Cuentos


Harold Kremer
CUENTOS CORTOS

Binoculares
Desde que doña Mélida se declaró a sí misma impedida, los binoculares cumplieron en su vida una función de complemento, de agregarle algo a su pobre existencia de mujer anclada en el balcón de la casa.
Desde allí vio a su yerno andar en amores con la Claudia del consultorio odontológico, y así se lo hizo saber a su hija.
Desde allí vio el asalto al Banco Ganadero cometido por cuatro hombres, luego detenidos por la policía.
Y vio a don Martín en la sala de masajes Dulce piel con la sinvergüenza de la Lola, cosa que le costó el matrimonio.
Y también avisó a la policía cuando varios forasteros en el pueblo se movían por la plaza en actitud sospechosa y al ser detenidos se descubrió que eran los que extorsionaban al comerciante don Tito.
Era tan popular doña Mélida que muchos la saludaban, desde la distancia, levantando la mano o sonriendo para que ella los viera.
Entonces el alcalde y la policía decidieron exaltarla como Ciudadana Ejemplar, y cuando llegaron a su casa para entregarle el pergamino, doña Mélida recién bañada y arreglada con su mejor vestido para la ceremonia oficial, vio la bala que se introdujo por los binoculares, atravesó su ojo derecho, salió por la parte de atrás de la cabeza y se incrustó en la pared de bahareque recién pintada para la ocasión.

Cambie su vida
Entra a la casa, prende la luz e inmediatamente aplausos sonoros retumban en la sala. Esa no es su sala, no son sus muebles y hay gente extraña, pero el animador le dice, No está equivocado, esta es su casa querido amigo y está participando en el exitoso programa Cambie su vida, y... ¡sigue el concurso! El coordinador prende la luz de Aplausos y suenan los aplausos. Hay un corte para comerciales y aparecen tres maquilladores y el coordinador que lo lleva a un sillón y le pregunta, Conoce las reglas del concurso, y sin esperar la respuesta se marcha, y las maquilladoras le echan polvos en la cara, le arreglan la camisa, la corbata, le echan un líquido con aerosol en el pelo, lo peinan, le dicen cómo sentarse mientras se oye la voz del coordinador diciendo, Silencio, 5, 4, 3..., y prende la luz de Aplausos, y aplausos, y la cámara en un plano medio muestra al animador hablando, señalando los premios y anunciando nuevas sorpresas. ¡Y entran las mujeres!, grita señalando con la mano, y aparecen tres mujeres con vestidos ceñidos de colores amarillo, azul y rojo, y se prende el anuncio de Aplausos, y suenan los aplausos, y el animador dice con voz grave y bien vocalizada, Primera pregunta, cambiaría a su mujer por una nueva, tiene treinta segundos para responder. El hombre las observa, mira al presentador, al técnico de cámaras, al público que empieza a gritar, sí, sí, sí, y dice, Sí, y aplausos sin necesidad esta vez de prender el anuncio. Muy bien, dice el presentador, recuerde que si coinciden en dos respuestas son ganadores del premio mayor. Y vamos a la segunda, Cuál mujer escogería usted, y el público susurra, pero el presentador y el coordinador piden silencio y el hombre cierra los ojos y grita emocionado, Amarillo, y la mujer da un paso adelante y el anuncio de Aplausos se prende, y resuenan los aplausos. Tiene buen gusto, picarón, dice el presentador haciendo girar a la mujer para que la cámara la registre, Medidas perfectas, dice mientras suena la música del programa y se anuncian comerciales. El coordinador dice, Dos minutos, y entran las maquilladoras a secarle el sudor, echarle más polvos y peinarlo con un cepillo que le aplasta el rebelde mechón que tiende a caerle sobre la frente. Suena la música otra vez y el animador dice, Tercera pregunta, viviría con la señorita del vestido amarillo. El público calla, todos lo miran, la mujer sonríe, el hombre se rasca el mentón, mira al público, se agarra de los brazos del sillón y dice, Sí, y aplausos que se confunden con la música del programa. Muy bien, dice el presentador, miremos por vía satelital las respuestas de Myriam, su esposa. Se prende el monitor gigante y aparece la mujer en otro estudio. Al fondo se observa a tres caballeros vestidos de amarillo, azul y rojo. El otro animador repite las preguntas y, La primera respuesta es... No. No se preocupe, dice el presentador de este lado, todavía quedan dos respuestas, La segunda es... No, dice el presentador desde el monitor. El público de este lado protesta y el presentador recuerda que hay premios de consolación, y la tercera respuesta es... No. Es una lástima, dice el presentador, pero aquí tenemos una bella canasta con productos de nuestro patrocinador. Se prende el anuncio de Aplausos, y suenan los aplausos mientras el hombre sonríe al lado del presentador, quién anuncia premios acumulados para el próximo programa. Se apagan las luces, el público sale y los obreros desmontan el estudio.
El hombre se sienta agotado y deja a un lado la canasta. Tocan a la puerta, abre y Myriam lo saluda, sonriendo. Entra con otra canasta similar, observa la de su esposo y exclama, Son dos, las lleva hasta la mesa del comedor, les quita el papelillo y empieza a acomodar en el ceibó los enlatados, cremas, champúes, frutas y dos paquetes de pañales desechables.

La casa
—Otra vez aquí —dijo la abuela—. Ven.
Cada vez que soñaba la abuela me llevaba por la casa, señalaba las puertas de los cuartos y decía:
—Aquí vive tu bisabuelo, aquí tu hermano José, aquí Salvico, aquí... Y así, en cada sueño, la casa crecía con los cuartos de mis antepasados.
Alguna vez pregunté por uno de los nombres y la abuela me dijo:
—Es el bisabuelo de tu abuelo.
Esta noche recorrimos la casa entera, repasamos los nombres y llegamos a un cuarto nuevo. Miré a la abuela. Me dijo:
—Este es tu cuarto.


El combate
Fue en la guerra de los Mil Días. Raúl Sánchez, con una bala en el estómago, caminó durante tres días y tres noches. Se arrastró por montes y selvas hasta llegar a Buga. Entró a su casa, besó a su madre, a sus hermanas y se desmayó. A los dos días despertó. Vio a sus compañeros de guerra y preguntó por su madre y sus hermanas. Nadie le respondió. Preguntó por qué estaba allí en el campo de batalla. Le respondieron la verdad: iba a morir. Le dieron un calmante y volvió a dormir. Al despertar se encontró en su casa. Preguntó por sus compañeros. “Cuando ibas a partir a la guerra caíste enfermo”, le dijo su madre. Raúl cerró los ojos y murió.

Conejitos
¿Y no era normal que doña María, después de la muerte de su esposo, se consiguiera una mascota y que con su temperamento soñador eligiera una pareja de conejitos? ¿Y no era normal que con su espíritu libertario los dejara correr por la casa y que los conejitos, como lo manda natura, se reprodujeran? ¿Y no era normal que al cabo de dos años la casa estuviera invadida de conejitos y que los vecinos, tan pobres como ella, decidieran cazarlos para suplir la falta de proteínas? ¿Y no era normal, señor juez, que tras la invasión nocturna del señor Julián Jiménez, doña María disparara sin intención de matar con la escopeta que heredó de su marido y se produjera el lamentable accidente que le voló la cabeza?

Los confusos
El monarca de aquel país, para perpetuarse en el poder, se propuso crear una escuela de la confusión.
—De ahora en adelante —explicó a sus ministros— vamos a cambiar el significado de las palabras. A la noche la llamaremos guayaba, a la golondrina la llamaremos mar, al toro lo llamaremos piedra, al rey lo llamaremos gafas y así hasta completar un nuevo idioma.
Los ministros se pusieron a trabajar y crearon, al cabo del tiempo, un diccionario nuevo.
Todos los niños fueron obligados a prepararse en la nueva escuela.
Cuando estuvo lista la primera generación el rey construyó una nueva ciudad y envío allí a hombres y mujeres.
Con el tiempo, las siguientes generaciones confusas declararon la guerra. Sus ejércitos se tomaron la ciudad, entraron a palacio y pusieron pres o al rey. El jefe dijo:
—Gafas, por principio te basamos en el plato torcido. ¡Te disfrazamos el ajedrez por tus colas del caucho!
Al escuchar a su jefe, los hombres confusos llevaron al rey a la plaza y lo decapitaron.

La huida
Leonelia Arana se sentó en uno de los asientos del corredor que daba al patio.
Eran las cinco de la mañana y ya era hora de que prendiera el carbón para preparar las arepas, pero siguió sentada mirando sobre el palo de mango la llegada del amanecer. Tampoco preparó el chocolate. Cuando su marido y sus hijos despertaron les dijo que estaba enferma y que comieran cualquier cosa en la calle. Y siguió mirando el palo de mango. Le preguntaron que sucedía y no contestó. Le ofrecieron una aspirina y no la aceptó. A las siete, cansados de preguntarle, se marcharon al trabajo.
Sólo cuando estuvo segura de que partieron Leonelia se levantó, se vistió, hizo una pequeña maleta, cerró la casa, tiró la llave a la basura y fue a la estación.
          Allí se subió al primer tren que pasó y nunca más volvieron a saber de ella.

El leopardo
Parado en la ventana, tras la cortina, observaba jugar a Pedro, Camilo y Fercho. Los miraba escondido porque se burlaban de mí. “Eres un mariquita”, decían. Con el tiempo supe que no los necesitaba. Tenía conmigo al leopardo. Dormía a mi lado y cuando mamá entraba al cuarto decía que olía a porquería. Mi leopardo desaparecía y volvía en las noches. Lo alimentaba con pollos y carne que robaba del refrigerador. Papá empezó a quejarse por la desaparición de la comida pero mi leopardo crecía y necesitaba alimentarse. Mamá no volvió a surtir la nevera y una noche apenas pude darle papas y tomates. El leopardo se ponía de mal humor y no me dejaba dormir. “Anoche escuché ruidos en tu cuarto”, dijo un día papá acariciando mi cabeza. Desde mis ojos el leopardo lo miraba. “De ahora en adelante vamos a comer en la calle, jovencito”, dijo oliéndose la mano. “Y lávate bien la cabeza”.
El leopardo llevaba dos días sin comer y se paseaba por mi cuarto como si estuviera enjaulado. Quise hacer mis tareas y encontré la gorra que le había robado a Pedro. Se la acerqué, la olió y me miró. Le abrí la ventana y salió.
Así fueron desapareciendo mis amigos. La policía cree que el asesino es un hombre comeniños. Cuando se enteren de todo y vengan a mi cuarto cerraré los ojos y dejaré que los ataque.


JORGE LUIS BORGES
EL PUÑAL
En un cajón hay un puñal.
Fue forjado en Toledo, a fines del siglo pasado; Luis Melián Lafinur se lo dio a mi padre, que lo trajo del Uruguay; Evaristo Carriego lo tuvo alguna vez en la mano.
Quienes lo ven tienen que jugar un rato con él; se advierte que hace mucho que lo buscaban; la mano se apresura a apretar la empuñadura que la espera; la hoja obediente y poderosa juega con precisión en la vaina.
Otra cosa quiere el puñal.
Es más que una estructura hecha de metales; los hombres lo pensaron y lo formaron para un fin muy preciso; es, de algún modo eterno, el puñal que anoche mató a un hombre en Tacuarembó y los puñales que mataron a César. Quiere matar, quiere derramar brusca sangre.
En un cajón del escritorio, entre borradores y cartas, interminablemente sueña el puñal su sencillo sueño de tigre, y la mano se anima cuando lo rige porque el metal se anima, el metal que presiente en cada contacto al homicida para quien lo crearon los hombres.
A veces me da lástima. Tanta dureza, tanta fe, tan apacible o inocente soberbia, y los años pasan, inútiles.

Patricia Highsmith
UN OBJETO DE CAMA TRANSPORTABLE

Hay montones de chicas como Mildred, sin hogar, pero nunca sin techo… Generalmente, el techo de una habitación de hotel; a veces, el de un apartamento de soltero; el de la cabina de un yate, si hay suerte, o el de una tienda de campaña o una caravana. Estas chicas son objetos de cama, el tipo de cosa que se compra, como una botella de agua caliente, una plancha de viaje, un cepillo eléctrico para los zapatos, o cualquier otro lujo. Saber cocinar un poco es una ventaja para ellas, pero, ciertamente, no es necesario que hablen, en ningún idioma. Son también intercambiables, como las monedas de libre circulación o los cupones de respuesta postal internacionales. Su valor sube y baja, dependiendo de su edad y de su propietario actual.
Mildred consideraba que no era una vida desagradable, y si la hubiesen entrevistado, habría contestado con toda sinceridad: «Es interesante.» Mildred nunca se reía, y únicamente sonreía cuando pensaba que debía ser educada. Medía un metro sesenta y siete, era más bien rubia, bastante esbelta, y tenía una cara agradable e inexpresiva con grandes ojos azules siempre muy abiertos. Más que andar se escabullía, con los hombros encogidos y las caderas un poco hacia adelante; la forma de andar de las modelos, según había leído en algún sitio. Esto le daba un aire lánguido y pacífico, caminando parecía una sonámbula. En la cama era un poco más vivaz, y este dato pasaba de boca en boca o, entre hombres que no hablaban el mismo idioma, se transmitía por medio de gestos y sonrisitas. Mildred conocía su trabajo y hay que reconocer que se dedicaba a él diligentemente.
Estuvo dando tumbos en la escuela hasta los catorce años, cuando todo el mundo, incluyendo a sus padres, juzgaron que no tenía sentido que continuara. Se casaría pronto, pensaron sus padres. Pero Mildred se escapó de casa, o, más bien, se la llevó un vendedor de coches cuando apenas tenía quince años. Bajo la dirección del vendedor, escribió cartas tranquilizadoras a su casa, diciendo que trabajaba como camarera en una ciudad cercana y que vivía en un piso con otras dos chicas.
A los dieciocho, Mildred ya había estado en Capri, Méjico, Paris, y hasta en Japón, y varias veces en Brasil, donde los hombres la abandonaban generalmente, ya que a menudo iban huyendo de algo. Había sido el segundo premio, por así decirlo, de un Presidente electo americano la noche de su victoria. En Londres había sido prestada durante dos días a un jeque árabe, el cual la recompensó con una copa de oro bastante rara, que ella perdió más tarde; no es que le gustara la copa, pero debía valer una fortuna, y con frecuencia lamentaba su pérdida. Si alguna vez deseaba cambiar de hombre, no tenía más que ir sola a un bar de lujo de Río o de cualquier ciudad y ligarse a otro que estaría encantado de incluirla en su cuenta de gastos, y así volvía a América, o a Alemania, o a Suecia. A Mildred le tenía sin cuidado el país en el que estaba.
Una vez la olvidaron en la mesa de un restaurante, del mismo modo que se deja un encendedor. Mildred se dio cuenta, pero Herb tardó unos treinta minutos que resultaron ligeramente inquietantes para Mildred, aunque ella nunca se preocupaba de verdad por nada. Pero se volvió al hombre que estaba sentado junto a ella –era una comida de negocios, cuatro hombres y cuatro chicas– y le dijo:
–Pensé que Herb había ido solamente al servicio…
–¿Qué? –dijo el hombre robusto, un americano–. Oh, volverá. Hemos tenido que discutir asuntos desagradables. Herb está disgustado.
El americano sonrió comprensivo. Tenía a su chica al otro lado, una a la que se había ligado la noche anterior. Las chicas no habían abierto la boca, excepto para comer.
Herb volvió y recogió a Mildred, y se fueron al hotel. Herb estaba absolutamente sombrío porque había llevado la peor parte en el trato. Esa tarde los abrazos de Mildred no consiguieron levantar el ánimo ni el orgullo de Herb, y esa noche la cambió por otra. El nuevo guardián de Mildred era Stanley, de unos treinta y cinco años y regordete, como Herb. El intercambio tuvo lugar a la hora del aperitivo, mientras Mildred sorbía con una pajita un alexander, como de costumbre. Herb se llevó a la chica de Stanley, una estúpida rubia con el pelo artificialmente rizado. El rubio también era artificial, aunque un buen trabajo, observó Mildred, que era una experta en cuestiones de maquillaje y peinados. Mildred regresó fugazmente al hotel para hacer la maleta, y luego pasó la noche con Stanley. Este apenas le dirigió la palabra, pero sonrió mucho e hizo muchas llamadas telefónicas. Esto sucedía en Des Moines.
Con Stanley, Mildred fue a Chicago, donde él tenía un pequeño piso en propiedad, más una esposa que vivía en una casa en algún sitio, según le dijo. A Mildred no le preocupaba la esposa. Solamente una vez en su vida había tenido que enfrentarse con una esposa difícil que entró violentamente en un piso. Mildred blandió un cuchillo de trinchar y la esposa huyó. Generalmente las esposas se quedaban sin habla, luego la miraban con desprecio y se marchaban, evidentemente con la intención de vengarse de sus maridos. Stanley estaba fuera todo el día y no le dejaba mucho dinero, lo cual era un fastidio. Mildred no pensaba quedarse mucho tiempo con él, si podía remediarlo. Ella había abierto una vez una cuenta de ahorros en un banco en alguna parte, pero había perdido la cartilla y había olvidado el nombre de la ciudad donde estaba el banco.
Pero antes de que Mildred pudiera hacer una hábil maniobra para apartarse de Stanley, se encontró traspasada a otro hombre. Esto fue un golpe para ella. Un economista hubiese sacado conclusiones sobre la moneda que se da, y también las sacó Mildred. Comprendió que Stanley salió ganando un poco en el trato que hizo con el hombre llamado Louis, el nuevo dueño de Mildred, y sin embargo…
Sólo tenía veintitrés años. Pero Mildred sabía que esa era la edad peligrosa y que más le valía jugar sus cartas con cuidado de ahora en adelante. Dieciocho era la edad cumbre, y ella la superaba en cinco años. ¿Y qué había conseguido en ese tiempo? Un brazalete de diamantes que los hombres miraban con codicia y que había tenido que desempeñar dos veces con ayuda de algún nuevo hijo de puta. Un abrigo de visón, la misma historia. Una maleta con un par de vestidos buenos. ¿Qué es lo que quería? Pues quería continuar con la misma vida pero con una sensación de mayor seguridad. ¿Qué haría si se encontrara realmente entre la espada y la pared? ¿Si le dieran la patada, en vez de traspasarla a otro, y tuviese que irse a un bar y aun así no pudiera conseguir más que un ligue de una noche? Bueno, tenía algunas direcciones de antiguos amigos y siempre podía escribirles y amenazarles con hablar de ellos en sus memorias, diciendo que un editor estaba interesado en ellas. Pero Mildred había hablado con chicas de veinticinco años o más que habían amenazado con escribir memorias si no les pasaban una pensión vitalicia, y sólo sabía de una que lo hubiese logrado. Generalmente, decían las chicas, lo único que sacaban era que se riesen de ellas, o un «Adelante, escríbelas», en vez de dinero.
Por lo tanto, durante unos días, Mildred sacó todo el partido posible a su estancia con el gordo y viejo Louis. El tenía un bonito gato atigrado con el que Mildred se encariñó, pero lo más aburrido era el lóbrego apartamento, de una sola habitación y una cocina estrecha. Louis tenía buen carácter, pero era tacaño. A Mildred también le resultaba incómodo tener que salir a escondidas cuando iban a cenar fuera (lo cual sucedía raras veces, porque Louis esperaba de ella que cocinara y además hiciera un poco de limpieza), y que Louis le pidiera que se ocultara en la estrecha cocina sin hacer el menor ruido cuando recibía gente para hablar de negocios. Louis vendía pianos al por mayor. Mildred ensayaba el discurso que iba a hacerle pronto: «Espero que comprendas que no tienes ningún poder sobre mí, Louis… Yo soy una chica que no está acostumbrada a trabajar, ni siquiera en la cama…»
Pero antes de que tuviese la oportunidad de soltarle su discurso, que hubiera sido fundamentalmente una petición de más dinero, porque sabía que Louis tenía mucho y bien guardado, una noche fue regalada a un joven vendedor. Después de que todos hubieran terminado de cenar en un restaurante de carretera, Louis dijo sencillamente:
–Dave, ¿por qué no te llevas a Mildred a tu casa para tomar una copa? Yo tengo que acostarme temprano –y  le hizo un guiño.
Dave sonrió, radiante. Era bastante guapo, pero vivía en una caravana. ¡Dios mío! Mildred no tenía intención de convertirse en una gitana, darse baños de esponja y soportar retretes portátiles. Estaba acostumbrada a buenos hoteles con servicio de habitación día y noche. Puede que Dave fuera joven y ardiente, pero eso a Mildred le importaba un bledo. Los hombres decían que las mujeres eran todas iguales, pero en su opinión, era aún más cierto que todos los hombres eran iguales. Todos querían la misma cosa. Las mujeres por lo menos querían abrigos de piel, buenos perfumes, unas vacaciones en las Bahamas, un crucero por alguna parte, joyas, en fin, un montón de cosas.
Una noche cuando estaba con Dave en una cena de negocios (era distribuidor de pianos, aunque nunca había visto un piano en la caravana), Mildred conoció  a un tal Mr. Zupp, a quien llamaban Sam, que había invitado a Dave a un restaurante de lujo. Inspirada por tres alexanders, Mildred coqueteó descaradamente con Sam, el cual no dejó de responder por debajo de la mesa, y Mildred anunció sencillamente que se marchaba con Sam. Dave se quedó con la boca abierta y empezó a hacer una escena, pero Sam –mayor y más seguro de sí mismo–, muy diplomáticamente, le insinuó que habría un escándalo si llegaban a las manos, y Dave se achantó.
Esto supuso un gran ascenso. Sam y Mildred volaron a París en seguida, luego a Hamburgo. Mildred se compró ropa nueva. Las habitaciones de los hoteles eran magníficas. Mildred nunca sabía de un día para otro en qué ciudad estarían.
Este sí que era un hombre cuyas memorias valdrían dinero, si ella lograse saber a qué se dedicaba. Pero cuando hablaba por teléfono lo hacía en código, o en yidish, o en ruso, o en árabe. Mildred nunca había oído unos idiomas tan desconcertantes y nunca conseguía averiguar qué era exactamente lo que vendía. La gente tenía que vender algo, ¿no? O comprar algo, y si compraban algo tenía que haber una fuente de dinero, ¿no? Así que, ¿cuál era la fuente de dinero? Algo le decía a Mildred que pronto sería su hora de retirarse. Sam Zupp parecía haber sido enviado por la Providencia. Se puso a trabajarle, intentando ser útil.
–No me importaría sentar cabeza –dijo.
–Yo no soy de los que se casan –respondió él con una sonrisa.
No era eso lo que ella quería decir. Ella quería decir un dinerito para el porvenir, y luego él podía decir adiós, si lo deseaba. Pero, ¿no harían falta unos cuantos dineritos para reunir un dinero considerable? ¿Tendría que pasar de nuevo por todo esto con futuros Sam Zupp? La mente de Mildred se tambaleó a causa del esfuerzo de contemplar un futuro tan lejano, pero no parecía haber duda de que debería aprovecharse de Mr. Zupp, por lo menos ahora que lo tenía.
Estas ideas, o planes, frágiles como telas de araña rotas, fueron barridas por los acontecimientos de los días siguientes a la mencionada conversación.
Repentinamente Sam Zupp tenía que huir. Durante unos días volaron en asientos separados, para que pareciera que no viajaban juntos. En una ocasión oyeron las sirenas de la policía tras ellos, cuando el coche con chofer alquilado por Sam ascendía a toda carrera por una carretera alpina que conducía a Ginebra. O puede que a Zurich. Mildred estaba en su elemento, asistiendo a Sam con pañuelos mojados en agua de colonia, sacando de su bolso un sandwich de jambon por si tenía hambre, o una botellita de coñac cuando él sentía el corazón agitado. Mildred se imaginaba a sí misma como una de las heroínas que había visto en las películas –buenas películas– de hombres que huían con sus chicas de la espantosa e injustamente bien armada de la policía.
Sus fantasías de aventuras románticas fueron breves. Debió ser en Holanda –la mitad del tiempo, Mildred no sabía dónde estaba–, cuando el coche conducido por el chofer se detuvo de pronto con un chirrido de frenos exactamente como en las películas, y entre el chofer y Sam envolvieron a Mildred como una momia en una rígida y pesada lona y la ataron con cuerdas. Luego la arrojaron a un canal y se ahogó.
Nadie volvió a saber nada de Mildred. Nadie la encontró nunca. Si la hubiesen encontrado no hubiese habido medios de identificación inmediata, porque Sam llevaba su pasaporte y su bolso había quedado en el coche. La habían tirado como se tira un encendedor desechable, como un libro de bolsillo que ya se ha leído y que se convierte en exceso de equipaje. Nadie se preocupó por la ausencia de Mildred. La veintena aproximada de personas que la conocían y la recordaban, también ellas repartidas por el mundo, pensaron simplemente que vivía en otro país o en otra ciudad. Un día, suponían, aparecería por algún bar, o en el vestíbulo de algún hotel. Pronto la olvidaron.



 Felisberto Hernández
MI PRIMERA MAESTRA


  C
uando yo tenía seis años cruzaba, por las mañanas, una plaza in­clinada —vivíamos en la falda de un cerro— y entraba a la escuela. La maestra era grandota; ponía, arrollados sobre el pupitre, sus dedos gordos y nos permitía hacer ruido. Yo hacía emes minúsculas con vueltas redon­das como los dedos de ella. Una tarde, sin que mi madre supiera, crucé la plaza, llamé con el pie a la puerta de la maestra y apareció por la ventana su cabeza grande, parecida a la de una vaca buena sin cuernos.
—¿Qué quieres?
—Vengo a hacerle una visita.
—Bueno... te quedas un ratito y enseguida te vas...
Cuando abrió un poco la puerta de la calle yo pasé cerca de su pollera gris. Ella, con su mano tomó la mía y me llevó al fondo. Debajo de un paraíso había una gallina echada; empezó a cloquear y por debajo de su cuerpo —de un gris parecido a la pollera de la señorita— se asomaban pollitos amarillos. Estarían tan calentitos como mis dedos entre la mano de la maestra. Después ella me acompañó hasta la puerta y yo le dije:
—De aquí a un ratito voy a venir a hacerle otra visita.
—No, no; otro día.
Pero yo seguí pensando. Esa noche, cuando estuve solo en mi cama, me acordé de la gallina con pollos y empecé a imaginarme que vivía bajo la pollera de la maestra. Al día siguiente, a la siesta, volví a pensar lo mismo: a esa hora yo no dormía; y mis padres tenían los ojos cerra­dos. Suponía la maestra de pie, recostada al paraíso; y yo, debajo de sus polleras le acariciaba una pierna; o más bien las dos. Sentía su calor y veía que después de terminar las medias negras que yo conocía, las piernas eran gordas como las de mi abuela y muy blancas. Todo parecía muy natural; y mientras yo la acariciaba, la señorita se quedaba tan tranquila como la gallina de los pollos. Aunque estaba debajo de la pollera yo veía, sin embargo, la cara de la maestra; y ella miraba distraída para todos lados. A veces venía la madre: era una viejita muy buena —una vez me dio café con leche; pero yo no lo pude terminar porque ya había tomado en casa. En algunas siestas yo me quedaba pensando en la viejita o en cualquier otra cosa; y de pronto me olvidaba que debía estar debajo de la pollera; eso me daba fastidio y hacía esfuerzos para imaginar todo de nuevo. En otra siesta pensé que la viejita le había preguntado a la hija:
—¿Qué estás haciendo?
y la maestra había respondido:
—Tengo cría.
Pero la madre sabía todo y hablaba como en los días que tenía caramelos y me decía, en broma: “No hay caramelos”. Ahora la hija le hacía una gui­ñada y yo la veía mientras le acariciaba las piernas. En casi todas las siestas las gallinas de casa cacareaban y yo las odiaba; no me daba cuenta que estas gallinas eran iguales a las de la maestra.
Cuando llegaron las noches de verano mis padres me dejaban jugar un ratito antes de irme a la cama; entonces yo cruzaba la plaza, entraba al zaguán de la maestra y de pronto soltaba una carcajada y la asustaba. Una noche vi, desde la vereda, que ella iba a cada momento del comedor a la cocina llevando los platos. La lámpara que estaba encima de la mesa del comedor tenía pantalla y daba luz clara nada más que en el mantel. Sin que la maestra me viera, entré al comedor y me escondí debajo de la mesa. Al ratito ella vino, con los pasos de siempre, pero traía una pollera blanca; se acercó mucho a la mesa y yo, tocando el piso con la cabeza miré hacia arriba y me asomé al interior de su pollera: todo estaba un poco oscuro; pero se aclaraba más cuando ella, para alcanzar alguna cosa que estaría al otro lado de la mesa, apoyaba un pie y levantaba el otro en el aire. Yo hice varias veces la prueba sin que mi cabeza tocara sus pies. Después de le­vantar la mesa ella volvió al comedor con pasos lentos; se recostó al borde de la mesa, levantó un pie y dejó el otro en el suelo. Entonces yo me asomé por el lado de afuera de la pollera y vi que tenía la cara tapada con un libro.
Entre nosotros había mucha confianza; si ella me descubría debajo de su pollera, yo le diría que era jugando. Por fin me decidí a entrar. No sé si llegué a tocarle las piernas; ella soltó un grito y al bajar el pie que tenía en el aire, me pisó; también sentí que me apretaba la cabeza. En seguida vi caer todo su cuerpo, oí sonar unos vasos que había en el apa­rador y alcancé a ver un pedazo blanco de la pierna de ella. Cuando se levantó estaba muy enojada y creí que me pegaría; pero de pronto se echó a reír: quería hablarme y no podía; dio vuelta la cabeza, fue hasta el zaguán y miró para la cocina: la madre estaba lavando los platos y no había oído nada. La maestra volvió hacia mí y levantando un dedo me dijo que le mandaría decir a mi padre lo que yo había hecho y que ahora me fuera para mi casa. Yo pasé por delante de ella con la cabeza baja pero mirando la pollera blanca; caminaba lentamente, me daba cuenta que ella me perdonaba y me sentía feliz. Al cruzar la plaza recordé su risa y pensé: “A ella le gusta que yo me meta debajo de su pollera”.



João Guimarrães Rosa

LA TERCERA ORILLA DEL RÍO




  N
uestro padre era hombre cumplidor, de orden, positivo y fue así desde jovencito y niño, por lo que testimoniaron las diversas personas sensatas, cuando indagué la información. En lo que yo mismo recuerdo, él no parecía más extravagante ni más triste que los otros, conocidos nuestros. Solamente quieto. Era nuestra madre la que mandaba y quien a diario regañaba a mi hermana, a mi hermano y a mí. Pero ocurrió que, cierto día, nuestro padre mandó que se le hiciera una canoa.
            Era en serio. Encargó la canoa, una especial, de palo vinhático, pequeña, sólo con la tablita de popa, como para caber justo el remero. Tuvo que ser toda fabricada, elegida fuerte y arqueada en rígido, apropiada para durar en el agua unos veinte o treinta años. Nuestra madre mucho renegó contra la idea. ¿Sería que él, que no se ocupaba de esas artes, se iba a proponer ahora pesquerías y cacerías? Nuestro padre no hablaba. Nuestra casa, en ese tiempo, estaba aún más próxima al río, cosa de menos de cuarto de legua: el río por ahí se extendía grande, hondo, callado siempre. Ancho, de no poder verse la otra orilla. Y no puedo olvidarme el día en que la canoa estuvo terminada.
            Sin alegría, sin inquietud, nuestro padre se caló el sombrero y decidió un adiós. No dijo otras palabras, ni llevó provisión y ropa, ni hizo ninguna recomendación. Nuestra madre, pensé que iba a gritar, pero persistió, solamente alba de tan pálida, mordió el labio y bramó: "¡Vete, puedes quedarte, no vuelvas más!". Nuestro padre contuvo la respuesta. Me miró, manso, haciendo ademán de que lo acompañara, sólo algunos pasos. Temí la ira de nuestra madre, pero, de golpe, mañoso, obedecí. El rumbo de aquello me animaba, me asaltaba una idea y pregunté: "Padre, ¿usted me lleva también en esa canoa suya?" Volvió a mirarme y me dio la bendición, con un gesto me mandó de vuelta. Hice como que vine, pero volví a la gruta del monte para saber. Nuestro padre entró en la canoa, la desamarró para remar. Y la canoa salió alejándose, lo mismo su sombra, como un yacaré, extendida, larga.
            Nuestro padre no volvió. No iba a ninguna parte. Sólo ejercitaba la invención de permanecer en aquellos espacios del río, de medio a medio, siempre en la canoa, para no salir de ella nunca más. Lo extraño de esa verdad espantó a la gente. Aquello que no había, acontecía. Los parientes, vecinos y conocidos nuestros, se reunieron, y juntos se aconsejaron.
            Nuestra madre, avergonzada, se portó con mucha cordura, por eso todos atribuyeron a nuestro padre el motivo del que no querían hablar: locura. Unos consideraban que podría tratarse del cumplimiento de alguna promesa o que, nuestro padre, tal vez, por escrúpulo de alguna enfermedad, como ser la lepra, desertaba para otra suerte de vida, cerca y lejos de su familia.
            Las voces de las noticias eran dadas por ciertas personas -pasantes, moradores de las riberas, incluso de la lejanía del otro lado- diciendo que nuestro padre nunca se asomaba a buscar tierra, en ningún punto o rincón, ni de día, ni de noche, y del modo como cursaba el río, libre solitario. Entonces, nuestra madre y los parientes nuestros concluyeron: que las provisiones que estuvieran escondidas en la canoa se gastarían; y, él, o desembarcaba y se alejaba yéndose para siempre, lo que por lo menos se condecía con lo correcto, o se arrepentía, de una vez, y volví a casa.
            Eso era un engaño. Yo mismo cumplía con llevarle, cada día, un tanto de comida hurtada: idea que tuve, ya en la primera noche, cuando nuestra gente experimentó con prender fogatas a la orilla del río, mientras que a su claridad, se rezaba y se llamaba. Después, seguido, aparecí con piloncillo, broa de maíz, racimo de plátanos. Avisté a nuestro padre, al fin de una hora, muy costosa de transcurrir: así solo, él allá a lo lejos, sentado en el fondo de la canoa, detenida en el liso del río. Me vio, no remó hacia acá, no hizo señas. Le enseñé la comida, la deposité en una cueva de piedras en la barranca, a salvo de bichos, de lluvia y rocío. Eso, hice y rehice siempre, mucho tiempo. Sorpresa que más tarde tuve: nuestra madre sabía de esa agencia, sólo que disimulaba no saberla; ella misma dejaba, facilitadas, sobras de cosas, para que yo las consiguiese. Nuestra madre no se manifestaba mucho.
            Hizo venir a nuestro tío, su hermano, para auxiliar en la hacienda y en los negocios. Hizo venir al maestro para nosotros, los niños. Encomendó al cura que un día se paramentase, en la orilla, para conjurar y rogar a nuestro padre que desistiera de la entristecedora porfía. Otra vez, por disposición de ella, para amedrentar, vinieron los dos soldados. Todo lo cual no valió de nada. Nuestro padre pasaba a lo largo, entrevisto o desleído, cruzando en la canoa, sin dejar que se acercase nadie a la mano o a la voz. Incluso cuando estuvieron, no hace mucho, dos hombres del periódico, que trajeron lancha y pretendían retratarlo, no vencieron: nuestro padre desaparecía por el otro lado, aproaba la canoa en el brezal, de leguas, que hay, por entre juncos y matorrales, y él sólo conocía, a palmos, su oscuridad.
            Uno tuvo que acostumbrarse a aquello. A las penas, que trajo aquello, uno nunca se acostumbró, es verdad. Lo sé por mí, que lo quería, y lo que no quería, sólo con nuestro padre lo hallaba; esto tironeaba para atrás mis pensamientos. Lo duro era no entender, de ninguna manera, cómo él aguantaba. De día y de noche, con sol o aguaceros, calor, escarcha, y en los terribles fríos de la mitad del año, sin protección, sólo con el sombrero viejo en la cabeza, por todas las semanas, y meses, y los años -sin tener en cuenta su irse del vivir. No bajaba en ninguna de las orillas, ni en las islas y los bajíos del río, nunca más pisó suelo o pasto. Claro, que  al menos, para dormir, su poco, él debería amarrar la canoa en alguna punta de la isla, en lo escondido. Pero ni prendía fueguito en la playa, ni disponía de luz fabricada, nunca más frotó fósforo. Lo que comía era un casi; aun de lo que no depositaba entre las raíces de la gameleira o en la gruta de la barranca, él recogía poco, ni lo suficiente. ¿No enfermaba? Y la constante fuerza de los brazos, para tener derecha a la canoa, resistente, aún en la demasía de las arroyadas, en el subir de las aguas, ahí cuando, en la embestida de la enorme corriente del río, todo arrolla el peligroso, aquellos cuerpos de animales muertos y troncos de árboles bajando -en espanto, en encuentro. Y jamás habló palabra con persona alguna. Nosotros, tampoco, hablamos más de él. Sólo pensábamos. No, nuestro padre no podía borrársenos; y si, por un rato, uno hacía como que olvidaba, era apenas para despertarse de nuevo, de repente, con la memoria, al provocarse otros sobresaltos.
            Se casó mi hermana; nuestra madre no quiso fiesta. Uno pensaba en él, cuando se comía comida más sabrosa; también, abrigados de noche, en el desamparo de esas noches de mucha lluvia, fría, fuerte y nuestro padre, sólo con la mano y una calabaza para ir vaciando la canoa del agua del temporal. A veces, algún conocido nuestro encontraba que me iba pareciendo más a nuestro padre. Pero yo sabía que él ahora se había vuelto greñudo, barbón, con unas uñas grandes, enfermo y flaco, negro por el sol y por los pelos, con aspecto de bicho, casi desnudo, aunque disponía de piezas de ropa que de cuando en cuando se le proporcionaban.
            Y no quería saber de nosotros; ¿no nos tenía afecto? Justamente por afecto, por respeto, las veces que me alababan a causa de alguna buena acción mía, yo siempre decía: -"Fue papá el que un día me enseñó a hacerlo así..." ; lo que no era cierto, exacto; era mentira, por verdad. ¿Si él no se acordaba, ni quería saber más de nosotros, por qué, entonces, no subía o bajaba el río, hacia otros parajes, lejos, en lo no encontrable? Sólo él sabía. Pero mi hermana tuvo un niño, ella porfió que quería mostrarle el nieto. Fuimos todos al barranco, fue un lindo día, mi hermana con vestido blanco, el del casamiento; ella levantaba en los brazos la criatura, el marido sostuvo, para protegerlos, la sombrilla. Nosotros llamamos, esperamos. Nuestro padre no apareció. Mi hermana lloró, nosotros todos lloramos, allí, abrazados.
            Mi hermana se mudó, con el marido, lejos. Mi hermano se decidió y se fue, para una ciudad. Los tiempos cambiaban en la lenta prisa del tiempo. Nuestra madre acabó yéndose también, para siempre a residir con mi hermana. Había envejecido. Yo me quedé aquí, el único. Nunca podría casarme. Yo permanecí, con los bagajes de la vida. Nuestro padre me necesitaba, lo sé -en su vagar por el río por el yermo- sin dar razón de su actitud. Cuando yo quise saber, y, resuelto, indagué, me dijeron lo que se decía: nuestro padre, alguna vez, había revelado la explicación al hombre que le preparó la canoa. Pero, ahora, ese hombre ya había muerto, nadie que supiese, que hiciese memoria de nada. Sólo las falsas habladurías, sin sentido, como aconteció, en el comienzo, con las primeras crecientes del río, con lluvias que no escampaban, todos temieron el fin del mundo, decían: que nuestro padre había sido el elegido como Noé, y que, por lo tanto, con la canoa se había anticipado; pues ahora medio lo recuerdo. Mi padre, yo no podía condenarlo. Y apuntaban ya en mí las primeras canas.
            Soy hombre de tristes palabras. ¿De qué tenía yo tanta, tanta culpa? Si mi padre siempre ponía ausencia: y el río -río- río, el río - ponía perpetuidad. Yo sufría ya el comienzo de la vejez -esta vida era sólo demorarse. Yo mismo tenía achaques, ansias, cansancios, torpezas del reumatismo. ¿Y él? ¿Por qué? Debía padecer demasiado. Por más avejentado, no iba día más, día menos, a flaquear en su vigor, a dejar que la canoa se volcase o que flotase sin pulso, en el andar del río, para despeñarse, horas abajo en el estruendo y en la caída de la cascada brava con hervor y muerte. Apretaba el corazón. El estaba allá, sin mi tranquilidad. Soy inculpado de lo que no sé, con herida abierta dentro. Sabría, si las cosas fueran distintas. Y fui madurando una idea.
            Sin demorarme. ¿Soy loco? No. En nuestra casa la palabra loco no se usaba, nunca más se usó, los años todos, nunca a nadie se acusó de loco. Nadie es loco. O, entonces, todos. Lo fui, porque fui allá. Con un pañuelo, para hacer más visible la señal. Estaba en mis cabales. Por fin él apareció, ahí y allá, el bulto. Estaba ahí, sentado en la popa, estaba allí, a la voz. Llamé, unas cuantas veces. Y hablé, lo que me urgía, jurando y declarando, tuve que reforzar la voz: -"Padre, usted está viejo, ya cumplió lo suyo... Ahora, usted viene, no precisa más... Usted viene, y yo, ahora, mismo, cuando quiera, los de acuerdo, ¡yo tomo su lugar, el de usted, en la canoa...!" Y, así diciendo, mi corazón batió en el compás seguro.
            Él me escuchó. Se levantó. Manejó el remo, en el agua, de proa hacia acá, conforme. Y yo temblé, hondo, de repente: porque antes, él había erguido el brazo y hecho un saludo -el primero, después de tantos años transcurridos. Yo no podía... Con pavor, erizados los cabellos, corrí, huí, me arranqué de ahí en un proceder desatinado. Porque me pareció que él venía: de la parte del más allá. Y estoy pidiendo, pidiendo, pidiendo un perdón.
            Sufrí el severo frío de los miedos, enfermé. Sé que nadie supo más de él. ¿Soy hombre, después de este perjurio? Soy el que no fue, el que va a callar. Sé que ahora es tarde, y temo concluir mi vida en la mezquindad del mundo. Pero entonces, al menos, que, en el capítulo de la muerte, me agarren y me depositen también en una simple canoa, en esa agua, que no cesa, de extendidas orillas: y, yo, río abajo, río afuera, río adentro -el río.


Traducción de Virginia Fagnani Wey



Virgilio Piñera
LA CARNE



  S
ucedió con gran sencillez, sin afectación. Por motivos que no son del caso exponer, la población sufría de falta de carne Todo el mundo se alarmó y se hicieron comentarios más o menos amargos y hasta se esbozaron ciertos propósitos de venganza. Pero, como siempre sucede, las protestas no pasaron de meras amenazas y pronto se vio a aquel afligido pueblo engullendo los más variados vegetales.
            Sólo que el señor Ansaldo no siguió la orden general. Con gran tranquilidad se puso a afilar un enorme cuchillo de cocina, y, acto seguido, bajándose los pantalones hasta las rodillas, cortó de su nalga izquierda un hermoso filete. Tras haberlo limpiado lo adobó con sal y vinagre, lo pasó -como se dice- por la parrilla, para finalmente freírlo en la gran sartén de las tortillas del domingo. Sentóse a la mesa y comenzó a saborear su hermoso filete. Entonces llamaron a la puerta; era el vecino que venía a desahogarse... Pero Ansaldo, con elegante ademán, le hizo ver el hermoso filete. El vecino preguntó y Ansaldo se limitó a mostrar su nalga izquierda. Todo quedaba explicado. A su vez, el vecino deslumbrado y conmovido, salió sin decir palabra para volver al poco rato con el alcalde del pueblo. Este expresó a Ansaldo su vivo deseo de que su amado pueblo se alimentara, como lo hacía Ansaldo, de sus propias reservas, es decir, de su propia carne, de la respectiva carne de cada uno. Pronto quedó acordada la cosa y después de las efusiones propias de gente bien educada, Ansaldo se trasladó a la plaza principal del pueblo para ofrecer, según su frase característica, "una demostración práctica a las masas".
            Una vez allí, hizo saber que cada persona cortaría de su nalga izquierda dos filetes, en todo iguales a una muestra en yeso encarnado que colgaba de un reluciente alambre. Y declaraba que dos filetes y no uno, pues si él había cortado de su propia nalga izquierda un hermoso filete, justo era que la cosa marchase a compás, esto es, que nadie engullera un filete menos. Una vez fijados estos puntos, dióse cada uno a rebanar dos filetes de su respectiva nalga izquierda. Era un glorioso espectáculo, pero se ruega no enviar descripciones. Se hicieron cálculos acerca de cuánto tiempo gozaría el pueblo de los beneficios de la carne. Un distinguido anatómico predijo que sobre un peso de cien libras, y descontando vísceras y demás órganos no ingestibles, un individuo podía comer carne durante ciento cuarenta días a razón de media libra por día. Por lo demás, era un cálculo ilusorio. Y lo que importaba era que cada uno pudiese ingerir su hermoso filete.
            Pronto se vio a señoras que hablaban de las ventajas que reportaba la idea del señor Ansaldo. Por ejemplo, las que ya habían devorado sus senos no se veían obligadas a cubrir de telas su caja torácica, y sus vestidos concluían poco más arriba del ombligo. Y algunas, no todas, no hablaban ya, pues habían engullido su lengua, que, dicho sea de paso, es un manjar de monarcas. En la calle tenían lugar las más deliciosas escenas: así, dos señoras que hacía muchísimo tiempo que no se veían no pudieron besarse; habían usado sus labios en la confección de unas frituras de gran éxito. Y el Alcaide del penal no pudo firmar la sentencia de muerte de un condenado porque se había comido las yemas de los dedos, que, según los buenos gourmets (y el Alcaide lo era) ha dado origen a esa frase tan llevada y traída de chuparse la yema de los dedos.
            Hubo hasta pequeñas sublevaciones. El sindicato de obreros de ajustadores femeninos elevó su más formal protesta ante la autoridad correspondiente, y ésta contestó que no era posible slogan alguno para animar a las señoras a usarlos de nuevo. Pero eran sublevaciones inocentes que no interrrumpían de ningún modo la consumición, por parte del pueblo, de su propia carne.
            Uno de los sucesos más pintorescos de aquella agradable jornada fue la disección del último pedazo de carne del bailarín del pueblo. Éste, por respeto a su arte, había dejado para lo último los bellos dedos de sus pies. Sus convecinos advirtieron que desde hacía varios días se mostraba vivamente inquieto. Ya sólo le quedaba la parte carnosa del dedo gordo. Entonces invitó a sus amigos a presenciar la operación. En medio de un sanguinolento silencio cortó su porción postrera, y sin pasarla por el fuego la dejó caer en el hueco de lo que había sido en otro tiempo su hermosa boca. Entonces todos los presentes se pusieron repentinamente serios.
            Pero se iba viviendo, y era lo importante. ¿Y si acaso...? ¿Sería por eso que las zapatillas del bailarín se encontraban ahora en una de las salas del Museo de los Recuerdos Ilustres? Sólo se sabe  que uno de los hombres más obesos del pueblo (pesaba doscientos kilos) gastó toda su reserva de carne disponible en el breve espacio de quince días (era extremadamente goloso, y, por otra parte, su organismo exigía grandes cantidades). Después ya nadie pudo verlo jamás. Evidentemente, se ocultaba... Pero no sólo se ocultaba él, sino que otros muchos comenzaban a adoptar idéntico comportamiento. De esta suerte, una mañana, la señora Orfila, al preguntar a su hijo -que se devoraba el lóbulo izquierdo de la oreja- dónde había guardado no sé qué cosa, no obtuvo respuesta alguna. Y no valieron súplicas ni amenazas. Llamado el perito en desaparecidos sólo pudo dar con un breve montón de excrementos en el sitio donde la señora Orfila juraba y perjuraba que su amado hijo se encontraba en el momento de ser interrogado por ella. Pero estas ligeras alteraciones no minaban en absoluto la alegría de aquellos habitantes. ¿De qué podría quejarse un pueblo que tenía asegurada su subsistencia? El grave problema de orden público creado por la falta de carne, ¿no había quedado definitivamente zanjado? Que la población fuera ocultándose progresivamente nada tenía que ver con el aspecto central de la cosa, y sólo era un colofón que no alteraba en modo alguno la firme voluntad de aquella gente de procurarse el precioso alimento. ¿Era, por ventura, dicho colofón el precio que exigía la carne de cada uno? Pero sería miserable hacer más preguntas inoportunas, y aquel prudente pueblo estaba muy bien alimentado.



Augusto Roa Bastos

EL BALDÍO

  N
o tenían cara, chorreados, comidos por la oscuridad. Nada más que sus dos siluetas vagamente humanas, los dos cuerpos reabsorbidos en sus sombras. Iguales y sin embargo tan distintos. Inerte el uno, viajando a ras del suelo con la pasividad de la inocencia o de la indiferencia más absoluta. Encorvado el otro, jadeante por el esfuerzo de arrastrarlo entre la maleza y los desperdicios. Se detenía a ratos a tomar aliento. Luego recomenzaba doblando aún más el espinazo sobre su carga. El olor del agua estancada del Riachuelo debía estar en todas partes, ahora más con la fetidez dulzarrona del baldío hediendo a herrumbre, a excrementos de animales, ese olor pastoso por la amenaza de mal tiempo que el hombre manoteaba de tanto en tanto para despegárselo de la cara. Varillitas de vidrio o de metal entrechocaban entre los yuyos, aunque de seguro ninguno de los dos oiría ese cantito isócrono, fantasmal. Tampoco el apagado rumor de la ciudad que allí parecía trepidar bajo tierra. Y el que arrastraba, sólo tal vez ese ruido blando y sordo el cuerpo al rebotar sobre el terreno, el siseo de restos de papeles o el opaco golpe de los zapatos contra las latas y cascotes. A veces el hombro del otro se enganchaba en las matas duras o en alguna piedra. Lo destrababa entonces a tirones, mascullando alguna furiosa interjección o haciendo a cada forcejeo el ha... neumático de los estibadores al levantar la carga rebelde al hombreo. Era evidente que le resultaba cada vez más pesado. No sólo por esa resistencia pasiva que se le empacaba de vez en cuando en los obstáculos. Acaso también por el propio miedo, la repugnancia o el apuro que le iría comiendo las fuerzas, empujándolo a terminar cuanto antes.
            Al principio lo arrastró de los brazos. De no estar la noche tan cerrada se hubiera podido ver los dos pares de manos entrelazadas, negativo de un salvamento al revés. Cuando el cuerpo volvió a engancharse, agarró las dos piernas y empezó a remolcarlo dándole la espalda, muy inclinado hacia adelante, estribando fuerte en los hoyos. La cabeza del otro fue dando tumbos alegres, al parecer encantada del cambio. Los faros de un auto en una curva desparramaron de pronto una claridad que llegó en oleadas sobre los montículos de basura, sobre los yuyos, sobre los desniveles del terreno. El que estiraba se tendió junto al otro. Por un instante, bajo esa pálida pincelada, tuvieron algo de cara, lívida, asustada la una, llena de tierra la otra, mirando hacer impasible. La oscuridad volvió a tragarlas en seguida.
            Se levantó y siguió halándolo otro poco, pero ya habían llegado a un sitio donde la maleza era más alta. Lo acomodó como pudo, lo arropó con basura, ramas secas, cascotes. Parecía de improviso querer protegerlo de ese olor que llenaba el baldío o de la lluvia que no tardaría en caer. Se detuvo, se pasó el brazo por la frente regada de sudor, escarró y escupió con rabia. Entonces escuchó ese vagido que lo sobresaltó. Subía débil y sofocado del yuyal, como si el otro hubiera comenzado a quejarse con lloro de recién nacido bajo su túmulo de basura.
            Iba a huir, pero se contuvo encandilado por el fogonazo de fotografía de un relámpago que arrancó también de la oscuridad el bloque metálico del puente, mostrándole lo poco que había andado. Ladeó la cabeza, vencido. Se arrodilló y acercó husmeando casi ese vagido tenue, estrangulado, insistente. Cerca del montón, había un bulto blanquecino. El hombre quedó un largo rato sin saber qué hacer. Se levantó para irse, dio unos pasos tambaleando, pero no pudo avanzar. Ahora el vagido tironeaba de él. Regresó poco a poco, a tientas, jadeante. Volvió a arrodillarse titubeando todavía. Después tendió la mano. El papel del envoltorio crujió. Entre las hojas del diario se debatía una formita humana. El hombre la tomó en sus brazos. Su gesto fue torpe y desmemoriado, el gesto de alguien que no sabe lo que hace pero que de todos modos no puede dejar de hacerlo. Se incorporó lentamente como asqueado de una repentina ternura semejante al más extremo desamparo, y quitándose el saco arropó con él a la criatura húmeda y lloriqueante.
            Cada vez más rápido, corriendo casi, se alejó del yuyal con el vagido y desapareció en la oscuridad.