadie. El mar estaba en calma, manchado de luz de luna. Por primera vez, María compartió la afición de las extranjeras por el baño de medianoche. Se quitó el vestido. Tenía el cabello largo y negro, cara pálida y ojos rasgados y verdes, más verdes que el mar. Estaba bien formada, de pechos erguidos, largas piernas y cuerpo estilizado. Sabía nadar mejor que cualquier otra mujer de la isla. Se deslizó en el agua e inició sus largas y ágiles brazadas en dirección a Evelyn. Evelyn buceó, salió a flote y la agarró por las piernas. Estuvieron jugando dentro del agua. La semi obscuridad y el gorro de baño de Evelyn hacían difícil ver su cara. Las mujeres americanas tenían voces como de hombre.



Evelyn forcejeó con María y la abrazó bajo el agua. Ascendieron para respirar riendo, y nadaron indolentemente, separándose y volviéndose a reunir. La camisa de María flotaba en torno a sus hombros y estorbaba sus movimientos, hasta que se desprendió y María quedó desnuda.
Evelyn se sumergió y la tocó jugando, forcejeando con ella y buceando por debajo y por entre sus piernas. También Evelyn separó sus piernas para que su amiga pudiera bucear entre ellas y reaparecer por el otro lado. Flotando, dejó que María pasara bajo su arqueado trasero.
María advirtió que también Evelyn estaba desnuda.
De pronto, sintió que ésta la abrazaba por detrás, cubriendo todo su cuerpo con el suyo propio. El agua estaba tibia, como un lujuriante almohadón, tan salada que las llevaba, ayudándolas a flotar y a nadar sin esfuerzo.
–Eres hermosa, María –dijo la profunda voz, y Evelyn mantuvo sus brazos en torno a la muchacha.
María quiso alejarse flotando, pero la retenían la calidez del agua y el roce constante con el cuerpo de su amiga. Se relajó, aceptando el abrazo. No sintió los pechos de Evelyn, pero recordó que había visto mujeres americanas que no los tenían. El cuerpo de María languidecía y quiso cerrar los ojos.
De pronto, lo que sintió entre las piernas no era una mano, sino otra cosa, algo tan inesperado y turbador que gritó. No era Evelyn, era un hombre, el hermano menor de Evelyn, que acababa de deslizar su pene erecto entre las piernas de María. Esta chillaba, pero nadie la oyó, y su grito fue sólo una reacción que le habían enseñado a esperar de sí misma. En realidad, el abrazo le pareció tan arrullador, cálido y placentero como la misma agua. El mar, el miembro y las manos conspiraron para despertar su cuerpo. Trató de alejarse nadando, pero el muchacho nadó bajo ella, la acarició, le agarró las piernas y la atrapó de nuevo por detrás.
Forcejearon en el agua pero cada movimiento la afectaba más, hacía que notara más el otro cuerpo contra el suyo y las manos sobre ella. El agua hacía que sus senos se balancearan adelante y atrás, como nenúfares flotando. Él se los besó. Con el constante movimiento, no podía tomarla, pero su miembro tocaba una y otra vez el punto más vulnerable de su sexo, y María sentía cómo se desvanecían sus fuerzas. Nadó hacia la orilla, y él la siguió. Cayeron sobre la arena. Las olas seguían lamiéndoles mientras jadeaban, desnudos. Entonces, el hombre tomó a la mujer, y el mar llegó hasta ellos y lavó la sangre virginal.
A partir de aquella noche se encontraron a la misma hora.
La poseyó en el agua, bamboleándose y flotando. Los movimientos de sus cuerpos gozosos al compás del oleaje parecían formar parte del mar. Encontraron un repecho en una roca, y allí permanecieron juntos, acariciados por las olas y estremeciéndose en el orgasmo.
Cuando iba a la playa de noche me parecía verlos, nadando juntos, haciendo el amor.

miércoles, 18 de diciembre de 2013

Anaïs Nin / La mujer del velo

Fotografía de Vadim Stein
Anaïs Nin

LA MUJER DEL VELO

Cierta vez, George fue a un bar sueco que le agradaba, y se sentó en una mesa, dispuesto a pasar una velada de ocio. En la mesa inmediata descubrió una pareja muy elegante y distinguida, el hombre vestido con exquisita corrección y la mujer toda de negro, con un velo que cubría su espléndido rostro y sus alhajas de colores brillantes. Ambos le sonrieron. Apenas se hablaban, como si se conocieran tanto que no tuvieran necesidad de palabras.
Los tres contemplaban la actividad del bar —parejas bebiendo juntas, una mujer bebiendo sola, un hombre en busca de aventuras— y los tres parecían estar pensando en lo mismo.
Al cabo de un rato, el hombre atildado inició una conversación con George, que no desperdició la oportunidad de poder observar a la mujer a sus anchas. La encontró aún más bella de lo que le había parecido. Pero en el momento en que esperaba que ella se sumara a la conversación, dijo a su compañero unas pocas palabras, que George no pudo captar, sonrió y se marchó. George se quedó alicaído: se había esfumado el placer de aquella noche. Por añadidura sólo tenía unos pocos dólares y no podía invitar al hombre a beber con él, para descubrir, quizá, algo más acerca de la mujer. Para su sorpresa, fue el hombre quien se volvió hacia él y dijo:
—¿Le importaría tomarse una copa conmigo?
George aceptó. Su conversación pasó de sus experiencias en materia de hoteles en el sur de Francia al reconocimiento por parte de George de que andaba muy mal de fondos. La respuesta del hombre dio a entender que resultaba sumamente fácil conseguir dinero. No aclaró cómo e hizo que George confesara un poco más.
George tenía en común con muchos hombres un defecto: cuando estaba de buen humor le gustaba contar sus hazañas. Y así lo hizo, empleando un lenguaje enrevesado. Insinuó que tan pronto ponía un pie en la calle se le presentaba alguna aventura, y afirmó que nunca andaba escaso de mujeres ni de noches interesantes.
Su compañero sonreía y escuchaba.
Cuando George hubo terminado de hablar, el hombre dijo:
—Eso era lo que yo esperaba de usted desde el momento en que lo vi. Es usted el hombre que estoy buscando. Me encuentro con un problema tremendamente delicado. Algo único. Ignoro si ha tratado mucho con mujeres difíciles y neuróticas. Pero a juzgar por lo que me ha contado diría que no. Yo sí que he tenido relaciones con esa clase de mujeres. Tal vez las atraigo. En este momento me encuentro en una situación complicada y no sé cómo salir de ella. Necesito su ayuda. Dice usted que le hace falta dinero. Bien, pues yo puedo sugerirle una manera más bien agradable de conseguirlo. Escúcheme con atención: hay una mujer rica y bellísima; en realidad, perfecta. Podría ser amada con devoción por quien ella quisiera y podría casarse con quien se le antojara. Pero por cierto perverso accidente de su naturaleza, sólo gusta de lo desconocido.
—¡A todo el mundo le gusta lo desconocido! —objetó George, pensando inmediatamente en viajes, en encuentros inesperados, en situaciones nuevas.
—No, no en ese sentido. Ella siente interés sólo por hombres a los que nunca haya visto y a los que nunca vuelva a ver. Por un hombre así hace cualquier cosa.
George rabiaba por preguntar si aquella mujer era la que había estado sentada a la mesa con ellos. Pero no se atrevía. El hombre parecía más bien molesto por tener que contar aquella historia pero, al mismo tiempo, parecía sentir un extraño impulso a hacerlo.
—Debo velar por la felicidad de esa mujer —continuó—. Lo daría todo por ella. He dedicado mi vida a satisfacer sus caprichos.
—Comprendo —dijo George—. Yo sería capaz de sentir lo mismo.
—Ahora —concluyó el elegante desconocido—, si usted quiere venir conmigo, quizá pueda resolver sus dificultades financieras por una semana y, de paso, satisfacer su deseo de aventuras.
George se ruborizó de placer. Abandonaron juntos el bar. El hombre llamó un taxi y dio a George cincuenta dólares. Dijo que tenía que vendarle los ojos para que no viera la casa ni la calle a la que iban, puesto que nunca debía repetirse aquella experiencia.
George se hallaba presa de la mayor curiosidad, con visiones obsesivas de la mujer que había conocido en el bar, evocando a cada momento su espléndida boca y sus ojos brillantes tras el velo. Lo que le había gustado en particular era el cabello; le agradaba el cabello espeso que gravitaba sobre el rostro como una graciosa carga, olorosa y rica. Era una de sus pasiones.
El trayecto no fue muy largo. Se sometió de buen grado a todo el misterio. Para no llamar la atención del conductor ni del portero, la venda le fue retirada de los ojos antes de apearse del taxi, pero el desconocido había previsto astutamente que el fulgor de las luces de la entrada cegaría a George por completo. No pudo ver nada, salvo luces brillantes y espejos.
Fue conducido a uno de los interiores más suntuosos que había visto en su vida, todo blanco y con espejos, plantas exóticas, exquisito mobiliario tapizado de damasco, y una alfombra tan blanda que no se oían sus pisadas. Se le condujo por una habitación tras otra, todas de tonos distintos, con espejos, de tal modo que perdió por completo el sentido de la perspectiva. Por fin llegaron al último cuarto, George enmudeció por la sorpresa.
Estaba en un dormitorio con una cama con dosel, puesta sobre un estrado. Había pieles por el suelo, vaporosas y blancas cortinas en las ventanas, y espejos, más espejos. Le satisfacía poder producir tantas repeticiones de sí mismo, infinitas reproducciones de un hombre apuesto a quien el misterio de la situación había conferido un fulgor de expectación y viveza que nunca había conocido. ¿Qué significaba aquello? No tuvo tiempo de preguntárselo.
La mujer del bar entró en la habitación, y nada más aparecer, el hombre que había conducido a George a aquel lugar se desvaneció.
Se había cambiado de vestido. Llevaba una llamativa túnica de raso que dejaba al descubierto sus hombros y quedaba sostenida por un volante fruncido. George experimentó el deseo de que, a un gesto suyo, el vestido cayera, se deslizara como una reluciente vaina y dejara aparecer su piel brillante, luminosa y tan suave al tacto como el raso.
Tuvo que contenerse. Aún no podía creer que aquella hermosa mujer estuviera ofreciéndose a él, un completo extraño.
Llegó a sentirse tímido. ¿Qué esperaba de él? ¿Cuál era su propósito? ¿Acaso tenía un deseo insatisfecho?
Disponía de una sola noche para ofrecerle todos sus dones de amante. Nunca volvería a verla. ¿Daría tal vez con el secreto de su naturaleza y la poseería en más de una ocasión? Se preguntaba cuántos habrían ido a aquella habitación.
Era extraordinariamente hermosa, con algo de raso y terciopelo en su persona. Sus ojos eran obscuros y húmedos, su boca refulgía, su piel reflejaba la luz. Su cuerpo, perfectamente proporcionado, combinaba las líneas incisivas de una mujer delgada y una provocativa madurez.
Tenía cintura estrecha, lo que realzaba la prominencia de sus senos. Su espalda era la de una bailarina, y cada ondulación ponía de manifiesto la opulencia de sus caderas. Sonreía. Su boca, entreabierta, era delicada y plena. George se le acercó y apoyó sus labios en aquellos hombros desnudos. Nada podía ser más suave que su piel. ¡Qué tentación de tirar del frágil vestido desde esos hombros y dejar al descubierto los pechos, tensos bajo el raso! ¡Qué tentación de desnudarla inmediatamente!
Pero George sintió que aquella mujer no podía ser tratada de manera tan sumaria, que requería sutileza y habilidad. Nunca había meditado tanto cada uno de sus gestos, nunca les había conferido tanto sentido artístico. Parecía decidido a un largo asedio, y como ella no daba señales de urgencia, se demoró sobre los hombros desnudos, inhalando el tenue y maravilloso olor que desprendía aquel cuerpo.
Hubiera podido tomarla allí y en aquel momento, tan poderoso era el encanto que exhalaba, pero primero quería que ella hiciera una señal, que se mostrara activa, y no blanda y flexible como la cera bajo sus dedos.
La mujer parecía sorprendentemente fría y dócil, como si no sintiera nada. No había un solo estremecimiento en su piel; su boca se había abierto, dispuesta a besar, pero no respondía.
Permanecieron de pie junto a la cama, sin hablar. George recorrió con sus manos las satinadas curvas de aquel cuerpo, como para familiarizarse con él. Ella se mantuvo inmóvil. A medida que la besaba y la acariciaba, George se dejó caer lentamente de rodillas. Sus dedos advirtieron la desnudez bajo el vestido. La condujo a la cama; ella se sentó. George le quitó las zapatillas y le sostuvo los pies entre sus manos.
Le sonrió, cariñosa e invitadora. El le besó los pies, y sus manos se introdujeron bajo los pliegues del largo vestido y remontaron las suaves piernas hasta los muslos.
Abandonó sus pies a las manos de George, que ahora los mantenía apretados contra su pecho, mientras sus manos acariciaban las piernas. Si la piel era fina en ellas, ¿qué no sería cerca del sexo, donde siempre es más suave? Pero ella tenía los muslos apretados, y George no pudo continuar su exploración. Se puso en pie y se inclinó para besarla. Ella se recostó y, al echarse hacia atrás, sus piernas se abrieron ligeramente.
George le paseó las manos por todo el cuerpo, como para inflamar hasta el último rincón con su contacto, acariciándola de nuevo desde los hombros hasta los pies antes de intentar deslizar la mano entre sus piernas, que se abrieron un poco más, hasta permitirle llegar muy cerca del sexo.
Los besos de George revolvieron el cabello de la mujer; su vestido había resbalado de los hombros y descubría en parte los senos. Se lo acabó de bajar con la boca, revelando los pechos que esperaba: tentadores, turgentes y de la mas fina piel, con pezones rosados como los de una adolescente.
Su complacencia le incitó casi a hacerle daño para excitarla de alguna forma. Las caricias le afectaban a él, pero no a ella. El dedo de George halló un sexo frío y suave, obediente, pero sin vibraciones.
George empezó a creer que el misterio de aquella mujer radicaba en su incapacidad para ser excitada. Pero no era posible. Su cuerpo prometía tanta sensualidad; la piel era tan sensible, tan plena su boca. Era imposible que no pudiera gozar. Ahora la acariciaba sin pausa, como en sueños, como si no tuviera prisa, aguardando a que la llama prendiera en ella.
Los espejos que los rodeaban repetían la imagen de la mujer yacente, con el vestido caído de sus pechos, sus hermosos pies descalzos colgando de la cama y sus piernas ligeramente separadas bajo la ropa.
Tenía que arrancarle el vestido del todo, acostarse en la cama con ella y sentir su cuerpo entero contra el suyo. Empezó a tirar del vestido y ella le ayudó. Su cuerpo emergió como el de Venus surgiendo del mar. La levantó para que pudiera tenderse por completo en el lecho y no dejó de besar todos los rincones de su piel.
Entonces sucedió algo extraño. Cuando se inclinó para regalar sus ojos con la belleza de aquel sexo y su color sonrosado, ella se estremeció, y George casi gritó de alegría.
—Quítate la ropa —murmuró ella.
Se desvistió. Desnudo, sabía cuál era su poder. Se sentía mejor desnudo que vestido, pues había sido atleta, nadador, excursionista y escalador. Supo que podía gustarle.
Ella le miró.
¿Se sentía complacida? Cuando se inclinó sobre ella, ¿se mostró más receptiva? No podía afirmarlo. Ahora la deseaba tanto que no podía aguardar más, quería tocarla con el extremo de su sexo, pero ella le detuvo. Antes quería besar y acariciar aquel miembro. Se entregó a la tarea con tal entusiasmo, que George se encontró con sus nalgas junto a la cara y en condiciones de besarla y acariciarla a placer.
George fue presa del deseo de explorar y tocar todos los rincones de aquel cuerpo. Separó la abertura del sexo con dos dedos y regaló sus ojos con el fulgor de la piel, el delicado fluir de la miel y el vello rizándose en torno a sus dedos. Su boca se tornó cada vez más ávida, como si se hubiera convertido en un órgano sexual autónomo capaz de gozar tanto de la mujer que si hubiera continuado lamiendo su carne hubiera alcanzado un placer absolutamente desconocido. Cuando la mordió, experimentando una sensación deliciosa, notó de nuevo que a ella la recorría un estremecimiento de placer. La apartó de su miembro a la fuerza por miedo a que pudiera obtener todo el placer limitándose a besarlo y a quedarse sin penetrarla. Era como si el gusto de la carne los volviera a ambos hambrientos. Y ahora sus bocas se mezclaban, buscándose las inquietas lenguas.
La sangre de la mujer ardía. Por fin, la lentitud de George parecía haber conseguido algo. Sus ojos brillaban intensamente y su boca no podía abandonar el cuerpo de su compañero. Entonces la tomó, pues se le ofrecía abriéndose la vulva con sus adorables dedos, como si ya no pudiera esperar más. Aun entonces suspendieron su placer, y ella sintió a George con absoluta calma.
Pero al momento señaló el espejo y dijo riendo:
—Mira, parece como si no estuviéramos haciendo el amor; como si yo estuviera sentada en tus rodillas, y tú, bribón, has estado todo el tiempo dentro de mí, e incluso te estremeces. ¡Ah, no puedo soportar más esta ficción de que no tengo nada dentro! Me está ardiendo. ¡Muévete ya, muévete!
Se arrojó sobre él, de modo que pudiera girar en torno al miembro erecto, y de esta danza erótica obtuvo un placer que la hizo gritar. Al mismo tiempo, un relámpago de éxtasis estallaba en el cuerpo de George.
Pese a la intensidad de su amor, cuando George se marchó ella no le preguntó su nombre ni le pidió que volviera. Le dio un ligero beso en sus labios, casi doloridos, y le despidió. Durante meses, el recuerdo de aquella noche le obsesionó y no pudo repetir la experiencia con ninguna otra mujer.
Un día se encontró con un amigo que acababa de cobrar unos artículos y lo invitó a beber. Contó a George la increíble historia de una escena de la que había sido testigo. Estaba gastándose pródigamente el dinero en un bar, cuando un hombre muy distinguido se le acercó y le sugirió un agradable pasatiempo: observar una magnífica escena de amor, y como el amigo de George era un voyeur redomado, aceptó la sugerencia inmediatamente. Fue conducido a una misteriosa casa, a un apartamento suntuoso, y recluido en una habitación obscura desde donde pudo contemplar cómo una ninfómana hacía el amor con un hombre especialmente dotado y potente.
A George le dio un vuelco el corazón.
—Descríbeme a esa mujer —pidió.
El amigo describió a la mujer con la que George había hecho el amor, incluido el vestido de raso. Describió también la cama con dosel, los espejos: todo. El amigo de George había pagado cien dólares por el espectáculo, pero había valido la pena y había durado horas.