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lunes, 3 de noviembre de 2014

Cees Nooteboom / Alemania ha superado su pasado. España no.


Cees Nooteboom: 

“Alemania ha superado su pasado. España no”

El autor holandés creció bajo la sombra de la ocupación alemana y se convirtió en referente europeo sobre Berlín, su pasado y sus misterios.

Viajero, poeta y novelista incansable a sus 81 años, cuenta a Babelia por qué un escritor debe aprender a convivir con su silencio.




Cees Nooteboom posa en el parque del Retiro de Madrid. /BERNARDO PÉREZ
Podíamos haber abordado esta historia como se aborda la historia: con método, con ciencia, con especialistas. Habría sido interesante, académico, irrebatible y digno de alguna irreprochable tesis doctoral más, por qué no. Pero había otra opción: hacerlo de la mano de un poeta que jamás se graduó, que no pudo con las matemáticas y que, por no entenderlas, se inventó sus propias reglas, su lógica. Cees Nooteboom (La Haya, 1933) se bebió el mundo viajando, aprendió idiomas escuchando a camioneros que poco sabían de gramática mientras se licenciaba en baches haciendo autoestop y se convirtió en autor sin darse cuenta. Sin planes.
Por eso, y porque escribió dos obras necesarias sobre Berlín y las cicatrices europeas (El día de todas las almas y Noticias de Berlín,ambas en Siruela), elegimos abordarlo a su manera.
Cuenta Nooteboom que él vive la historia como una gran poesía de rimas que regresan y regresan, de acontecimientos que reflejan otros acontecimientos del pasado. La primera rima de su vida fue la guerra, cuando el niño Cees contempló de la mano de su padre la llegada de los alemanes a Holanda. "Los primeros alemanes vinieron del cielo; los siguientes, del agua, con el desaliño que es típico de la muerte. Solamente después vinieron por tierra, en largas filas grises". Eso y el bombardeo inglés que en 1945 mató a su padre fue el inicio de todo, de su perplejidad, de la incomprensión que le empujó a buscar explicaciones. Su siguiente rima fue Budapest, la represión soviética de 1956, que vivió in situ. Y la siguiente, la caída del Muro, que le sorprendió sin sorprenderle demasiado viviendo precisamente en Berlín. Y esa no fue sencilla.
— Escribe que se complicó porque Alemania tenía que vérselas con dos pasados a la vez. ¿Ha logrado superar ambos pasados, digerirlos?
— En cierta manera sí, pero hay mucha gente con pasados diferentes. Cuando cayó el Muro no solo había dos, sino tres y hasta cuatro pasados a la vez.
Nooteboom habla cerca del Retiro, en Madrid, en un sábado fresco de pleno sol, y lo hace sin prisa, riendo cada dos por tres y en español, la lengua que practica en los meses de verano que pasa en su casa de Menorca, donde disfruta luchando por domesticar el jardín y, si pudiera, una cultura mediterránea a la que le encantaría inyectar un poquito más de seriedad.
— Imagina que sales de casa y puedes andar solo hasta el Retiro porque hay un muro en todas partes. Imagina que tu familia vive al otro lado de Atocha y allí hay una vida totalmente diferente, con colas, con policías que te ponen espejos bajo el coche para pasar a verlos. Era muy, muy extraño.
En el Berlín dividido vivió en 1989, en un territorio en el que un superviviente del imperio coexistía con el revolucionario que lo derribó; o un don nadie del nazismo se había convertido en héroe del comunismo.

Palabra de Nooteboom

Marcado por su niñez en una Holanda ocupada, el autor reflexiona en sus obras sobre el pasado y su relación con el presente. Y eso, el tiempo, es el plato estrella de Noticias de Berlín.Algunas citas:
El tiempo: "Nadie sabía qué era el tiempo, y aunque a todos los relojes del mundo se les diera forma circular, el tiempo seguía avanzando en línea recta, y el hombre no podía evitar un vértigo mortal al pensar que esa línea pudiera tener un final".
La memoria: "Si uno tuviese que acordarse de todo, reventaría. Sencillamente no hay sitio para ello. El olvido es una medicina, y hay que tomarla a tiempo".
El pasado: "Nunca se había sentido muy cómodo en el ahora, dado que, por su forma de ser, no podía evitar ver siempre ese ahora coloreado y determinado por el pasado. La mayoría de la gente parecía poder vivir perfectamente sin tener que pensar en un pasado, y países enteros, si resultaba conveniente, parecían capaces de olvidarse de su pasado con una facilidad pasmosa".
La guerra y el sentido de escribir: "La guerra es un caos que después, engañosamente, parece orden. Mi juventud fue un caos en busca de la claridad que, para mí, solamente se podía encontrar en la escritura. Esto es algo que se tarda mucho en descubrir. El caos crea forasteros. Los forasteros tienen que inventarse sus propios mundos para sobrevivir, el caos del yo en medio del ordenado mundo de los otros".
La historia como poesía: "La rima es un concepto de poesía, pero tiene para mí, probablemente por analogía, otro significado: unos acontecimientos que reflejan otros acontecimientos, a veces también formas de justicia histórica, confirmaciones de un presentimiento profético, un alivio casi metafísico de ver que la historia no solo está cambiando de curso, sino dando un viraje radical y buscando su opuesto".
— Había cuatro pasados a la vez. Y al otro lado, además, democracia. Es imposible que quien ha vivido todo eso lo digiera con normalidad. Recuerdo que yo estaba en pro de la unificación mientras mis amigos de Berlín estaban acostumbrados a una posición claustrofóbica de lujo. En una situación así, las culpabilizaciones son cruzadas, además hay divisiones regionales y más neonazismo en el Este. Es un país complicado, pero en general lo han hecho muy bien.
Tras la caída del Muro se sintió forastero en Berlín y cuando va aún busca involuntariamente las marcas de esa Atocha que se han ido borrando de la ciudad. Le sorprendió el ansia de lavadoras y coches que se escondía tras la búsqueda de libertad. Pero también la fortaleza, la entereza para asimilar el pasado.
—¿Le ha decepcionado la naturaleza humana?
— El materialismo se veía en todo el Este, eso existe, es la condición general. Pero también estaban obsesionados consigo mismos. Después de una etapa de imposibilidad del duelo, ha habido un momento en que los hijos han dicho a sus padres: "¿Qué has hecho tú en la guerra?". Y ha habido un cambio muy profundo, de cierta manera al otro extremo, muy protestante, lo que los japoneses nunca han hecho. En Japón los criminales de guerra eran héroes; en Alemania es diferente, siempre hay otro desaparecido, otra historia que investigar. En Alemania el tema siempre vuelve.
— Habla de esa Alemania escondida que necesita restituirse. ¿Cree que se ha restituido Alemania? ¿Lo ha hecho bien?
— Creo que sí y han encontrado muy buenas personas para hacerlo, gente como Angela Merkel o Joachim Gauck; gente que no tiene ninguna sospecha como aquí, donde son unos corruptos en cierta manera. El gran misterio es por qué pasó todo eso, porque también ellos deben reconocer que eran alemanes los que han hecho todo eso, no lo comprenden y se sienten culpables. Pero por otro lado han trabajado, han ganado la guerra en cierta manera. Para los ingleses es muy difícil digerirlo porque Alemania es un país completamente destruido que empieza de nuevo con nada y ¡arriba!
— Su libro critica a Alemania por intentar mirar al Sur con esa superioridad de quien necesita imponerles unas reglas.
— Han tenido siempre una idea muy nostálgica del Sur, se ve en Holderlin o en Goethe con su viaje italiano… El Sur era un ideal, pero en cierta manera esta Europa ha sido decepcionada en la práctica por los griegos, los españoles e italianos.
—¿Con razón?
—Sí, creo que con razón también, sí. La clave está en la ética protestante nórdica y una manera de vivir en el Sur que es diferente, y esto es como el carácter de los hijos que salen diferentes, no lo puedes evitar. Creo que los alemanes deberían adoptar un poco del carácter sureño, y los sureños, un poco del carácter estricto alemán.
En su discurso, como en su obra, vuelven las rimas de la historia. Nooteboom tenía 22 o 23 años cuando dos amigos fotógrafos le llamaron una noche: "Hay revolución en Budapest, vamos". Y se fue con ellos. Allí revivió las imágenes de asesinatos y guerra que recordaba de niño. “La gente nos preguntaba: ‘¿Cuándo vienen ustedes a ayudarnos?’. Pero yo sabía que nunca. Y esta ha sido una experiencia fundamental para mí, absolutamente. He visto el horror del comunismo y lo que puede hacer este sistema al final. Y 30 años después he visto también el fin del sistema, he cerrado el círculo. Ves un extremo y el otro. Y fuera de ese espíritu hay una idea europea, pero ahora la idea de Europa en este momento está en peligro".
— ¿Y qué la ha puesto en peligro?
— No los alemanes. Lo que la ha puesto en peligro primero es la gente estúpida que hay en todas partes, también en Holanda. Pero también los problemas económicos, y los problemas económicos del Norte vienen parcialmente del Sur, esto es innegable, por eso algunos prefieren seguir el camino solos.
— Ha hablado de 1939, 1956, 1989. ¿En qué rima estamos ahora de la historia? ¿Estamos en medio de un tsunami?
—Estamos en medio de muchos tsunamis: el del idealismo, el del proceso económico, pero creo que no debo abrir la boca porque no soy economista.

Es mucho mejor escribir que hablar; solo puedo formular las cosas cuando escribo
Y ríe o sonríe, como muchas veces a lo largo de un encuentro en que insiste en que él no es un especialista, en que elabora mejor escribiendo que hablando, y en que salta de un idioma a otro como ese ciudadano europeo que se ha esforzado por acercarse a todos y entender.
—¿Tsunami de idealismo?
— Sí, sí, eso existe, pero también están las cifras. Yo no soy economista y uno puede decir todos los ideales que tiene, pero hay problemas verdaderos que alguien tiene que solucionar, ellos o nosotros. Si los políticos no tienen el coraje de decir a la gente que debe sufrir, como los franceses, Francia no cambiará. Los alemanes lo han hecho, los holandeses lo hemos hecho, y los italianos dicen que quieren prorrogar todo eso. ¿Son los sacrificios necesarios o no? En Alemania y Holanda han decidido que sí y tengo muchos amigos sufriendo recortes, pero si otros países no pueden porque tienen miedo de las elecciones próximas o no hay coraje... estos son los problemas verdaderos de Europa. Y por otro lado, si lo hacen y la gente está descontenta, elegirá Gobiernos mucho peores que querrán seguir adelante sin el Sur o sin el Este.
— Dice en uno de los libros que si Europa se lo hubiera pensado tanto en la era del descubrimiento, no habría descubierto tanto.
— Exacto, es esto.
— ¿Cuál es el pecado de Europa entonces?, ¿pensar demasiado?
— Demasiadas opiniones, también nos hemos acostumbrado a un cierto lujo, nadie quiere ser pobre, antes había mucha gente pobre… Soluciones no hay tantas, pero yo he viajado mucho por Asia y los japoneses no tienen estas posiciones ideológicas: actúan y trabajan. Para mí es patético ver a Rajoy en China, Cameron en China,Hollande en China… todos van allí en busca de contratos, los obtienen y vuelven a casa diciendo: "¡Tengo un contrato de tantos millones…!". Si Europa quiere ser algo debe ser unida. Los ingleses no conocen ni comprenden nada de los alemanes, los aragoneses son diferentes de los asturianos, y aquí las azafatas de Iberia no pueden pronunciar un inglés un poco correcto, nunca comprendo lo que dicen. Y cuando veo en Menorca huelgas contra el trilingüismo, qué tendrá de malo que los jóvenes aprendan un poco el inglés.
— ¿Cómo aprendió español?
— En la calle, como se puede ver por mi gramática [ríe]. Pero viajando, con camioneros, haciendo autoestop, esto se aprende así cuando uno quiere. Ahora pueden elegir, muchos eligen español… o chino. Son más pragmáticos… Con el catalán no se va muy lejos, pero esto no se puede decir en Cataluña [y ríe otra vez].
Cierto que esta entrevista se celebra a propósito de la caída del Muro, pero el riesgo de perderse al escritor es más grave que el pecado de romper la coherencia de este suplemento dedicado al 25º aniversario, así que no teman, intentaremos no dejarle escapar.
— ¿Cuál es el gran motor de su obra? ¿La perplejidad, la conexión con los demás?
—Todo eso ha venido después. Yo empecé con completa inocencia, ¡puf!, me he sentado a la mesa y me ha salido un libro.

Yo no puedo recordar que quisiera ser escritor, por qué me senté a una mesa para escribi
— ¿Y por qué se sentó a la mesa entonces?
— No hay nada sobre lo que mientan los escritores tanto como de la génesis. "Yo siempre quise ser un escritor…" [ríe y ridiculiza con el tono]. Yo no puedo recordar que quisiera ser escritor, por qué me senté a una mesa para escribir. Pero cuando acabé el primer capítulo de lo que fue Philip y los otros, fui a casa de un escritor que vivía en mi pueblo, llamé a la puerta y le pregunté: “¿Quiere usted leer esto?". Diez años más tarde nunca me habría atrevido, pero lo hice, lo leyó y me dijo: "Voy a pasar esto a una editorial". Lo hizo y me llamaron dos señoras: "Si sigue escribiendo este libro, le pagaremos 300 florines”. Así que terminé. Luego aparece el libro con tu nombre y ¡ya eres escritor! Un gran problema [ríe]. Es verdad. Después ya no sabía qué hacer.
Por eso se embarcó hacia América Latina, eran los años cincuenta, y escribió historias de marineros y libros de viajes. También una novela en la que el protagonista, un escritor, no puede terminar su libro y se suicida. Antes le deja su manuscrito a otro escritor que no la logra terminar. “Nunca fue un éxito y no me extraña. Era patética, histérica, extraña [ríe], lo que quieras, pero importantísima en mi obra”.
— Después, con una inteligencia posterior, yo he dicho: “A lo mejor le he matado para no matarme yo” [y vuelve a reír]. El caso es que después, durante 17 años, no he escrito ficción.
— ¿Por qué 17 años sin ficción?
— De nuevo: solamente se pueden decir cosas después.
— Ahora, por ejemplo.
— Hay que soportar el propio silencio. No estaba listo para hacerlo, tal vez había sido demasiado pronto para el primero, hay que saber esperar. De vez en cuando uno piensa: “Si mañana tengo un accidente de tráfico, no habrá más”. Pero eso no ocurrió y llegóRituales. De alguna forma he sabido que no tenía suficiente conocimiento del mundo, y eso se adquiere viajando. Y Berlín ha sido también una experiencia fundamental.
— ¿Cuál es el motor entonces: la perplejidad, el asombro, el amor a la naturaleza humana, la búsqueda de comprensión? ¿Puede explicarlo el Cees de 81 años cuando mira atrás?
En lugar de responder, Nooteboom cuenta divertido que pronto tendrá que hablar en la catedral de Aquisgrán y que está escribiendo las preguntas que dirigirá "a un dios griego desde la casa de otro dios", siguiendo así con Cartas a Poseidón (Siruela), su libro de reflexiones y dudas dirigidas a ese mito de los océanos que ha tenido que ver los pies de Jesucristo andando sobre el agua, sobre él. "Y le voy a preguntar, tuteándole: ‘¿Qué has sentido cuando has visto los pies del otro dios sobre el agua?’. ¡Y esto voy a leer en la catedral de Aquisgrán!". Además, cuenta, escribe sobre su jardín menorquín. "Voltaire dijo: ‘Hay que cultivar tu jardín’. Y al final de mi vida es lo que hago, pero yo le he dado la vuelta y he dicho: ‘Ahora es mi jardín el que me cultiva a mí".

No hay nada sobre lo que mientan los escritores tanto como de la génesis. Yo no puedo recordar que quisiera
ser escritor
Le insinúo que no sé si me ha contestado. ¿Es la perplejidad, el asombro, la conexión?
— Yo tengo un problema con las abstracciones.
— En sus libros no.
— No, por eso es mucho mejor escribir que hablar, todo eso es secundario, y solo puedo formular las cosas cuando escribo. La idea borgesiana de perplejidad ha sido muy importante para mí, sí. Pero hay dos maneras de ser perplejo: con agresión o con autenticidad.
Todo está claro, pues.
— Hay un momento en que Arthur Daane, el protagonista de El día de todas las almas, entra en monólogos de pensamiento libre cargados de angustia y él mismo se tiene que interrumpir y decir: "Tranquilo, Daane".
— ¡Sí, sí! Es verdad.
— Como es su alter ego…
— Sí, siempre lo son.
— Entiendo que también sufre esos monólogos de pensamiento que tiene que parar para parar la angustia.
— Sí [parece que va a elaborar un poco la respuesta, pero se ríe, enigmático, y solo repite]. Sí. Ese es un libro importante que por ejemplo en EE UU ha caído como una piedra, esos no quieren saber, no. Es un libro europeo. Recuerdo una cita en una universidad de California que había comprado, trasladado y exhibido pedazos de muro y lo hacía en una ceremonia de colores ajena al significado trágico del Muro. No han comprendido nada, era tan ridículo. Esta divergencia fue para mí un símbolo de que los pueblos muchas veces no pueden comprenderse.
— También a Arthur Daane le gustan las personas que llevan varias personas dentro. A los 81 años, ¿uno logra conciliar a todas las personas que lleva dentro?
— Un poco más sí, sobre todo en mi jardín en Menorca, trabajando. Hemos estado cuatro meses y tenía un cierto miedo de entrar de nuevo en el mundo verdadero, en Menorca vivo aislado.
— ¿Y qué tal va el jardín?
— Me da problemas, porque un conde croata me plantó un árbol hace años y durante mucho tiempo yo estaba encantado, pero ahora tiene elefantiasis y me va a elevar el jardín, y caen frutos enormes que otros años no he visto, las raíces están encima de la tierra y son enormes, como patas de elefante, y amenaza una de las paredes de piedra. Este árbol lo va a reventar todo. ¡Eso son problemas que nunca tienes en Ámsterdam!
— En Lluvia roja cuenta también sus problemas para domesticar su jardín. ¿Cees Nooteboom no ha logrado domesticarlo?
— No, no. El año pasado teníamos una mariposa tan bella que parecía diseñada por Gucci, era fantástica, y resultó que nos llegó una alerta sobre ella. Ese ser tan bello es letal y ahora amenaza las palmeras que yo planté ahí hace 35 años y hay que inyectar un producto para matarla. Viene de Uruguay, es una inmigrante [ríe].
— ¿Es una metáfora?
— Se puede decir, sí.
— En su infancia le costaban tanto las matemáticas, no las comprendía, y sustituyó la realidad que no comprendía por su propia realidad. ¿Cree que si hubiera comprendido las matemáticas y el orden lógico de las cosas no tendríamos escritor?
— Es posible. Un día, al recibir un doctorado honoris causa en Bruselas, conté que la pesadilla recurrente que a mí me ha quitado el sueño toda la vida era el examen de matemáticas. Y he dicho: "Veo este día de doctorado como mi último día de escuela, nunca he visto una universidad ni nada, espero que este sea mi último día de escuela y se acaben por fin las pesadillas". Y se han acabado, nunca han vuelto. Pero me faltan las matemáticas.

Aquí hay cosas muy viejas, resentimientos que no se ven en la vida cotidiana, pero que existen;
no pueden con la ley de la memoria, no lo quieren ni ver
— ¿Para qué?
— Claridad. Esas son cosas que uno descubre solamente después. Yo creo que tengo una inteligencia suficiente para haber comprendido las matemáticas que se ofrecen en el colegio, pero me he cerrado, era una resistencia, y con un profesor más inteligente habría sido posible, creo. Pero me han dejado en mi pequeña estupidez
— A cambio, tenemos un escritor.
— Pero he sufrido mucho con la matemática.
— ¿Le importa el reconocimiento, es importante para usted?
— Sí, sí, sería imbécil si dijera que no me importa.
— ¿Se puede convertir en algo enfermizo para un escritor? ¿Hasta qué punto ha sabido manejar el peligro del ego, la vanidad?
— Un librero holandés me dijo ayer hablando sobre esto: la combinación de sentirse víctima y al mismo tiempo agredir es fatal. Hay ejemplos: el diario de Gombrowicz, que siempre buscaba el reconocimiento y estaba obsesionado por lo que los demás no habían visto o comprendido en él. Yo esa obsesión no la tengo.
— España: usted ha visto la situación y recuerda cómo el paro de seis millones de trabajadores en Alemania desembocó en el nazismo. Los partidos grandes pierden apoyos mientras surgen movimientos como Podemos.
— También pasa en Holanda. Los socialdemócratas holandeses caen, la izquierda que no es izquierda-izquierda gobierna con la derecha que no es derecha-derecha. La derecha se mantiene, pero la izquierda socialdemócrata que ha tenido el coraje de hacer las reformas necesarias va a sufrir. Pero no habrá una revolución.
— ¿En España ve peligro?
— No lo creo. Es cierto que aquí hay cosas muy viejas, resentimientos que no se ven en la vida cotidiana, pero que existen; aquí no pueden con la ley de la memoria, no lo quieren ni ver. También puede ser el carácter. Pero no hay la pobreza de antes de la Guerra Civil, la gente está distraída por el deporte, la televisión. Todo eso antes no existía. Y desempeña un papel.
— Ha dicho que Alemania ha sabido digerir su pasado. ¿España ha sabido?
— No.
— ¿Y es necesario?
— La psiquiatría nos enseña que hay que volver al pasado para descubrir lo que ha pasado. Hay muchas cosas pendientes, creo.
— Usted vive entre el Norte y el Sur. ¿Qué le aporta el Norte y qué le aporta el Sur?
— Nunca podría ser tan partidario como aquí, Holanda es un país de consensos, tengo un partido liberal que me interesa, pero no por ello creo que los demás son el diablo.
— ¿Hay un muro norte-sur?
— No, no. Los medios desempeñan un papel porque tienen que llenarse cada día y exageran. Y cuando hablo es también porque he leído mucha prensa, nunca somos completamente originales, pero hay algo diferente, y es que en Holanda cuando dicen mañana, es mañana. Y cuando llego a Menorca dicen: "La semana que viene, sí, sí…", y no llega. Existe también en el Norte, no hay respuestas sencillas, hay muchos lados de todo.
Sencillas o no, son las suyas, las de un hombre de 81 años que sigue de aeropuerto en aeropuerto buscando dónde mirar. Tras acabar la sesión de fotos en el interior del Retiro y despedirnos, mira despistado alrededor y nos retiene con su pregunta final: "Un momento: ¿dónde estamos?". Tras explicárselo, muy animoso, escoge un rumbo decidido y dice: "Muy bien, adiós". Parece que hubiera activado una imaginaria brújula mental.



domingo, 19 de octubre de 2014

Cees Nooteboom / Góndolas

Cees Nooteboom
GÓNDOLAS
Traducción de Isabel-Clara Lorda Vidal
Las góndolas son atávicas. No recordaba dónde lo había leído ni le apetecía pensar en ello por temor a que se desvaneciera la emoción del instante. Un sol bajo, la forma de ave negra de una góndola en la neblina de la laguna, los bolardos negros perdiéndose en la lejanía, en la otra orilla invisible del agua, como una solitaria falange de soldados en misión de muerte, y él aquí en la Riva degli Schiavoni, con una foto amarillenta, medio rasgada, en la mano. Si eso no es emoción… Fue en ese lugar aproximadamente donde amarró la góndola y fue en esos escalones o en los de más allá, cerca de la estatua de la partisana fusilada medio sumergida en el agua, donde desembarcaron. El tiempo era similar al de ahora, según se deducía de la fotografía. Se sentaron en los escalones, y al poco apareció un joven oficial para decirles, mientras señalaba un rótulo, que los escalones estaban reservados para la Policía de Aguas y que debían desocuparlos. Así que debía buscar aquel rótulo, seguro que no era muy difícil encontrarlo.
Y si lo encuentro, se preguntó, ¿entonces qué? Pues me hallaré en el lugar exacto donde estuve hace cuarenta años. ¿Y? Se encogió de hombros como si fuera otra persona quien hubiera formulado la pregunta. Pues nada, se dijo, nada, esa era precisamente la cuestión.
Había aceptado el encargo de escribir algo sobre una exposición en el Palazzo Grassi con la intención de realizar este peculiar peregrinaje. Un peregrinaje en busca de un espectro. No, más que un espectro, una ausencia. No tardó en encontrar los escalones. Las ciudades eternas tienden a la inmutabilidad. La Policía de Aguas seguía amarrando en los mismos escalones. El rótulo estaba en el mismo sitio, fijado en los ladrillos del muro lateral. Lo habían pintado de nuevo, eso sí. Se sentó en el escalón superior y pensó que el joven oficial que se había acercado a ellos aquel día lejano llevaría ya tiempo jubilado, y, en el supuesto de que siguiera siendo joven después de esos cuarenta años, no habría reconocido a ese anciano sentado en la escalera. La fotografía la había hecho un desconocido que se encontraba un poco más allá, en el borde del muelle, de espaldas a la laguna. Fue tomada con un ángulo de treinta grados, lo que permitía distinguir al fondo el Palacio Ducal. Observó la fotografía, y, como siempre, se sintió asombrado de su falsedad. Las fotografías no sólo eran capaces de retratar a los muertos, sino que además te confrontaban con una versión desfasada de ti mismo, un joven melenudo, irreconocible, cuya apariencia estaba tan asociada al espíritu de una época que la imagen despedía el rancio aroma de un tiempo ya para siempre superado.
El milagro es que uno conserve el mismo cuerpo. Aunque en realidad no es el mismo, claro. El poseedor del cuerpo conserva el mismo nombre, eso es todo.
En realidad, lo que quería decir esa fotografía, pensó, más como una constatación que por autocompasión o por sentimentalismo trágico, es que a él también le había llegado la hora. Aquel día él estaba sentado a la izquierda de ella. Ella alzó sonriente la cabeza hacia el fotógrafo desconocido, se echó el cabello rojo hacia atrás con un rápido ademán y apoyó el cuerpo contra el muro lateral de los escalones cubriendo una parte del rótulo. Miró el agua gris que se mecía al pie de la escalera. ¡Qué milagro que todo permaneciese igual! El agua, la forma de cormorán de las góndolas, el escalón de mármol sobre el que se había sentado. Somos nosotros quienes desaparecemos, pensó, quienes abandonamos la escenografía de nuestras vidas. Pasó la mano por la granulosa superficie de piedra que tenía a su lado, como si quisiera palpar la ausencia de la mujer de la fotografía. Sabía que era fácil caer en formulaciones tópicas cuando uno pensaba en ese tipo de cosas, pero era indudable que había en todo ello un misterio que nadie había resuelto jamás. «Por realidad y perfección entiendo lo mismo», esta vez sí se acordaba de quién era esa frase. Era dudoso que Hegel aludiera a la situación en la que él se encontraba y sin embargo parecía escrita a propósito. Sintió un extraño regocijo al pensar que la realidad era la que era, que no podía modificarse mediante el pensamiento. La muerte era algo natural aunque viniera acompañada de formas de dolor casi intolerables y tan profundas que uno quisiera perderse en ellas para abandonarse a la realidad perfecta del misterio.
Todo comenzó de un modo muy simple. Una isla griega, la casa de los amigos de unos amigos, que le dejaron porque sentían pena por él debido a su reciente divorcio. No estaba acostumbrado a estar solo y anhelaba a todas horas compañía femenina. Un paseo marítimo pavimentado por donde caminaban o paseaban aquellas figuras femeninas a las que él deseaba abordar. Pero no se atrevía por temor a ser tachado de imbécil. «Engatusar a las mujeres», llamaba a eso su amigo Wintrop. La expresión era bonita, pero él nunca fue capaz de hacerlo. ¿Cómo era aquel verso de Lucebert? Rondando barcas femeninas en la noche. Sí, eso sí que lo hacía. Pasear de un lado a otro y vuelta a empezar. Rondar, callejear, mirar. Hidra, barcas de pescadores, blancas en la noche oscura, meciéndose suavemente, iluminadas por la luz de neón de las altas farolas del muelle. Golondrinas, cipreses, ¿o acaso era todo ello producto de su imaginación? ¿Existían en aquella época las luces de neón? ¿Por qué iba a corresponder su recuerdo con la realidad? Transfórmalas en luces amarillas, escucha una lechuza, observa las formas oscuras de los pinos. El mar sigue siendo el mismo y bate suavemente contra el muro del muelle. Todo lo demás es reemplazable, el arsenal de objetos con los que se guarnece la memoria.
Ella no se parecía a una barca cuando pasó delante de él. O tal vez sí. Era extremadamente ligera, como una vela pequeña flotando en el agua. Él debió de hacer el ridículo poniéndose de repente de pie junto al muro del muelle y haciendo el gesto de un agente que detiene el tráfico. Y eso fue lo que dijo, ¡STOP!Todavía lo recordaba con bochorno. Años después, en California, cuando ya todo pertenecía a un pasado remoto, ella se reiría más de una vez de aquella escena. Se quedó tan sorprendida que se detuvo en seco. Curiosamente, él no recordaba si se fue con él aquella misma noche. Estuvieron charlando un buen rato en un bar del puerto. Americana, de nombre italiano. Dieciséis, dieciocho años, se lo quiso preguntar pero no se atrevió. Ya entonces reparó en los signos que la chica tenía en las manos y en los brazos, los signos del zodíaco, no tatuados, como suelen verse hoy en día, sino dibujados con tinta negra sobre la piel morena. Cuando le preguntó qué era aquello, ella le contestó sin más: «Ah, soy una bruja». También de eso se reirían más adelante. Él aún conservaba las cartas que ella le escribió en aquella época, unas cartas llenas de exaltadas historias sobre brujería y hechizos, fantasías que a él le parecían absurdas y que sin embargo al principio le resultaron excitantes. Entonaban con el espíritu de la época y más aún con el cabello rojo de su amiga, con sus ojos color pizarra, con su voz sorprendentemente profunda y un poco ronca. Durante los días siguientes a su encuentro, ella durmió en su gran casa blanca. En su casa, no en su cama. Ese fue el pacto. Ella se dejaba acariciar mirando hacia otro lado y luego se quedaba dormida de un modo sorprendentemente profundo, con la ausencia de un animal para quien el mundo ha dejado de existir. Él se sentía entonces un poco ridículo y desplazado, pero le conmovía la confianza que ella le mostraba. Mejor la compañía que el amor, algo así escribió por aquel entonces en su diario. Más tarde se deshizo de ese diario, algo que ahora lamentaba, aunque de esa frase se acordaba todavía. Unos días después todo cambió. Tal vez se lo estaba inventando, pero le pareció recordar que le señaló uno de esos extraños signos que llevaba pintados en diferentes partes del cuerpo y le dijo algo así como que había llegado el momento. Algo relacionado con los planetas, cosas que ya entonces a él le parecían una simpleza.
En el amor fue astuta y a la vez infantil, no había encontrado otras palabras para describirla. Aunque la calificación de «astuta» nunca le había convencido, no era el término apropiado. Más bien calculadora, consciente de su propósito, pero tampoco era exactamente eso. Su premeditado comportamiento infantil suscitó entre ellos una sensación de juego prohibido que a él le resultaba excitante, como si ella tratara de insinuarle que dormía con una niña, algo que él nunca había experimentado ni volvería a experimentar de esta manera.
Regresó a la ciudad. La exposición de Piero della Francesca le había causado una profunda impresión. En realidad no sabía por qué había visto en esa exposición un paralelo con aquella historia tan lejana, tal vez por la sencilla razón de que el pintor y aquel recuerdo le ocupaban la cabeza simultáneamente, tal vez también porque había algo en las obras de Piero della Francesca que resultaba inaccesible, una sensación similar a la que experimentó aquellas pocas semanas en que él y la chica estuvieron juntos. No puede decirse que ella fuera una mujer misteriosa, lo de la brujería era una sandez, pero su presencia «ausente» le recordaba de alguna manera las figuras hieráticas de las pinturas del artista. Cuando uno estaba frente a ellas, sentía un fuerte deseo de penetrar en su mundo, pero este era inaccesible. No sabía aún qué escribir en su artículo, como tampoco sabía qué hacer con su recuerdo.
Tomaron un tren, por aquel entonces, y atravesaron Grecia para ir a Yugoslavia. De aquel viaje no recordaba más que las habitaciones de miserables pensiones y la corona de cabello rojo sobre la almohada. Y una noche en Belgrado, en la terraza de una cervecería, donde unos hombres en plena juerga les ofrecieron suslivovitz y luego arrojaron sus copas al suelo de grava. Así llegaron a Venecia. No recordaba en qué hotel se alojaron, pero sí el lugar donde fue tomada la foto. Se dio la vuelta y volvió sobre sus pasos.
En realidad era inconcebible que la gente desapareciera sin más de la vida de uno. Deberíamos tener cientos de vidas paralelas. Despedida en la gran estación, el aturdido vagabundeo por la Fondamenta Santa Lucia, de nuevo solo, un hombre callejeando entre la multitud que acababa de experimentar cómo alguien se había desvanecido súbitamente en el mundo: un brazo delgadito que asomaba por la ventana de un tren y luego el propio tren, un artefacto cuadrado con luces, alejándose por el Ponte della Ferrovia. Después el vacío. Cuarenta años habían transcurrido desde entonces. Regresó a su habitación de hotel y se puso a hojear el catálogo de la exposición. Sí, era absurdo tratar de encontrar una conexión entre aquella historia tan lejana y Piero della Francesca.
¿Quién había sido ella? Una hija de los tiempos del flower power y él, en su soledad, un joven dispuesto a enamorarse y escuchar aquellas monsergas sobre planetas y estrellas que según ella interferían en sus vidas. ¡Como si estos no tuvieran otra cosa que hacer!
Y sin embargo, de noche junto al mar, cuando su voz le seguía hablando de Saturno y Plutón como si fueran seres vivos que desde el universo tejiesen los hilos por los que discurrían las vidas de una chica de diecisiete años de Mills Valley y de un periodistafreelance de Ámsterdam, él había sentido una fascinación difícil de describir, no por las historias que ella le contaba, sino por el tono pizarra de sus ojos que parecía iluminarse en la oscuridad.
El amor era necesidad de amor, eso bien lo comprendió. Que unas cuantas esferas inertes, compuestas de gas y de hielo, rigieran nuestras vidas desde el universo era una fábula que la gente se contaba para sentirse parte de algo en un mundo en el que otras fábulas habían perdido credibilidad. Y si no eras capaz de soportar esas cosas, no haber dicho «stop» a una transeúnte cualquiera.
De vuelta a su casa vacía de Ámsterdam, estuvo esperando sus cartas escritas con aquella caligrafía americana poco agraciada y casi infantil, los márgenes adornados con medio zodíaco y signos sicilianos contra el mal de ojo. Se preguntaba ahora qué le habría contestado él. No recordaba quién de los dos fue el primero en dejar de escribir, pero sí la excitación que sintió cuando al cabo de más de veinte años recibió inesperadamente una carta escrita con la misma caligrafía torpe. En ella le decía que había leído una reseña suya sobre Jacoba van Heemskerck en un catálogo sobre arte espiritual publicado con motivo de una exposición de la obra de esta artista en San Francisco. Le habían sucedido muchas cosas, le decía. Se había casado, divorciado, tenía dos hijos y pintaba cuadros que tal vez guardasen cierta similitud con los de Jacoba van Heemskerck. En la carta había incluido dos fotos de su obra: unas superficies nebulosas de un color que a él le recordó el tono de sus ojos, gris con unas manchas luminosas flotantes. Arte destinado a las paredes de un centro de meditación. Las cosas no le habían ido bien, pero el budismo le había sido de gran ayuda. Cerca de su casa había un monasterio que le había servido de mucho. De no ser por sus hijos, habría ingresado en él. Se acordaba de él con frecuencia. A lo mejor se estableció una especie de afinidad espiritual entre ellos mientras él redactaba su reseña de la obra de Jacoba, una artista apenas conocida en Estados Unidos, pero que para ella había sido una fuente importante de inspiración, y sobre todo un consuelo, pues había vivido experiencias desagradables que prefería no contarle para no aburrirle. Esperaba que le llegara la carta y sentía que su visita a esa exposición había sido una señal. ¿No era extraño que personas que se habían conocido se perdieran para siempre de vista en este mundo? ¿Que el uno no supiera si el otro vivía, a pesar de haber viajado juntos, de haber compartido experiencias? Cuando se conocieron, ella era en realidad una niña. Durante el tiempo que estuvieron juntos había vivido como en un sueño, tanto en la vieja casa de Hidra como en el largo viaje en tren por aquellos áridos paisajes y al final en Venecia, adonde esperaba poder volver alguna vez. Probablemente habría dicho muchas tonterías en aquellos días, le pedía disculpas por ello, pero con todo él supo respetarla tal como era entonces y ahora quería agradecérselo, porque las cosas también podrían haber ido de otra manera. No estaba segura de si él comprendía a lo que se refería. En realidad, lo que quería decirle es que le agradecía que él no hubiera abusado de ella. Esperaba que comprendiera que no le estaba pidiendo nada. Y que de todos modos era un milagro que entre los miles de millones de personas que hay en el mundo se hubieran vuelto a encontrar. Naturalmente no era necesario que contestara a su carta, no era eso lo que ella pretendía, aunque sí le gustaría saber si estaba bien.
No muy bien, debería haber sido su respuesta sincera. Pero no pensaba contestarle eso ni tampoco que su reseña sobre Jacoba van Heemskerck la había escrito por encargo, que aunque sentía respeto por la obra de esa artista, la consideraba un poco inconsistente, y que en su opinión el interés que actualmente esta suscitaba formaba parte de esa afición general por lo espiritual que en los últimos años había tomado posesión de las almas de la gente, y de la que ella, la que escribía la carta, había sido en cierta manera una precursora. Su obra era pródiga en color, sí, y con un dinamismo tal vez similar al de Kandinsky, pero carecía de la historia que él buscaba. Ese arte no había sido sino una reacción al siglo XIX que él tanto detestaba. En lugar de esto, le contó que estaba preparando una tesis sobre Piero della Francesca. ¿Conocía ella a ese pintor? Y sí, le alegraba haber recibido una carta suya. ¿Qué sucedería si se volvieran a ver? Él seguía conservando aquella pequeña fotografía de ella junto al bolardo en la Riva degli Schiavoni. ¿Se la envió en su día? No lo recordaba. Y eso que acababa de decir del siglo XIX no era del todo cierto. Flaubert, Stendhal, Balzac, ellos habían sido ya una reacción a aquella antigua indolencia en la que se anegaron tantas esperanzas. Le bastaba con mirar las primeras fotografías de aquella época, el estatismo de los largos tiempos de exposición, para saber que no desearía haber vivido en aquella antesala del modernismo. ¡Aquella fotografía! Una chica junto a un bolardo tan grande que hubiera podido servir de amarre incluso de un buque. Un vestido muy ligero, con un toque violeta, por el que asomaba el rostro efímero de una criatura humana, pura fugacidad capaz de desvanecerse de un soplo. Una Madonna de Bellini, aunque eso no se lo dijo. Un estudioso de la historia del arte debe desconfiar de las comparaciones. Y con todo, incluso sin hijo, ella había sido una Madonna. La misma sombra en la parte izquierda del rostro que no presagiaba nada bueno, unos ojos mirando hacia dentro que habían visto ya cien veces la futura tragedia del niño que sostenía en su regazo, y luego el propio niño, un viejo filósofo consciente de que la mano amorosa de su madre no lograría salvarle de la muerte.
Antes de que acabara de leer la carta, él ya había tomado la decisión: iría a visitarla. Y eso fue lo que hizo. Un ejercicio sin sentido, le advirtió uno de sus amigos, pero él no lo creía así. Las historias hay que concluirlas.
Y la consecuencia de todo ello fue un viaje a Estados Unidos y una mujer esperándole en un aeropuerto de San Francisco, una mujer en cuyo rostro vio la imagen envejecida de sí mismo. Las personas son extraordinarias, merecerían ser premiadas continuamente. Se escrutaron con una mirada fugaz que no duró más de un segundo, una fotografía interior de extrema nitidez sobre la que de momento no iban a hablar. Arrugas en el contorno de los ojos, el cabello todavía con un brillo rojo pero más apagado, testimonio del paso del tiempo, y un repentino compañerismo, tal vez ternura. Más amor que antes, lo supo enseguida, un amor con el que no haría nada, también eso lo supo en el acto. La vulnerabilidad había aumentado. Una casa de madera, suburbio de un suburbio, acuarelas de la órbita de Rudolf Steiner, un arte que a él nunca le había interesado, cosas que en otros tiempos habría dicho y sobre las que ahora era capaz de mentir con una facilidad que a él mismo sorprendía. Sigues viviendo en un sueño, le dijo, y ella, fiel a sí misma, le contó algo así como que Saturno era el autor de aquellas manchas flotantes, que había sido una semana de éxtasis absoluto, que había sentido aquella fuerza noche tras noche mientras pintaba, y que al acabar se había sentido más vacía que nunca, vacía pero feliz.
Poco tiempo después ella había visto aquella exposición y había comprendido que era una señal de que debía escribirle. Pero nunca imaginó que fuera a verla.
«Servicio de Amor» fue el término que se le ocurrió. Había venido para concluir una historia.
Lo cual no era lo mismo que ponerle fin. Algo había permanecido abierto. La mayoría de las veces, la cosa no iba a más: dos personas vivían una historia, luego se imponía la distancia, el tiempo, el desgaste, el olvido. De cuando en cuando un pensamiento, un vago recuerdo, lo normal, lo que solía suceder, excepto cuando uno no se conformaba con ello. Algo tenía todavía que ocurrir, una verificación, una forma de despedida. Las historias hay que cerrarlas, no sólo para uno mismo, sino también para el otro, a no ser que el otro no tenga necesidad de ello. Eso era lo que él había ido a hacer en Mills Valley. Y eso era lo que estaba haciendo de nuevo ahora, después de la muerte de ella, en Venecia.
¿Experiencias desagradables? ¿No fue eso lo que ella le dijo en la carta? Sí, pero no quiso hablar de ello.
¿Y si salían a pasear? ¿Un paseo por la orilla del mar? Hacía buen tiempo, un poco tormentoso, pero esa era la atmósfera apropiada. ¿O estaba él muy cansado? No, le apetecía salir a pasear y sentir los azotes del viento. Nadar iba a ser imposible, por la fría corriente del golfo y también por las riptides, las aguas revueltas. El mar estaba hermoso pero era un peligro, dijo ella. Y así era. Marin County, McClures Beach, un largo descenso, y unos campos a izquierda y derecha donde había unos alces enormes a los que estaba prohibido acercarse. Periodo de celo. De cuando en cuando se les oye bramar cuando se desafían con su imponente cornamenta. Abajo golpeaba el rompiente, muros de agua que te venían al encuentro, los correlimos correteaban delante de las olas trazando en la arena signos de un alfabeto minúsculo. El bramido del mar era un órgano furioso, el lugar donde se concluye una historia que empezó veinte años atrás. Entonces te pones a gritar contra el viento.
Una maldición, un destino que no se aviene con las tonalidades de esa tierra, ni con los colores infantiles de la ropa que viste ahí la gente mayor, ni con las casas ligeras de madera, ni con las imitaciones de una pintora holandesa de la era antroposófica. Por eso te acercas a la violencia del océano y lanzas tus palabras contra el viento, mientras la voz femenina grita contra la rompiente cosas sobre un poeta que la abandonó, un hijo drogadicto, una enfermedad como una bomba de relojería, «pero estoy resignada».
«Un poco excesivo, eh», dijo ella más tarde en el coche. Esa era la frase que él se llevó consigo a Venecia, «un poco excesivo». Se cartearon un par de veces más, pero cuando él le preguntaba por su enfermedad, ella rehusaba contestarle y le decía que los planetas y las estrellas la acompañaban más que nunca y que a veces sentía como si alguien estuviera a punto de llevársela al cielo. Y también le dijo que le había hecho un dibujo, que le enviaría cuando llegara el momento. Y que no quería su compasión. Acababa de regresar de la playa, donde había presenciado una puesta de sol alucinante, una extensa estela roja dirigiéndose en línea recta a la playa en la que habían estado los dos. Podría haber caminado sobre el agua directamente hacia el sol.
Al cabo de una semana más o menos llegó la acuarela que él había visto en su casa y que nunca llegó a colgar. Y con la acuarela, las cartas que él le había escrito durante los últimos meses y las de veinte años atrás. Las arrojó al agua sin leer. «Para eso están los cubos de basura», le conminó una voz a sus espaldas. Él no contestó y se quedó mirando los papelitos blancos que se mecían sobre el agua cenicienta del atardecer, hasta que pasó una góndola y los perdió de vista.


Cees Nooteboom
Los zorros vienen de noche