lunes, 30 de diciembre de 2013

Raymond Carver / Seis poemas



Raymond Carver
MI CUERVO Y OTROS POEMAS
Traducción de Juan Carlos Calvillo
MI CUERVO

Un cuervo voló hasta el árbol fuera de mi ventana.
No era el cuervo de Ted Hughes, ni el cuervo de Galway.
Ni el de Frost, ni el de Pasternak, ni el cuervo de Lorca.
Ni uno de los cuervos de Homero, lleno de sangre
después de la batalla. Éste era sólo un cuervo.
Que nunca encajó en ningún lado de su vida,
ni hizo nada que valga la pena mencionar.
Se sentó allí en la rama unos cuantos minutos.
Luego se reanimó y voló hermosamente
fuera de mi vida.


INICIOS 

Una vez
había una plomada
hundida en el suelo
de un valle de abetos falsos
cerca de Snohomish
en las Cascadas
que pasaban bajo
monte Rainier, monte Hood,
y el río Columbia
y salía
en algún lugar
de la selva tropical de Oregon
vestida
de hojas de helechos.


SIMPLE

Una abertura entre las nubes. El contorno
azul de las montañas.
El amarillo oscuro de los campos.
El río negro. ¿Qué hago aquí,
solo y lleno de remordimientos?

Con toda tranquilidad sigo comiendo del tazón
de frambuesas. Si estuviera muerto,
me recordé a mí mismo, no las
estaría comiendo. No es tan simple.
Es así de simple.


POEMA PARA HEMINGWAY
& W. C. WILLIAMS


3 truchas gordas están suspendidas
    en el lago
bajo el nuevo
    puente de acero.
dos amigos
    caminan lentamente
sendero arriba.
    uno de ellos,
ex peso completo,
    lleva una vieja
gorra de caza.
    quiere matar,
es decir, pescar y comer
    los pescados.
el otro,
    hombre de medicina,
sabe las posibilidades
    de eso.
cree que está bien
    que sólo estén
suspendidos ahí
    siempre
en el agua clara.
    los dos siguen
pero lo
    discuten mientras
desaparecen
    en los árboles que se disipan
& los campos & la luz,
    río arriba.


ADULTERIO

Una matinée esa tarde
    de sábado La novicia rebelde
Tu abrigo en el asiento vacío
            junto a mí
        tu mano en mi regazo
se nos transporta
a Austria
Allí
en algún lugar del Rin
En alguno de estos viejos
y hermosos pueblos
podríamos vivir tranquilos
un ciento de años
Luego
te pones un delantal
me sirves una taza de té con una rodaja de limón
en Radio Monitor
Herb Alpert
y el Tijuana Brass
tocan Zorba el griego
También oímos por casualidad
parte de una conversación
con Dizzy Dean
En el suelo
junto a la cama el Esquire
Frank Sinatra
rodeado de encendedores llameantes
Tácito
Máximo Gorky
bajo el cenicero
Tu cabeza en mi brazo
fumamos cigarros
y hablamos del lago Louise
el Banff National Park
la Península
Olímpica
lugares
que ninguno de nosotros ha visto
Afuera
el calor se hace rayos
las primeras gotas pesadas de la lluvia
atizan el patio
Escucha
Qué espléndidos estos regalos


ESTA MAÑANA

Esta mañana fue algo especial. Un poco de nieve
yacía sobre el suelo. El sol flotaba en un claro
cielo azul. El mar era azul y verdeazul,
tan lejos como alcanzaba la vista.
Difícilmente una ola. Calma. Me vestí y salí
a dar un paseo, decidido a no regresar
hasta tomar lo que la Naturaleza tenía que ofrecer.
Pasé cerca de unos viejos árboles retorcidos.
Crucé un campo esparcido de piedras
donde la nieve se había amontonado. Seguí
hasta alcanzar el acantilado.
Ahí miré largamente el mar y el cielo y
las gaviotas revoloteando sobre la playa blanca
abajo a lo lejos. Todo precioso. Todo bañado de una luz
pura y fría. Pero, como siempre, mis pensamientos
empezaron a dar vueltas. Tuve que poner de mi parte
para ver lo que estaba viendo
y nada más. Tuve que decirme a mí mismo que esto era
lo que importaba, no lo demás. (¡Y sí logré verlo
durante un minuto o dos!) Durante un minuto o dos
logré desplazar las reflexiones habituales sobre
lo que estaba bien y lo que estaba mal—obligaciones,
recuerdos tiernos, pensamientos de muerte, cómo debía
llevarme
con mi ex esposa. Todas las cosas
que esperaba se fueran esta mañana.
Las cosas con las que vivo cada día. Lo que
he pisoteado para poder seguir vivo.
Pero durante un minuto o dos pude olvidarme
de mí mismo y de todo lo demás. Sé que lo hice.
Pues cuando regresé no sabía
dónde estaba. Hasta que algunas aves salieron
de los árboles retorcidos. Y volaron
en la dirección que yo necesitaba tomar.



 LAS NIÑAS

Olvida todas las experiencias que implican dolor.
Y todo lo que tiene que ver con música de cámara.
Los museos en las tardes lluviosas de sábado, etcétera.
Los viejos maestros. Todo eso.
Olvida a las niñas. Trata de olvidarlas.
Las niñas. Y todo eso.



Juan Carlos Calvillo nació en la ciudad de México en 1983. Es autor de los libros de poemas Dilo otra vez y de memoriaLibro del desconsuelo y La esfinge en Memphis. Sus versiones de los poemas hacen parte de la traducción de la obra de Carver presentada como tesis para obtener el grado de licenciado en Letras Modernas por la UNAM.





domingo, 29 de diciembre de 2013

Lydia Davis / Cuestiones gramaticales


Lydia Davis
CUESTIONES GRAMATICALES

Ahora que se está muriendo, ¿puedo decir: «Aquí es donde vive»?
Si alguien me pregunta: «¿Dónde vive?», ¿puedo contestar: «Bueno, no es exactamente que esté viviendo, se está muriendo»?
Si alguien me pregunta: «¿Dónde vive?», ¿digo «Vive en Vernon Hall», o debería decir: «Se está muriendo en Vernon Hall»?
Cuando esté muerto, podré decir, en pasado, «Vivió en Vernon Hall». También podré decir: «Murió en Vernon Hall.»
Cuando esté muerto, todo lo que le afecte estará en pasado. Aunque la frase «Está muerto» estará en presente, así como preguntas del tipo: «¿Dónde lo han llevado?» o «¿Dónde está ahora?»
Pero entonces no sabré si palabras como él y otros pronombres personales de la tercera persona son correctos en presente. Si él, una vez que esté muerto, seguirá siendo «él», y por cuánto tiempo.
Quizá la gente diga «el cadáver» y le llame «eso». Yo seré incapaz de decir «el cadáver» para referirme a él, porque para mí sigue siendo algo a lo que no podemos llamar «el cadáver».
Quizá la gente diga «su cadáver», pero tampoco me parece bien. No es «su» cadáver porque ya no es suyo, una vez que ya no tiene fuerza ni capacidad para poseer nada. No sé si existe un «él», aunque la gente diga: «Está muerto.» Parece correcto, sin embargo, decirlo. Quizá sea la última vez que él aún sea «él» en presente. O quizá no sea la última vez, puesto que diré: «Yace en su ataúd.» No diré, ni lo dirá nadie: «Ahí yace eso en su ataúd.»
Seguiré diciendo «mi padre» para referirme a él, después de su muerte, pero ¿lo diré sólo en pasado? ¿Lo diré también en presente?
Lo pondrán en una caja, no en un ataúd. Cuando esté en la caja, ¿diré «Lo que está en la caja es mi padre» o «Lo que está en la caja era mi padre»? ¿O diré «Eso que hay en la caja era mi padre»?
Seguiré diciendo «mi padre», pero quizá siga diciéndolo sólo mientras se parezca a mi padre, por lo menos aproximadamente. Luego, cuando se convierta en cenizas, ¿señalaré a las cenizas y diré: «Eso es mi padre» o «Esas cenizas fueron mi padre?» O «Esas cenizas son lo que fue mi padre?».
Cuando más tarde visite el cementerio, ¿diré: «Ahí está enterrado mi padre» o «Las cenizas de mi padre están enterradas ahí»? Pero las cenizas no pertenecen a mi padre, no son propiedad de mi padre. Serán «las cenizas que fueron mi padre».
En la oración «él se está muriendo», las palabras él se está más el gerundio sugieren que él participa activamente en algo. Pero él no se está muriendo activamente. Lo único que sigue haciendo activamente es respirar. Parece como si se concentrara en respirar, porque en respirar pone todo su empeño, arrugando un poco la frente. Se empeña en respirar, aunque seguramente no le quepa otra elección. A veces, por un instante, el pliegue entre ceja y ceja se hace más hondo, como si le doliera algo, o como si se esforzara más en concentrarse. Aunque pienso que arruga la frente por algún dolor interno o por algún otro cambio, parece, sin embargo, que se sintiera perplejo, o a disgusto, como si hubiera descubierto algo reprobable. He visto muchas veces en mi vida esa expresión, aunque jamás combinada con esos ojos entrecerrados y esa boca abierta.
«Se está muriendo» sugiere más actividad que «No le falta mucho para ser un cadáver». Quizá se deba a la palabra ser: podemos «ser» algo lo elijamos o no. Le guste o no, pronto «tendrá que ser» un cadáver. Ya no come.
«Ya no come» también sugiere actividad. Pero no depende de su elección. No es consciente de que no come. No es consciente de nada. Pero «no come» parece más correcto para referirse a él que «se está muriendo», por la negación. «No come» parece más correcto en este momento porque es como si él todavía rechazara algo y por eso arrugara la frente.


sábado, 28 de diciembre de 2013

Lydia Davis / Prioridades



Lydia Davis
PRIORIDADES
Debería ser muy sencillo: haces lo que puedes mientras está despierto y cuando se duerma haces lo que sólo puedes hacer cuando está dormido, empezando por lo más importante. Pero no es tan sencillo. Te preguntas qué es lo más importante. Debería ser fácil decidir qué es lo que tiene prioridad y entonces ir y hacerlo. Sin embargo, no hay solamente una cosa que tenga prioridad, ni dos ni tres. Cuando varias cosas tienen prioridad, ¿a cuál de ellas se le da prioridad? En las horas en que puedes hacer algo, mientras él está dormido, puedes escribir una carta que corre mucha prisa porque de ella dependen muchas cosas. Sin embargo, si te pones con la carta, las plantas se quedan sin regar, con el calor que hace. Ya las has sacado al balcón esperando que se rieguen con la lluvia, pero este verano no llueve casi nunca. Ya las has metido dentro de casa con la esperanza de que, si no les da el viento, no habrá que regarlas tan a menudo, pero así y todo hay que regarlas.
   Y sin embargo, si riegas las plantas, no escribes la carta, de la que dependen tantas cosas. Ni tampoco recoges la cocina, ni el salón, y luego estarás confundida y de mal humor por culpa del desorden. La encimera está llena de listas de la compra y del juego de cristalería que tu marido compró en una liquidación. Guardar la cristalería debería ser de lo más sencillo, pero no puedes guardarla hasta que no la laves, no puedes lavarla hasta que no saques los platos sucios del fregadero y no puedes lavar los platos mientras no vacíes el escurreplatos. Si empiezas por vaciar el escurreplatos, quizá no te dé tiempo, antes de que él se despierte, más que a lavar los platos.
   Tal vez decidas que las plantas tienen prioridad, pues al fin y al cabo son seres vivos. En tal caso, también puedes decidir, dado que necesitas organizar tus prioridades de acuerdo a algún criterio, que todos los objetos vivientes de la casa tienen prioridad, empezando por el más pequeño y más joven de los seres humanos. Eso debería estar mas que claro. Sin embargo, pese a saber perfectamente cómo ocuparte del hámster, del gato y de las plantas, lo que ya no está tan claro es cómo dar prioridad al bebé, a tu hijo mayor, a ti misma y a tu marido. La verdad es que cuanto mayor y más viejo es un ser vivo, más difícil resulta saber cómo ocuparse de él.

Lydia Davs
Samuel Johnson está indignado

Emecé, Barcelona, 2004, 212 páginas.


viernes, 27 de diciembre de 2013

Lydia Davis / Variedad de malestares


Lydia Davis

Variedad de malestares



He estado escuchando lo que dice mi madre por más de 40 años y he estado escuchando lo que dice mi esposo durante tan solo 5 años, y habitualmente he pensado que ella estaba en lo cierto y que él no, pero ahora con frecuencia creo que él tiene razón, especialmente en un día como hoy, cuando acabo de tener una larga conversación por teléfono con mi madre sobre mi hermano y mi padre, y después una más breve conversación por teléfono con mi esposo acerca de la conversación que tuve con mi madre.

Mi madre estaba preocupada después de haber herido los sentimientos de mi hermano cuando él le dijo por teléfono que quería usar parte de sus vacaciones para ir a ayudarlos, dado que mi madre acaba de salir del hospital. Ella le contestó, aunque no estuviera diciendo la verdad, que él no podía ir porque no se sentía capaz de recibir a nadie en la casa sin ponerse en la obligación de preparar comidas, por ejemplo, y que ya tenía bastantes dificultades con sus muletas. Él replicó muy airado diciendo que ese no era el punto, que estaba fuera de toda lógica, y ahora su teléfono no responde. Ella tiene miedo de que le haya pasado algo, pero yo le digo que no creo que la haya pasado nada. Probablemente se ha tomado el tiempo de vacaciones que había apartado para estar con ellos y viajó a algún lado por su cuenta. Ella olvida que es un hombre cercano a los cincuenta años, pero me duele que hayan lastimado sus sentimientos de ese modo. Al rato que ella cuelga llamo a mi marido y le repito todo esto.

Alegando sentimientos propios para proteger sentimientos particulares de mi padre, mi madre hirió los de mi hermano, y dado que para mí era difícil rechazar los sentimientos particulares de mi padre, que me resultan bien conocidos, también me fue difícil dejar de pensar que no había habido otra forma de hacer las cosas de modo que la oferta de ayuda de mi hermano no fuera rechazada y él no resultara lastimado.

Ella lastimó los sentimientos de mi hermano mientras protegía a mi padre de ciertos sentimientos de malestar, anticipados por él si mi hermano llegaba a ir a su casa, mostrando, mi madre, ante mi hermano ciertos sentimientos de molestia propios, ligeramente diferentes. Ahora, mi hermano, al no contestar el teléfono ha causado nuevos sentimientos de malestar en mi madre y también en mi padre, sentimientos que son iguales o casi iguales en ambos, pero diferentes tanto a los sentimientos de malestar anunciados por mi padre como a aquellos aducidos por mi madre ante mi hermano. Y ahora, en su malestar me ha llamado mi madre para contarme sobre los sentimientos de mi padre, y los suyos, de malestar respecto de mi hermano, y haciendo esto ella ha provocado sentimientos de malestar en mí también, si bien un tanto más débiles y diferentes de los sentimientos ahora experimentados por mi padre y mi madre y de aquellos anticipados por mi padre y falsamente esgrimidos por mi madre.

Cuando le describo esta conversación a mi esposo, provoco sentimientos de malestar también en él, más fuertes que los míos y de diferente tipo que los de mi madre y mi padre, esgrimidos y anunciados por ellos oportuna y respectivamente. Mi esposo está molesto por el rechazo de mi madre a la ayuda de mi hermano, a quien le produjo así un obvio malestar, y por el relato que ella me hizo de su propio malestar, causando en mí un malestar más grande, según él me dice, de lo que alcanzo a darme cuenta, pero también en general está molesto por el malestar en general causado por ella, no solo en mi hermano sino también en mí, más denso de lo que imagino y más frecuente de lo que advierto, y cuando él dice todo esto causa en mí otro malestar, distinto en grado e intensidad de aquel causado en mí por lo que mi madre me contó, por ello el malestar es no sólo por mí y por mi hermano, y no sólo por mi padre y su anticipado y su actual malestar, sino también y sobre todo por mi madre misma, que ahora ha causado, como lo hace generalmente, demasiado malestar como mi esposo tiene razón en decir, aunque ella misma esté afectada por una pequeña parte de esto.

Lydia Davis 
“Varieties of Disturbance” en Varieties of Disturbance
Farrar, Straus and Giroux, Nueva York, 2007, p. 83

jueves, 26 de diciembre de 2013

Lydia Davis / Los temores de la señora Orlando



Lydia Davis
Los temores de la señora Orlando

El mundo de la señora Orlando es oscuro. Conoce los peligros de su casa: la estufa de gas, las escaleras empinadas, la bañera resbaladiza y distintos cables eléctricos en mal estado. Fuera de su casa sabe de ciertos peligros, pero no de todos, y su propia ignorancia la asusta, ávida de información sobre crímenes y desastres.
Aunque tome las precauciones posibles, ninguna precaución será suficiente. Procura estar preparada para una hambruna imprevista, para el frío, el aburrimiento y las hemorragias. Jamás le falta un esparadrapo, un imperdible y una navaja. En el coche tiene, entre otras cosas, un trozo de cuerda y un silbato, además de una historia social de Inglaterra para leerla mientras espera a sus hijas, que suelen pasar mucho tiempo de compras.
En general, le gusta que los hombres la acompañen: ofrecen protección tanto por su gran envergadura como por su visión racional del mundo. La señora Orlando admira la prudencia y respeta al hombre que reserva una mesa por adelantado, y también al que duda antes de contestar alguna de sus preguntas. Confía en los abogados y se siente comodísima cuando habla con abogados, puesto que la ley respalda cada una de sus palabras. Pero, antes que ir sola, les pedirá a sus hijas o a alguna amiga que la acompañen al centro, cuando sale de compras.
Un hombre la asaltó en un ascensor, en el centro de la ciudad. Era de noche, el hombre era negro, y la señora Orlando no conocía la zona. Entonces era más joven. La habían molestado varias veces en autobuses llenos. En un restaurante una vez, después de una discusión, un camarero nervioso le derramó café en las manos.
En la ciudad teme subir a algún vagón de metro equivocado y perderse, pero jamás pedirá información a desconocidos de una clase inferior. Se cruza con muchos negros que planean toda clase de crímenes. Cualquiera podría robarle, incluso otra mujer.
En casa, habla con sus hijas por teléfono durante horas y sus palabras son siempre una premonición del desastre. No le gusta expresar satisfacción, porque teme arruinar su buena suerte. Si se ve obligada a decir que algo va bien, baja la voz para decirlo y toca madera, la mesa del teléfono. Las hijas le cuentan muy poco, pues saben que encontrará algo de mal agüero en lo que le cuenten. Y, ante lo poco que le cuentan, a señora Orlando teme que tengan algún problema de salud o matrimonial.
Un día les contó una historia por teléfono. Había ido sola al centro, de compras. Deja el coche y entra en una tienda de tejidos. Ve las telas y no compra nada aunque se lleva un par de muestras en el bolso. En la acera hay bastantes negros rondando y la ponen nerviosa. Se dirige a su coche. Cuando saca las llaves, desde debajo del coche una mano la agarra por el tobillo. Hay un hombre tumbado debajo del coche y ahora agarra con su mano negra el tobillo cubierto por la media y le dice con voz apagada que suelte el bolso y se aleje. Obedece, aunque apenas si se tiene en pie. Espera pegada a la pared del edificio y mira el bolso, pero el bolso no se mueve de donde está, en el bordillo. Alguna gente la observa. Entonces se acerca al coche, se arrodilla en la acera y mira debajo del vehículo. Ve la luz del sol en la calle, al otro lado, y algunos tubos de los bajos del coche: el hombre no está. Recoge el bolso y vuelve a casa.
Sus hijas no se creen la historia. Le preguntan por qué iba a hacer alguien una cosa tan rara, y a plena luz del día. Le hacen ver que es imposible que el hombre desapareciera de pronto, que se desvaneciera en el aire. Su incredulidad la irrita, y no le gusta la manera en que hablan de la luz del día y el aire.
Unos días después del ataque contra el tobillo, un segundo incidente la perturba. Al atardecer, va en el coche a un aparcamiento en la playa, como hace de vez en cuando para ver la puesta de sol a través del parabrisas. Esa tarde, sin embargo, mientras mira el agua más allá del paseo de tablas, no ve la playa desierta y en paz que ve habitualmente, sino un corrillo de gente alrededor de algo que, según parece, yace en la arena.
Inmediatamente siente curiosidad, pero también la tentación de alejarse sin contemplar la puesta de sol ni ir a ver qué hay en la arena. Intenta adivinar qué podría ser. Probablemente sea algún tipo de animal, porque la gente no se para tanto tiempo a mirar algo, a menos que esté vivo o haya estado vivo. Imagina un pez grande. Debe de ser grande porque un pez pequeño no tiene el menor interés, como tampoco lo tiene una medusa, por ejemplo, que también es pequeña. Imagina un delfín e imagina un tiburón. También podría ser una foca. Muy probablemente, muerta ya, aunque podría estar agonizando y el corrillo de gente quizá quiera ver cómo se muere.
Al final la señora Orlando va a descubrirlo por sí misma. Coge el bolso y se apea del coche, lo cierra con llave, salta un pequeño muro de cemento y se hunde en la arena. Mientras camina despacio, hundiendo los tacones altos, abriendo mucho las piernas, coge por la correa el bolso flamante, que se balancea de un modo insensato de acá para allá. La brisa marina le pega el vestido de flores a los muslos y el dobladillo aletea alegremente sobre sus rodillas, pero sus rizos plateados y bien peinados no se mueven, y la señora Orlando arruga la frente mientras prosigue su avance, hundiendo los tacones en la arena.
Se abre paso entre la gente y mira al suelo. Lo que yace en la arena no es un pez ni una foca, sino un muchacho. Yace muy derecho, con los pies juntos y los brazos a lo largo del cuerpo, y está muerto. Alguien lo ha cubierto con periódicos, pero la brisa levanta las hojas, que, una a una, se encrespan y acaban en la arena, enredándose en las piernas  de los curiosos. Por fin un hombre de piel oscura, que a la señora Orlando le parece mexicano, alarga el pie y lentamente echa a un lado la última hoja de periódico y ahora todo el mundo puede ver bien al muerto. Es guapo y delgado, de un color gris, y está empezando a ponerse amarillo por algunas zonas.
La señora Orlando lo mira absorta. Lanza una mirada a los demás y ve que también ellos se han olvidado de sí mismos. Un ahogado. Incluso podría tratarse de un suicidio.
Lucha con la arena para volver al coche. Cuando llega a casa, inmediatamente llama a sus hijas y les cuenta lo que ha visto. Empieza diciendo que ha visto a un muerto en la playa, un ahogado, y luego vuelve al principio y añade más detalles. A sus hijas no les gusta que se emocione tanto cada vez que cuenta la historia.
En los días que siguen, se queda en casa. Luego, de improviso, sale y va a casa de una amiga. Le cuenta a la amiga que ha recibido una llamada telefónica obscena, y se queda a pasar la noche. Cuando vuelve a su casa al día siguiente, cree que alguien ha entrado, porque faltan algunas cosas. Más tarde encuentra cada cosa en un sitio inusual, pero no puede quitarse la impresión de que ha entrado alguien.
Sentada en su casa, con miedo a los intrusos, vigila el menor incidente. De noche, sobre todo, oye a menudo ruidos extraños y los atribuye con total seguridad a merodeadores que acechan bajo al alféizar de las ventanas. Entonces tiene que salir y mirar la casa desde fuera. Da una vuelta a la casa, a oscuras, y no ve merodeadores y vuelve a entrar. Pero, después de pasar sentada media hora, tiene que volver a salir e inspeccionar la casa desde fuera.

Entra y sale, y al día siguiente también entra y sale. Luego se queda dentro y sólo habla por teléfono, vigilando sin tregua puertas y ventanas, atenta a las sombras extrañas, y luego, durante cierto tiempo, deja de salir, salvo de madrugada, para examinar el suelo en busca de huellas.


Lydia Davis
Cuentos completos de Lydia Davis
Seix Barral, Barcelona, 2011, pp. 7-11


miércoles, 25 de diciembre de 2013

Lydia Davis / Historia

Fotografía de Triunfo Arciniegas
Lydia Davis
Historia

Vuelvo a casa después del trabajo y encuentro su mensaje: que no viene, que tiene trabajo. Volverá a llamar. Espero, y a las nueve voy adonde vive, veo su coche, pero él no está en la casa. Llamo a la puerta de su apartamento y a todas las puertas del garaje. Nadie responde. Escribo una nota, la releo, escribo otra nota y la pego en su puerta. En casa no me tranquilizo, y lo único que puedo hacer, aunque tengo mucho que hacer porque mañana salgo de viaje, es tocar el piano. Vuelvo a llamar por teléfono a las once menos cuarto y está en la casa. Ha ido al cine con su antigua novia, que continúa allí. Dice que ahora me llama. Espero. Me siento por fin y escribo en mi cuaderno que cuando me llame o venga a casa, o no venga, me enfadaré, y tendré que vérmelas con él o con mi rabia, y eso podría ser estupendo, porque la rabia es siempre un gran consuelo, como descubrí con mi marido. Y entonces sigo escribiendo, en tercera persona y en pasado, que indudablemente ella siempre ha necesitado un amor, aunque fuera un amor difícil. Antes de que me dé tiempo a terminar de escribir, llama. Cuando llama, son poco más de las once y media. Discutimos hasta las doce, casi. Todo lo que dice es contradictorio: por ejemplo, dice que no ha querido verme porque quería trabajar y, más aún, porque quería estar solo, peor ni ha trabajado ni ha estado solo. No encuentro forma de que resuelva ninguna de sus contradicciones y, cuando la conversación empieza a sonarme a una de las muchas que mantuve con mi marido, me despido y cuelgo. Acabo de escribir lo que había empezado a escribir, aunque ya no parezca verdad que la rabia sea un gran consuelo.
Lo llamo otra vez cinco minutos más tarde para decirle que lamento toda la discusión, y que lo quiero, pero no contesta. Repito la llamada cinco minutos más tarde, pensando que quizá hubiera ido al garaje y ya haya vuelto, pero sigue sin contestar. Pienso en la posibilidad de coger el coche e ir otra vez adonde vive y mirar en el garaje a ver si está trabajando allí, porque allí tiene su mesa y sus libros y allí es donde lee y escribe. Estoy en camisón, son más de las doce y al día siguiente tengo que salir a las cinco de la mañana. A pesar de eso, me visto y hago el kilómetro y medio largo que hay hasta su casa. Tengo miedo de llegar y encontrarme delante de su casa otros coches que no había visto antes y que uno de ellos sea el de su antigua novia. En el camino de entrada veo dos coches que antes no estaban, uno de ellos aparcado lo más cerca posible de su puerta, y pienso que ella está allí. A pie, doy la vuelta al pequeño edificio, hasta la parte de atrás, donde tiene su apartamento, y miro por la ventana: hay luz, pero no puedo ver nada con claridad porque están las persianas a medio echar y los cristales empañados. Pero en la habitación las cosas no están como estaban por la tarde, y antes no había vaho en los cristales. Abro la puerta mosquitera y llamo. Espero. Nadie contesta. Cierro la puerta y voy a inspeccionar los garajes. Ahora la puerta se abre a mis espaldas, mientras me alejo, y sale él. No puedo verlo bien porque el pasaje al que da su puerta está a oscuras, y lleva ropa oscura, y la poca luz que hay está a sus espaldas. Se me acerca y me abraza sin hablar, y pienso que no habla no porque la emoción se lo impida sino porque está preparando lo que va a decir. Me suelta, da una vuelta a mi alrededor y se adelanta hacia los coches que hay aparcados a la puerta de los garajes.
Mientras andamos dice «mira», y mi nombre, y espero que me diga que ella está allí y también que todo ha terminado entre nosotros. Pero no lo dice, y tengo la sensación de que iba a decir algo parecido, por lo menos a decir que ella estaba allí, y de que luego, por alguna razón, lo ha pensado mejor. En vez de eso, dice que todos los desencuentros de esta noche han sido por su culpa, y que lo siente. Apoya la espalda en la puerta del garaje, la luz le da en la cara, y yo estoy frente a él, de espaldas a la luz. En cierto momento me abraza, tan de repente que mi cigarrillo encendido se aplasta contra la puerta del garaje, detrás de él. Sé por qué estamos fuera y no en su casa, pero no se lo pregunto hasta que todo se arregla entre nosotros. Entonces dice: «Ella no estaba aquí cuando te llamé. Volvió después.» Dice que la única razón de que esté aquí es que tiene un problema y que él es el único con quien puede hablar del asunto. Luego dice: «No lo entiendes, ¿verdad?»
Intento aclararme la situación.
Fueron a cine y después volvieron a su casa y entonces llamé yo y luego ella se fue y él me devolvió la llamada y discutimos y luego lo llamé dos veces más pero él había salido a comprar cerveza (dice) y entonces he cogido el coche y entretanto él ha vuelto de comprar cerveza y ella también ha vuelto y estaba en su apartamento y por eso estábamos hablando en la puerta del garaje. Pero ¿cuál es la verdad? ¿Es posible que los dos volvieran en el corto espacio de tiempo que media entre mi última llamada y mi llegada a la casa? ¿O la verdad es que, mientras él me llamaba, ella esperaba fuera, o en el garaje, o en su propio coche, y que luego él la invitó otra vez a entrar, y que, cuando el teléfono sonó con mi segunda y mi tercera llamada, él lo dejó sonar, sin contestar, porque estaba harto de mí y harto de discusiones? Y ni siquiera creo que saliera por cerveza.

El hecho de que no me diga siempre la verdad, me hace dudar de su sinceridad en determinados momentos, y entonces intento aclarar si no que me dice es verdad o no, y a veces veo clarísimamente que no es verdad y a veces no lo sé ni lo sabré nunca, y a veces, sólo por el hecho de que me repite lo mismo una y otra vez, me convenzo de que es verdad porque no creo que repitiera tantas veces una mentira. Quizá la verdad no importe, pero quisiera conocerla, aunque sólo sea para llegar a alguna conclusión sobre cuestiones como: si está enfadado conmigo o no; si lo está, cuánto, si sigue queriéndola o no; si la quiere, cuánto; si me quiere o no, cuánto; hasta qué punto es capaz de engañarme con sus actos y, después de los actos, con sus palabras.

Lydia Davis
Cuentos completos de Lydia Davis
Seix Barral, Barcelona, 2011, pp. 3-6


martes, 24 de diciembre de 2013

Lydia Davis / La criada


Lydia Davis
La criada

Sé que guapa no soy. Llevo el pelo, negro, muy corto, y tengo tan poco que apenas si me oculta el cráneo. Mis pasos son atropellados y asimétricos, como si fuera coja de una pierna. Cuando me compré las gafas, creía que eran elegantes ─la montura es negra, en forma de alas de mariposa─, pero me he dado cuenta de que no me favorecen y no tengo más remedio que ponérmelas, porque no tengo dinero para comprarme unas nuevas. Tengo la piel color vientre de sapo y los labios finos. Pero no soy, ni por asomo, tan fea como mi madre, que es mucho más vieja. Tiene la cara pequeña y llena de arrugas, negra como una ciruela pasa, y la dentadura le baila en la boca. Apenas soporto sentarme frente a ella para cenar y me atrevo a decir por la expresión de su cara que a ella le pasa lo mismo conmigo.
Llevamos años viviendo juntas en el sótano. Ella es la cocinera; yo soy la criada. No somos buenas sirvientas, pero nadie puede despedirnos porque seguimos siendo mejores que la mayoría. El sueño de mi madre es ahorrar algún día lo suficiente para abandonarme y vivir en el campo. Mi sueño es prácticamente el mismo, salvo que cuando me siento irritada e infeliz miro, al otro lado de la mesa, sus manos como garras y espero que se ahogue con la comida y se muera. Nadie me impediría entonces registrarle el armario y romperle la hucha. Me pondría sus vestidos y sus sombreros, y abriría la ventana para que se fuera el mal olor.
Siempre que imagino esas cosas, sentada sola en la cocina a última hora de la noche, al día siguiente me pongo mala. Entonces me cuida mi madre, sí, humedeciéndome los labios y abanicándome con un cazamoscas, descuidando sus deberes en la cocina, y yo me esfuerzo para convencerme de que no está disfrutando en silencio mi debilidad.


No siempre han sido así las cosas. Cuando el señor Martin vivía en las habitaciones de arriba, éramos más felices, aunque rara vez nos dirigíamos la palabra. Yo no era más guapa que ahora, pero nunca me ponía las gafas en presencia del señor y procuraba mantenerme derecha y andar con gracia. Tropezaba a menudo, e incluso me caía de cara porque era incapaz de ver por dónde iba; sufría dolores durante toda la noche por intentar mantener el vientre metido al andar. Pero nada me frenaba en mi intento de ser una persona por la que el señor Martin pudiera sentir amor. Rompía muchas cosas más que ahora, porque era incapaz de ver donde ponía la mano cuando les quitaba el polvo a los jarrones del salón y limpiaba los espejos del comedor. Pero el señor Martin apenas lo notaba. Se levantaba automáticamente de su sillón ante la chimenea cuando el cristal se rompía y se quedaba mirando el techo con aire perplejo. Un momento después, mientras yo contenía la respiración junto a los trozos relucientes, se pasaba por la frente la mano enguantada de blanco y volvía a sentarse.
Jamás me dirigió la palabra, pero tampoco lo oí hablar jamás con nadie. Me imaginaba su voz cálida y un poco ronca. Probablemente tartamudeaba cuando se emocionaba. Tampoco le vi nunca la cara, porque la ocultaba detrás de una máscara. La máscara era pálida y de goma. Le cubría cada centímetro de la cabeza y desaparecía bajo el cuello de la camisa. Al principio la máscara me inquietaba; de hecho, la primera vez que la vi perdí los nervios y salí corriendo de la habitación. Me daba miedo todo: la boca abierta, las orejas pequeñas como albaricoques secos, las ondas inmóviles de pelo negro pintado torpemente sobre la coronilla, las cuencas vacías de los ojos. Aquello bastaba para llenar de horror los sueños de cualquiera, y al principio me tenía dando vueltas en la cama hasta que casi me ahogaban las sábanas.
Poco a poco me fui acostumbrando. Empecé a imaginarme cuál sería la verdadera expresión del señor Martin. Veía cómo el rubor se extendía por sus mejillas cuando lo sorprendía soñando despierto sobre su libro. Veía cómo le temblaban los labios de emoción ─piedad y admiración─ cuando me observaba durante mi trabajo. Yo le dedicaba una mirada especial y sacudía la cabeza, y su cara se iluminaba con una sonrisa.
Pero, de vez en cuando, cuando descubría sus ojos gris claro fijos en mí, tenía la sensación, desagradable, de haberme equivocado por completo, de que quizá jamás le había provocado la menor reacción, yo, una criada tonta e inepta; que, si un día otra chica entrara en la habitación y se pusiera a quitar el polvo, él sólo apartaría los ojos del libro para echar un vistazo y seguiría leyendo sin notar el cambio. Turbada por la duda, seguía barriendo y fregando con manos entumecidas, como si no hubiera pasado nada, y pronto la duda desaparecía.
Por el señor Martin me fui cargando de trabajo. Si al principio mandábamos su ropa sucia a la lavandería, empecé a lavarla yo, aunque lo hiciera peor. Sus sábanas perdieron blancura y sus pantalones estaban mal planchados, pero no se quejó. Mis manos se arrugaron e hincharon, pero no me importaba. Si antes veía un jardinero una vez a la semana para recortar los setos en verano y proteger los rosales con una lona durante el invierno, ahora asumí yo esas tareas, despidiendo yo misma al jardinero y trabajando día tras día en las peores condiciones atmosféricas. Al principio el jardín se resintió, pero con el tiempo volvió a la vida: flores silvestres de todos los colores acabaron con las rosas y una hierba áspera y verde destrozó los senderos de grava. Me volví fuerte y audaz y no me importaba que la cara se me llenara de ronchas ni que la piel de los dedos se me secase y agrietase, ni que tanto trabajo me dejara en los huesos, ni apestar como un caballo. Mi madre se quejaba, pero yo sentía que mi cuerpo suponía un sacrificio insignificante.
A veces me imaginaba que era hija del señor Martin, o su mujer, e incluso su perro. Olvidaba que sólo era una criada.
Mi madre ni siquiera vio nunca al señor, y eso volvía aún más misteriosa mi relación con él. Ella pasaba el día entre los vapores de la cocina, masticando nerviosamente sus encías y preparando la comida del señor Martin. Sólo a la caída de la tarde franqueaba la puerta, se envolvía en sus propios brazos junto a las lilas marchitas y miraba las nubes. A veces me preguntaba cómo podía seguir trabajando para un hombre al que nunca había visto, pero así era ella. Yo le entregaba mensualmente un sobre de dinero, ella lo cogía y lo escondía con el resto de sus ahorros. Nunca me preguntó cómo era él, y yo tampoco dije nada. Creo que no me preguntó nunca quién era él porque ni siquiera entendía quién era yo. Quizá creía que guisaba para su marido y su familia como otras mujeres, y que yo era su hermana menor. A veces hablaba de bajar la montaña, aunque no vivimos en una montaña, o de recoger las patatas, aunque no tenemos patatas en el huerto. Eso me inquietaba y trataba de devolverla a la realidad gritándole de pronto en la cara o enseñándole los dientes. Pero nada la impresionaba, y tenía que esperar a que por fin me llamara por mi nombre con naturalidad. Puesto que no demostraba ninguna curiosidad a propósito del señor Martin, yo podía ocuparme de él en paz y a mi gusto, merodear a su alrededor cuando salía de la casa para uno de sus raros paseos, demorarme detrás de la puerta  batiente del comedor y observarlo a través de la rendija, cepillarle el esmoquin, sacudir el polvo de la suela de sus zapatillas.
Pero la felicidad no duró eternamente. Me desperté muy temprano un domingo de verano y vi cómo la radiante luz del sol invadía el vestíbulo donde yo dormía. Me quedé en la cama un buen rato, oyendo a los reyezuelos que se posaban y cantaban en los arbustos, y observando a las golondrinas que entraban y salían por la ventana rota del final del pasillo. Me levanté y me lavé con la meticulosidad de siempre la cara y los dientes. Hacía calor. Me metí por la cabeza un vestido de verano limpio y me calcé mis zapatos de tacón bajo, de piel. Por última vez en mi vida ahogué mi propio olor en agua de rosas. Las campanas de la iglesia empezaron a dar las diez desaforadamente. Cuando subí las escaleras para servirle el desayuno en la mesa, el señor Martin no estaba. Esperé junto a su silla durante lo que me parecieron horas. Empecé a buscar por la casa. Tímidamente al principio, luego con una prisa frenética, como si se escabullera de las habitaciones en el momento preciso en que yo llegaba, lo busqué por todas partes. Sólo cuando vi que habían retirado la ropa de su armario y que la biblioteca estaba vacía, admití que se había ido. Incluso entonces, durante días, pensé que volvería. Una semana después, una señora mayor se presentó con tres o cuatro baúles andrajosos y empezó a colocar sus baratijas encima de la repisa de la chimenea. Entonces entendí que, sin explicaciones, sin una palabra, sin ninguna consideración hacia mis sentimientos, sin ni siquiera una propina, el señor Martin había hecho el equipaje y se había ido para siempre.


La casa es sólo una casa alquilada. Mi madre y yo estamos incluidas en la renta. La gente va y viene, y cada pocos años hay un nuevo inquilino. Tendría que haber previsto que también el señor Martin se iría algún día. Pero no lo preví. Estuve enferma mucho tiempo a partir de aquel día y mi madre, que me resultaba más aborrecible por momentos, se consumía llevándome el caldo y los pepinos fríos que le pedía con ansia. Después de la enfermedad parecía un cadáver. Me apestaba el aliento. Mi madre volvía la cabeza con asco. Los inquilinos se estremecían cuando yo entraba en la habitación con mis andares desgarbados, tropezando en el umbral a pesar de que mis gafas  volvían a posarse como una mariposa sobre el estrecho puente de mi nariz.

Nunca fui una buena criada, pero ahora, aunque me esfuerzo, soy tan descuidada que algunos inquilinos creen que no limpio las habitaciones o piensan que quiero indisponerlos con sus invitados. Pero, cuando me regañan, no respondo. Me limito a mirarlos con indiferencia y a continuar mi trabajo. Nunca han sufrido una decepción tan grande como la mía.


Lydia Davis
Cuentos completos de Lydia Davis
Seix Barral, Barcelona, 2011, pp. 116-121


lunes, 23 de diciembre de 2013

Luisa Valenzuela / La llave


Luisa Valenzuela
LA LLAVE

Una muere mil muertes. Yo, sin ir más lejos, muero casi cotidianamente, pero reconozco que si todavía estoy acá para contar el cuento (o para que el cuento sea contado) se lo debo a aquello por lo cual tantas veces he sido y todavía soy condenada. Confieso que me salvé gracias a esa virtud, como aprendí a llamarla aunque todos la llamaban feo vicio, y gracias a cierta capacidad deductiva que me permite ver a través de las trampas y hasta transmitir lo visto, lo comprendido.
Ay, todo era tan difícil en aquel entonces. Dicen que sólo Dios pudo salvarme, mejor dicho mis hermanos -mandados por Dios seguramente-, que me liberaron del ogro.
Me lo dijeron desde un principio. Ni un mérito propio supieron reconocerme, más bien todo lo contrario.
Los tiempos han cambiado y si he logrado llegar hasta las postrimerías del siglo XX algo bueno habré hecho, me digo y me repito, aunque cada dos por tres traten de desprestigiarme nuevamente.
Tan buena no serás si ahora te estás presentando en la Argentina, ese arrabal del mundo, me dicen los resentidos (argentinos, ellos).
Aún así, aún aquí, la vida me la gano honradamente aprovechando mis condiciones innatas. Me lo debo repetir a menudo, porque suelen desvalorizarme tanto que acabo perdiéndome confianza, yo, que tan bien supe sacar fuerzas de la flaqueza.
De esto sobre todo hablo en mis seminarios: cómo desatender las voces que vienen desde fuera y la condenan a una. Hay que ser fuerte para lograrlo, pero si lo logré yo que era una muchachita inocente, una niña de su casa, mimada, agraciada, cuidada, cepillada, siempre vestida con largas faldas de puntilla clara, lo pueden lograr muchas. Y más en estos tiempos que producen seres tan aguerridos.
Dicto mis seminarios con importante afluencia de público, casi todo femenino, como siempre casi todo femenino. Pero al menos ahora se podría decir que arrastro multitudes. Me siento necesaria. Y eso que, como dije al principio, una muere mil veces y yo he muerto mil veces mil; con cada nueva versión de mi historia muero un poco más o muero de manera diferente.
Pero hay que reconocer que empecé con suerte, a pesar de aquello que llegó a ser llamado mi defecto por culpa de un tal Perrault -que en paz descanse-, el primero en narrarme.
Ahora me narro sola.
Pero en aquel entonces yo era apenas una dulce muchachita, dulcísima, ni tiempo tuve de dejar atrás el codo de la infancia cuando ya me tenían casada con el hombre grandote y poderoso. Dicen que yo lo elegí a mi señor y él era tan rudo, con su barba de un color tan extraño... Quizás hasta logró enternecerme: nadie parecía quererlo.
Cierto es que él no hacía esfuerzos para que lo quisieran. Quizá por eso mismo me enterneció un poco.
No trato este delicado tema en mis seminarios. Al amor no lo entiendo demasiado por haberlo rozado apenas con la yema de un dedo. En cambio de lo otro entiendo mucho. Se puede decir que soy una verdadera experta, y quizá por eso mismo el amor se me escapa y los hombres me huyen, a lo largo de siglos me huyen porque he hecho de pecado virtud y eso no lo perdonan.
Son ellos quienes nos señalan el pecado. Es cosa de mujeres, dicen (pero tampoco quiero meterme por estos vericuetos, hay sobre el tema tanta especialista, hoy día).
Digamos que sólo intento darles vuelta la taba, como se dice por estas latitudes, o más bien invertir el punto de vista.
Desde siempre, repito, se me ha acusado de un defecto que si bien pareció llevarme en un principio al borde de la muerte acabó salvándome, a la larga. Un "defecto" que aprendí -con gran esfuerzo y bastante dolor y sacrificio- a defender a costa de mi vida.
De esto sí hablo en mis grupos de reflexión y seminarios, y también en los talleres de fin de semana.
Prefiero los talleres. Los conduzco con sencillez y método. A saber:
El viernes a última hora, durante el primer encuentro, narro simplemente mi historia. Describo las diversas versiones que se han ido gestando a lo largo de siglos y aclaro por supuesto que la primera es la cierta: me casé muy muy joven, me tendieron lo que algunos podrían considerar la trampa, caí en la trampa si se la ve desde ese punto de vista, me salvé, sí, quizá para salvarlas un poquitito a todas.
Hacia el fin de la noche, según la inspiración, lo agrando más y más al ogro de mi ex marido y le pinto la barba de tonos aterradores. No creo exagerar, de todos modos. Ni siquiera cuando describo su vastísima fortuna.
No fue su fortuna la que me ayudó a llegar hasta acá, me ayudó este mismo talento que tantos me critican. La fortuna de mi marido, que naturalmente heredé, la repartí entre mis familiares más cercanos y entre los pobres. Al castillo lo dejé para museo aunque sabía que nadie lo iba a cuidar y que finalmente se derrumbaría, como en realidad ocurrió. No me importa, yo no quise ensuciarme más las manos. Preferí pasar hambre. Me llevó siglos perfeccionar el entendimiento gracias al cual realizo este trabajo de concientización, como se dice ahora.
El viernes por lo tanto sólo empleo material introductorio, pero las dejo a todas motivadas para los trabajos que las esperan durante el fin de semana.
El sábado por la mañana, después de unos ejercicios de respiración y relajamiento que fui incorporando a mi técnica cuando dictaba cursos en California, paso a leerles la moraleja que hacia fines de 1600 el tal Perrault escribió de mi historia:
"A pesar de todos sus encantos, la curiosidad causa a menudo mucho dolor. Miles de ejemplos se ven todos los días. Que no se enfade el sexo bello, pero es un efímero placer. En cuanto se lo goza ya deja de ser tal y siempre cuesta demasiado caro".
¡La sagrada curiosidad, un efímero placer!, repito indignada, y mi indignación permanece intacta a lo largo de los siglos. Un efímero placer, esa curiosidad que me salvó para siempre a impulsar en aquel entonces -cuando mi señor se fue de viaje dejándome el enorme manojo de llaves y la rotunda interdicción de usar la más pequeña- a develar el misterio del cuarto cerrado.
¿Y nadie se pregunta qué habría sido de mí, en un castillo donde había una pieza llena de mujeres degolladas y colgadas de ganchos en las paredes, conviviendo con el hombre que había sido el esposo de dichas mujeres y las había matado seguramente de propia mano?
Algunas mujeres de los seminarios todavía no entienden. Qué cuántas piezas tenía en total el castillo, preguntan, y yo les contesto como si no supiera hacia dónde apuntan y ellas me dicen qué puede hacernos una pieza cerrada ante tantas y tantas abiertas y llenas de tesoros y yo las dejo nomás hablar porque sé que la respuesta se la darán ellas mismas antes de concluir el seminario.
Las hay que insisten. Ellas en principio hubieran optado por una vida sin curiosidad, callada, a cambio de tantas comodidades.
¿Comodidades?, pregunto yo, retóricamente, ¿comodidades, frente a la puerta cerrada de una pieza que tiene el piso cubierto de sangre, una pieza llena de mujeres muertas, desangradas, colgadas de ganchos y seguramente un gancho allí, limpito, esperándome a mí?
Todas ellas fueron víctimas de su propia curiosidad, me dicen los manuales y muchas veces también me lo señala la gente que participa en los talleres.
¿Y la primera?, les pregunto tratando de conservar la calma. ¿Curiosidad de qué tendrá la primera, y qué habrá visto?
En mis épocas de joven castellana prisionera -sin saberlo- del ogro, la suerte, mejor llamada mi curiosidad, me ayudó a romper el círculo. De otra forman tengan por seguro que habría ido a integrar el círculo. La sola existencia de ese cuarto secreto hacía invivible la vida en el castillo.
Se genera mucha discusión a esta altura. Porque yo presento las opciones y entre todas escarbamos en las opciones, y curioseamos, y nos entregamos a actividades bellamente femeninas: desgarramos velos y destapamos ollas y hacemos trizas al mal llamado manto de olvido, el muy piadoso según dice la gente.
Antes de terminar el trabajo del sábado retomo el tema de la llave, y así como mi ex esposo me entregó cierto remoto día un gran manojo de grandes llaves, yo les entrego a las participantes un gran manojo de granes llaves imaginarias y dejo que se las lleven a sus casa y duerman con las llaves y sueñen con las llaves, y que entre las grandes llaves permitidas encuentren la llavecita prohibida, la de oro, y descubran qué habitación prohibida cierra esa llavecita, y descubran sobre todo si con la llave en la mano le dan la espalda a la habitación prohibida o la encaran de frente.
El domingo transcurre generalmente en un clima cargado de espera. Las mujeres del grupo me cuentan sus historias, el momento de la llavecita prohibida se demora, aparecen primero las puertas abiertas con las llaves permitidas, las ajenas. Hasta que alguna por fin se anima y así una por una empiezan a mostrar su llavecita de oro: está siempre manchada de sangre.
Hasta yo a veces me asusto. A menudo afloran muertos inesperados en estas exploraciones, pero lo que nunca falta es el miedo. Como me sucedió a mí hace tantísimo tiempo, como les sucede a todas que se animan a usarla, la llavecita se les cae al suelo y queda manchada, estigmatizada para siempre. Esa mancha de sangre. En mi momento yo, para salvarme, para que el ogro de mi señor marido no supiera de mi desobediencia, traté de lavarla con lejía, con agua hirviendo, con vinagre, con los alcoholes más pesados de la bodega del castillo. Traté de pulirla con arenisca, y nada. Esa mancha es sangre para siempre. Yo traté de limpiar la llavecita de oro que con tantos reparos me había sido encomendada, todas las mujeres que he encontrado hasta ahora en mis talleres han hecho también lo imposible por lavarla, tratando de ocultar su transgresión. ¡No usar esta llave! es orden terminante que yo retransmito el sábado no sin antes haber azuzado a las mujeres. No usar esta llave... aunque ellas saben que sí, que conviene usarla. Pero nunca están dispuestas a pagar el precio. Y tratan a su vez de limpiar su llavecita de oro, o de perderla, niegan el haberla usado o tratan de ocultármela por miedo a las represalias.
Todas siempre igual en todas partes. Menos esta mujer, hoy en Buenos Aires, ésta tan serena con la cabeza envuelta en un pañuelo blanco. Levanta en alto el brazo como un mástil y en su mano la sangre de su llave luce más reluciente que la propia llave. La mujer la muestra con un orgullo no exento de tristeza, y no puedo contener el aplauso y una lágrima.
Acá hay muchas como yo, algunos todavía nos llaman locas aunque está demostrado que los locos son ellos, dice la mujer del pañuelo blanco en la cabeza.
Yo la aplaudo y río, aliviada por fin: la lección parece haber cundido. Mi señor Barbazul debe de estar retorciéndose en su tumba.

Luisa Valenzuela
Simetrías 
Buenos Aires, Sudamericana, 1993