martes, 11 de septiembre de 2018

Eduardo Cote Lamus / An der gewesenheit


Eduardo Cote Lamus
AN DER GEWESENHEIT

“Así era”. “Aquí fue”. “Allí estaba”.
“Si caminamos a la izquierda . . .”
“. . . más allá . . .” Y la noche en Berlín estaba alerta
en sus ojos. De su largo pelo rubio,
puro, caía nuevo el pasado.
Nada había sino el tremendo muñón
de las ruinas. Pero ahí,
a través del presente bajaban a su boca
viejas palabras. “En aquella ventana que no existe
la luz daba como si fuese a un lago”.

El Spree comienza lento, casi sin moverse
arroja a sus orillas una ciudad;
un hombre llegó, lanzó el arpón
y a su lado, junto al montón e pescado
vino el comercio. Después se hizo el puente
y tuvo el río sombra distinta a la del bosque.

En el pasado hay un futuro muerto;
de ahí que para esto haya otro nombre:
el sueño. Y se comienza por volver la vista,
como si comiendo el pan
siguiéramos el curso de la harina.

“Aquí esto era distinto”. Y yo sabía
por el calor de su mano que aquello había sido
distinto. “No lo conocí”. Y yo sabía
que ella misma era más que sus palabras.
El asfalto ahuecado. El triste silencio
de sus palabras, sólo comparable al tambor
de las estrellas en la noche.

En el Ostberlin hay una casa
sin cara en la Eberwälderstrasse.
La metralla deshizo sus facciones,
pero amorosamente sobre la
tragedia, los materos florecen
con flores migratorias que las manos
de cuidadosas mujeres cultivan.
Es acaso no más que la remota
esperanza, el rumor de los colores
o el candor entregado de antiguos amantes guerreros
poseyéndose bajo las bombas.

“Es el tiempo”, dijo, y su voz era como
una fotografía vieja, como
la sombra de ella misma en la infancia.
“Si lanzas una piedra hubiese dado
exactamente en la ventana . . .”
Allí pasó una vez otoño de largo.

Pero el tiempo en Berlín cae igual
que una piedra sin esperanza
en la soledad. En sus manos la caricia
era como leño para un náufrago
y el amor que por su piel corría
cayó conmigo al lecho desatando
las perdidas visiones, los recuerdos que no tuvo,
el pavor buscando compañía.




domingo, 9 de septiembre de 2018

Erica Jong / Envidia



 Erica Jong
ENVIDIA

Envidio a los hombres que pueden anhelar
con infinita vaciedad
el cuerpo de una mujer,
que esperan que su anhelo
haga un niño,
que su oquedad misma
fertilice lo oscuro.
Las mujeres no se hacen ilusiones sobre esto,
ya que son a la vez
casas y túneles,
copas y las que escancian el vino,
ya que conocen el vacío como estado temporal
entre dos plenitudes,
y no ven en ello ningún romance.
Si yo fuera hombre,
condenado a esa infinita vaciedad,
y no teniendo alternativa,
encontraría, como los otros, sin duda,
una mujer
para bautizarla Vientre de Luna,
Madona, Diosa del Cabello de Oro
y hacerla tienda de mi deseo,
paracaídas de seda de mi lujuria,
icono ojiazul de mi sagrada comezón sexual,
madre de mi hambre.
Pero ya que soy mujer,
debo no sólo inspirar el poema
sino también escribirlo a máquina,
no sólo concebir al niño
sino también darlo a luz,
no sólo dar a luz al niño
sino también bañarlo,
no sólo bañar al niño
sino también alimentarlo,
no sólo alimentar al niño
sino también llevarlo
a todas partes, a todas partes…
mientras que los hombres escriben poemas
sobre los misterios de la maternidad.
Envidio a los hombres que pueden anhelar
con infinita vaciedad. 





miércoles, 5 de septiembre de 2018

Eduardo Cote Lamus / Poema imposible

Fotografía de Waclaw Wanctuch
Eduardo Cote Lamus
POEMA IMPOSIBLE

Deja por última vez que mi tacto te sepa
porque quiero aprenderme tu cara de memoria,
porque quiero iniciar un poema diciendo:
“En Segovia, una noche de torres, mi alma no pudo,
no le fue posible . . .”

Déjame, sí, déjame.
Déjame aunque sea fatigar tus huellas
por esta almohada con aroma de rostro
porque quiero hacer un pájaro con tu piel
para despertar mi corazón muerto.

Yo te amé de frente, por entero
y me miraba largamente en tus manos
buscando dar olvido a mi antigua sed de orilla.

Por ahí para esta tristeza con cara de rosa
como si el color llevara mi dolor descalzo.
A veces me viene tu silencio de campanas
que debajo de tu piel silban siempre, siempre…

Te acercaste a mi vida como un vegetal solo
alargando tus ojos hasta la plenitud del árbol.
Mi vida era sencilla, humilde,
tiernamente arcilla para un tacto.

Ahora no soy sino un manantial ciego
que huye de la sombra en tu mirada.
Es cierto que todo me fue inútil, doloroso;
fue una lástima que tú no me quisieras:
ha sido el mayor qué lástima del mundo.

Pero ven, acércate y muérete un poco en mis palabras.
A pesar de todo eres mi amor, mi tú, mi nunca.

Y ya no puedo con este hueco sin destino
que me pesa por dentro como Dios en la yerba.
Porque tampoco puedo con este sabor de ti en los labios.

Sí: en Segovia murió la savia de repente.
Y yo no pude,
no me fue posible.




lunes, 3 de septiembre de 2018

Sam Shepard / Nina Simone

 

Sam Shepard 

NINA SIMONE



Yo solía llevarle cubitos a Nina Simone. Ella me trataba siempre de forma encantadora. Me llamaba “guapo”. Le llevaba toda una enorme bandeja de plástico gris llena de hielo para enfriar su Scotch.

Ella se arrancaba su peluca rubia y la arrojaba al suelo. Debajo, su verdadero pelo era corto, como una oveja negra recién trasquilada. Se quitaba las pestañas y las pegaba al espejo. Sus párpados eran gruesos y los llevaba pintados de azul. Siempre me hacían pensar en una de aquellas Reinas Egipcias que salían en el National Geographic. Tenía la piel brillante de tan húmeda. Se enroscaba una toalla azul al cuello y luego se inclinaba hacia adelante y apoyaba los codos en las rodillas. El sudor le resbalaba por la cara hasta caer y salpicar el suelo rojo de cemento, entre sus pies.

Solía terminar su actuación con “Jenny pirata”, la canción de Bertold Brecht. Siempre cantaba esa canción con una grave voz penetrante y vengativa, como si ella misma hubiera escrito la letra. Su actuación apuntaba directamente a la garganta de su público de blancos. Luego apuntaba al corazón. Luego apuntaba a la cabeza. En aquellos tiempos estos disparos eran un balazo mortal.

La canción de su repertorio que me dejaba verdaderamente paralizado era “You’d Be So Nice to Come Home To”. Siempre me dejaba helado. A veces la oía mientras estaba en la sala, recogiendo vasos de Whiskey Sour, y ella iniciaba aquel tremendo terremoto pianísimo, con su voz fantasmal serpenteando hasta elevarse por encima de los acordes que se amontonaban poco a poco. Mis ojos subían directamente al escenario y mis manos seguían trabajando.

Un día tiré una vela mientras ella estaba cantando esta canción. La cera ardiente se derramó en un traje de ejecutivo. El director me llamó a su oficina. El ejecutivo estaba también allí, con sus pantalones manchados con un reguero de cera endurecida. Parecía que acababa de correrse. Esa noche me despidieron.

Afuera, en la calle, todavía me llegaba su voz desde el otro lado de las paredes de cemento: “You’d be Paradise to come home to”."



28/9/80
San Francisco, Ca




descontexto

sábado, 1 de septiembre de 2018

Clarice Lispector / El primer beso



Clarice Lispector
EL PRIMER BESO

Más que conversar, aquellos dos susurraban: hacía poco que el romance había empezado y andaban tontos, era el amor. Amor con lo que trae aparejado: celos.
–Está bien, te creo que soy tu primera novia, me pone contenta. Pero dime la verdad: ¿nunca antes habías besado a una mujer?
–Sí, ya había besado a una mujer.
–¿Quién era? –preguntó ella dolorida.
Toscamente él intentó contárselo, pero no sabía cómo.
El autobús de excursión subía lentamente por la sierra. Él, uno de los muchachos en medio de la muchachada bulliciosa, dejaba que la brisa fresca le diese en la cara y se le hundiera en el pelo con dedos largos, finos y sin peso como los de una madre. Qué bueno era quedarse a veces quieto, sin pensar casi, solo sintiendo. Concentrarse en sentir era difícil en medio de la barahúnda de los compañeros.
Y hasta la sed había empezado: jugar con el grupo, hablar a voz en cuello, más fuerte que el ruido del motor, reír, gritar, pensar, sentir…
¡Caray! Cómo se secaba la garganta.
Y ni sombra del agua. La cuestión era juntar saliva, y eso fue lo que hizo. Después de juntarla en la boca ardiente la tragaba despacio, y luego una vez más, y otra. Era tibia, sin embargo, la saliva, y no quitaba la sed. Una sed enorme, más grande que él mismo, que ahora le invadía todo el cuerpo.
La brisa fina, antes tan buena, al sol del mediodía se había tornado ahora árida y caliente, y al entrarle por la nariz le secaba todavía más la poca saliva que había juntado pacientemente.
¿Y si tapase la nariz y respirase un poco menos de aquel viento del desierto? Probó un momento, pero se ahogaba en seguida. La cuestión era esperar, esperar. Tal vez minutos apenas, tal vez horas, mientras que la sed que tenía era de años.
No sabía cómo ni por qué, pero ahora se sentía más cerca del agua, la presentía más próxima y los ojos se le iban más allá de la ventana recorriendo la carretera, penetrando entre los arbustos, explorando, olfateando.
El instinto animal que lo habitaba no se había equivocado: tras una inesperada curva de la carretera, entre arbustos, estaba… la fuente de donde brotaba un hilillo del agua soñada.
El autobús se detuvo, todos tenían sed, pero él consiguió llegar primero a la fuente de piedra, antes que nadie.
Cerrando los ojos entreabrió los labios y ferozmente los acercó al orificio de donde chorreaba el agua. El primer sorbo fresco bajó, deslizándose por el pecho hasta el estómago.
Era la vida que volvía, y con ella se encharcó todo el interior arenoso hasta saciarse. Ahora podía abrir los ojos.
Los abrió, y muy cerca de su cara vio dos ojos de estatua que lo miraban fijamente, y vio que era la estatua de una mujer, y que era de la boca de la mujer de donde salía el agua.
Se acordó de que al primer sorbo había sentido realmente un contacto gélido en los labios, más frío que el agua.
Y entonces supo que había acercado la boca a la boca de la mujer de la estatua de piedra. La vida había chorreado de aquella boca, de una boca hacia otra.
Intuitivamente, confuso en su inocencia, se sintió intrigado: pero si no es de la mujer de quien sale el líquido vivificante, el líquido germinador de la vida… Miró la estatua desnuda.
La había besado.
Lo invadió un temblor que desde fuera no se veía y que, empezando muy adentro, se apoderó de todo el cuerpo y convirtió el rostro en brasa viva.
Dio un paso hacia atrás o hacia delante, ya no sabía qué estaba haciendo. Perturbado, atónito, se dio cuenta de que una parte de su cuerpo, antes siempre serena, estaba ahora en una tensión agresiva, y eso no le había ocurrido nunca.
Dulcemente agresivo, se hallaba de pie, solo en medio de los demás con el corazón latiendo pausada, profundamente, sintiendo cómo se transformaba el mundo. La vida era totalmente nueva, era otra, descubierta en un sobresalto. Estaba perplejo, en un equilibrio frágil.
Hasta que, surgiendo de lo más hondo del ser, de una fuente oculta en él chorreó la verdad. Que en seguida lo llenó de miedo y también de un orgullo que no había sentido nunca.
Se había…
Se había hecho hombre.


lunes, 30 de octubre de 2017

Juan Carlos Onetti / Los besos




Juan Carlos Onetti
LOS BESOS

Los había conocido y extrañado de su madre. Besaba en las dos mejillas o en la mano a toda mujer indiferente que le presentaran, había respetado el rito prostibulario que prohibía unir las bocas; novias, mujeres le habían besado con lenguas en la garganta y se habían detenido sabias y escrupulosas para besarle el miembro. Saliva, calor y deslices, como debe ser.
Después la sorpresiva entrada de la mujer, desconocida, atravesando la herradura de dolientes, esposa e hijos, amigos llorones suspirantes.
Se acercó, impávida, la muy puta, la muy atrevida, para besarle la frialdad de la frente, por encima del borde del ataúd, dejando entre la horizontalidad de las tres arrugas, una pequeña mancha carmín.


domingo, 17 de julio de 2016

El día que Pancho Villa invadió Estados Unidos

Pancho Villa

El día en que 

Doroteo Arango Arámbula 

invadió Estados Unidos

Hace un siglo, Pancho Villa sorprendió al mundo al atacar la localidad de Columbus. Una exposición en México revisa el insólito episodio

Jan Martínez Ahrens

México

Esa noche, Doroteo Arango Arámbula pudo haber elegido ser cualquiera de las personas que fue en su vida. El bandolero de cananas cruzadas, el general en retirada, el mujeriego impenitente, el albañil honrado e incluso el adolescente que se perdió en la oscuridad después de haber baleado al violador de su hermana. Pero en esa madrugada del 9 de marzo de 1916, bajo un cielo de frontera, decidió ser simplemente Pancho Villa e invadir los Estados Unidos de América.


A las 4.45, al mando de unos 500 hombres, atacó el pequeño pueblo de Columbus y el fuerte militar Furlong, en Nuevo México. La incursión, la única sufrida hasta aquel momento por Estados Unidos desde la guerra anglo-americana de 1812, abrió un capítulo histórico tan extraño como legendario en la relación entre ambos países. Para muchos fue un ataque sanguinario y brutal, obra del huracán de la venganza. Otros lo han ensalzado como un gesto de un heroísmo ciego y desbordado. También hay quien lo explica como el resultado de un cálculo frío. Posiblemente lo fue todo, porque algo de todo eso, vengativo, heroico y calculador, fue Pancho Villa.


Esa idea, al menos, es la que queda tras visitar la exposición temporal De vuelta a Columbus. La muestra, organizada por el Instituto Nacional de Antropología e Historia con motivo del centenario de la incursión, se exhibe en un bellísimo y poco conocido rincón de la Ciudad de México: el antiguo Convento de Nuestra Señora de los Ángeles de Churubusco. Sus luminosos jardines y muros, de más de 400 años, acogen el Museo Nacional de las Intervenciones, dedicado exclusivamente a historiar las incursiones extranjeras en México.

En el caso de Columbus, el asalto no quedó sin respuesta. Mancillado el orgullo patrio, el presidente Woodrow Wilson puso en pie una expedición punitiva, con tanques y aviones, que llegó a tener 10.000 soldados. La encabezaba el general John J. Pershing, curtido en Cuba contra el ejército español y quien posteriormente comandaría las tropas estadounidenses en la Primera Guerra Mundial. El 15 de marzo de 1916, con la orden de capturar y ajusticiar a Villa, aquel ejército irrumpió en territorio mexicano. En sus filas iban dos jóvenes e implacables oficiales llamados Dwight D. Eisenhower y George Patton. Durante 11 meses vivirían una de las aventuras más singulares de sus existencias.


Villa no era un desconocido para los estadounidenses. Hombre de inteligencia natural, siempre fue consciente del poder de la imagen y él mismo, como después haría El Che Guevara, se encargó de cimentar su mito. En sus andanzas se rodeó de intelectuales y periodistas, como John Reed, y hasta rodó con Hollywood una película sobre su propia vida. Filmada con Raoul Walsh, la obra se estrenó en 1914 con éxito en Estados Unidos. Una fama que dos años después se volvió en su contra. “Villa fluctuaba entre dos extremos. Era una fuerza destructiva de la naturaleza y, por momentos, un ser sensible a las causas sociales. Para mí, Villa fue un justiciero. Pero un justiciero sangriento”, señala el historiador Enrique Krauze.




 
Miembros de la sexta infantería americana, atrincherados en 1916.


Los motivos que llevaron a Villa hasta Columbus forman parte de una intrincada discusión histórica que la exposición, con apoyo de documentos y fotografías, trata de apartar de las brumas épicas. En los días del ataque, el antiguo bandolero atravesaba uno de sus peores momentos. Años antes, en el torbellino inicial de la revolución, su lealtad a Francisco I. Madero y su genio militar le habían elevado al generalato. Admirado por su valor, en el cénit de su gloria había entrado a caballo junto con Emiliano Zapata en la misma Ciudad de México. Pero caído el Gobierno del tenebroso general Victoriano Huerta, los revolucionarios se disgregaron y la tormenta arreció.


Enfrentados al presidente Venustiano Carranza, los ejércitos de Villa fueron derrotados entre abril y junio de 1915 en El Bajío por el general Álvaro Obregón. Golpe a golpe, El centauro del norte fue retrocediendo hasta refugiarse en la agreste sierra de Chihuahua, al norte del país. Allí, diezmado y fugitivo, disolvió su legendaria División del Norte y la reorganizó en partidas guerrilleras. Fue durante aquel gélido invierno, cuando fraguó su ataque a Columbus. Frente a quienes han considerado la incursión una furibunda respuesta al respaldo de Estados Unidos a Carranza, la exposición fija como tesis un elaborado cálculo político del caudillo norteño.


El afiche con el que EE UU ofrecía recompensa por Villa.
El ataque buscaba que Washington respondiese precisamente como hizo: entrando en territorio mexicano. Una operación de alcance limitado que permitiría a Villa avivar el sentimiento nacionalista a su favor y situar a Carranza ante el erosionante dilema de permitir una impopular invasión extranjera o enfrentarse al poderoso gigante del norte. Junto a este ánimo provocador, la incursión también tenía como finalidad nutrirse de armamento y, de paso, vengarse del comerciante Samuel Ravel que, con apoyo de la inteligencia estadounidense, había vendido munición inútil a Villa.


“Desde el punto de vista militar, el ataque no puede considerarse un éxito. El pueblo de casas de madera quedó devastado por el fuego, pero su guarnición, el fuerte Furlong, apenas sufrió daños. Los espías se equivocaron y los villistas asaltaron las caballerizas”, afirma el comisario de la exposición, el profesor Pavel Navarro. Aunque hay dudas sobre las bajas villistas, Navarro calcula unas 70, frente a 27 en el bando estadounidense. Tampoco se logró una requisa importante de armas y animales. Pero su éxito en el terreno simbólico y político fue arrollador.


La incursión jugó desde el primer día contra Carranza y, a la larga, contra Washington. Los soldados de Black Jack Pershing ahorcaron a villistas, hicieron prisioneros, pero una y otra vez fueron burlados por el general rebelde. Su presencia, a medida que pasó el tiempo, se volvió más y más impopular hasta que estalló la chispa que les hizo descubrir el polvorín sobre el que se habían sentado. Fue en Parral (Chihuahua). El mayor Frank Tompkins, desoyendo a los oficiales carrancistas, condujo su columna hasta el centro de la ciudad. Al principio no hubo resistencia, pero una joven profesora, Elisa Griensen Zambrano, decidió plantar cara y, acompañada de un grupo de estudiantes de primaria, se enfrentó con un valor rayano en la locura a las tropas gringas y las conminó a marcharse. Su acción prendió el pueblo. Armados de palos, piedras y algún que otro rifle, la súbita revuelta popular puso en fuga a los estadounidenses.


La profesora Elisa Griensen Zambrano.
El episodio, del que existen tantas versiones como leyendas, hizo vibrar la campana del orgullo mexicano y enfrentó a Washington y al presidente Carranza a sus demonios. La relación entre ambos, con una posible revuelta social de por medio, se tornó insostenible. Carranza empezó a presionar a Wilson para lograr la retirada. En este escenario se sumaron dos factores explosivos. Estados Unidos descubrió que Alemania, en plena Guerra Mundial, trataba de ganarse a México como aliado. Y Villa, a quien muchos habían dado por muerto, reapareció cabalgando a lomos de la leyenda después de permanecer tres meses oculto en una cueva de la Sierra Madre. La expedición punitiva hacía aguas. Un sangriento enfrentamiento en Carrizal, esta vez con militares oficialistas mexicanos, la puso la picota. El 5 de febrero de 1917, el mismo día en que se promulgaba la Constitución mexicana, las tropas estadounidenses salieron del país.


Ese fue el final del ataque a Columbus. El general mexicano aún viviría aventuras memorables antes de caer emboscado el 20 de julio de 1923 en Parral, la misma ciudad que había expulsado a las fuerzas de Pershing. Al morir, Pancho Villa, nacido Doroteo Arango Arámbula, tenía 45 años. 12 balazos y un tiro de gracia le abrieron la tumba.

EL PAÍS