Jenny Seville |
Patricia Highsmith
LA VÍCTIMA
Empezó cuando la pequeña Catherine, rubia y gordita, tenía
cuatro o cinco años; sus padres notaron que se hería, se caía o hacía algo
desastroso con mucha más frecuencia que otros niños de su edad. ¿Por qué a
Cathy le sangraba la nariz tan a menudo? ¿Por qué tenía las rodillas siempre
arañadas? ¿Por qué lloraba tantas veces pidiendo el consuelo de su mamá? ¿Por
qué se había roto el brazo dos veces antes de los ocho años? ¿Por qué,
realmente? Sobre todo teniendo en cuenta que Cathy no era muy aficionada a
estar en la calle. Preferiría jugar en casa. Por ejemplo, le gustaba vestirse
con la ropa de su madre, cuando ésta había salido. Cathy se ponía vestidos
largos, tacones altos y maquillaje, que se aplicaba ante el tocador de su madre.
Por dos veces, tales juegos habían sido la causa de que Cathy se enganchara los
bamboleantes zapatos en la falda y se cayera por las escaleras, cuando iba
camino del cuarto de estar para mirarse en el espejo más grande. Esta había
sido la causa de una de las fracturas del brazo.
Ahora, Cathy tenía once años, y hacía mucho
tiempo que había dejado de probarse la ropa de su madre. Ya tenía sus propias
botas con plataforma que la hacían parecer diez centímetros más alta, su propio
tocador con lápices de labios, polvos compactos, rulos, tenacillas, reflejos
para el pelo, pestañas postizas, incluso una peluca en un soporte. La peluca le
había costado la asignación de tres meses, y aun así sus padres habían tenido
que añadir veinte dólares para comprarla.
–No me explico por qué quiere parecer una mujer
de treinta años –dijo Vic, el padre de Cathy–. Ya tendrá tiempo de sobra para
eso.
–Oh, es normal a su edad –dijo su madre, Ruby,
aunque ella sabía que no era completamente normal.
Cathy se quejaba de que los chicos la
molestaban.
–¡No me dejan en paz! –les dijo a sus padres una
tarde, no por primera vez–. ¡Mirad qué cardenales!
Cathy se subió una llamativa blusa de nylon para
mostrar un par de cardenales en las costillas. Se tambaleaba un poco sobre sus
botas blancas con plataforma, rematadas por unas congruentes medias amarillas
hasta la rodilla, que hubieran sido más apropiadas para un explorador.
–¡Madre mía! –exclamó Vic, que estaba secando
los platos–. ¡Mira esto, Ruby! No será que te caíste en algún sitio, verdad,
Cathy?
Junto al fregadero, Ruby no quedó muy
impresionada por los cardenales de un marrón azulado. Ella había visto
fracturas múltiples.
–¡Los chicos me agarran y me estrujan! –se
lamentó Cathy
Vic estuvo a punto de tirar el plato que estaba
secando, pero finalmente lo puso con suavidad en lo alto de una pila en el
armario.
–¿Qué esperas, Cathy, si llevas pestañas
postizas para ir al colegio a las nueve de la mañana? Sabes, Ruby, es culpa
suya.
Pero Vic no conseguía que Ruby estuviera de
acuerdo. Ruby seguía diciendo que era normal a su edad, o algo así. Cathy le
echaría para atrás, pensaba Vic, si él fuera un chico de trece a catorce años.
Pero tenía que admitir que Cathy parecía una presa fácil, un buen revolcón para
cualquier estúpido adolescente. Intentó explicárselo a Ruby, y convencerla de
que ejerciera algún control sobre ella.
–Sabes, Vic, cariño, te estás portando como un
padre sobreportector. Es un síndrome muy corriente, y no deseo reprochártelo.
Pero debes despreocuparte de Cathy o empeorarás las cosas –dijo Ruby.
Cathy tenía los ojos azules y redondos y las
pestañas largas por naturaleza. Las comisuras de su boca en forma de corazón
tendían a levantarse en una sonrisa dulce y complaciente. En el colegio era
bastante en Biología, dibujando espirogiros, el sistema circulatorio de las
ranas, y cortes transversales de las zanahorias vistas por un microscopio. Miss
Reynolds, su profesora de Biología, la apreciaba, y le prestaba panfletos y
revistas trimestrales, que Cathy leía y devolvía.
Luego, en las vacaciones de verano, cuando tenía
casi doce años, empezó a hacer auto-stop sin ningún motivo. Los chicos de la
zona iban a un lago que estaba a quince kilómetros, donde practicaban natación,
pesca y remo.
–Cathy, no hagas auto-stop, es peligroso. Hay un
autobús dos veces al día, ida y vuelta –le dijo Vic.
Pero allá se iba en auto-stop, como un lemingo
precipitándose hacia su destino, pensaba Vic. Uno de sus amigos, llamado Joey,
de quince años y con coche, podía haberla llevado, pero Cathy prefería parar a
los camioneros. Así la violaron por primera vez.
Cathy hizo una gran escena en el lago, se echó a
llorar cuando llegó allí a pie, y dijo:
–¡Acaban de violarme!
Bill Owens, el guarda, le pidió a Cathy
inmediatamente que le describiera al hombre y el tipo de camión que conducía.
–Era pelirrojo –dijo Cathy, llorosa–. Unos
ventiocho años. Era grande y fuerte.
Bill Owens la llevó a Cathy en su coche al
hospital más cercano. Los periodistas le hicieron fotos a Cathy y le dieron
helados. Ella les contó su historia a los periodistas y a los médicos.
Cathy se quedó en casa, mimada y contemplada,
durante tres días. El misterioso violador nunca fue encontrado, aunque los
médicos confirmaron que Cathy había sido violada. Luego volvió al colegio,
vestida como para una fiesta: zapatos de plataforma, maquillaje compacto,
esmalte de uñas, perfume, escote profundo. Consiguió más cardenales. El
teléfono de su casa no paraba de sonar; los chicos querían salir con ella. La
mitad de las veces Cathy salía a escondidas, la otra mitad entretenía a los
chicos con promesas, por lo que ellos se quedaban esperando delante de su casa,
a pie o en coche. Vic estaba asqueado. ¿Pero qué podía hacer?
–Es natural. ¡Sencillamente Cathy tiene éxito!
–Seguía diciendo Ruby.
Llegaron las vacaciones de Navidad y la familia
se fue a Méjico. Habían pensado ir a Europa, pero Europa resultaba demasiado
cara. Fueron en coche a Juárez, cruzaron la frontera y se dirigieron a
Guadalajara, camino de ciudad de Méjico. Los mejicanos, hombres y mujeres indistintamente,
se quedaban mirando a Cathy. Evidentemente era una niña aún y, sin embargo, iba
maquillada como una mujer. Vic comprendía por qué la miraban los mejicanos,
pero, al parecer, Ruby no lo entendía.
–Gente repulsiva, estos mejicanos –dijo Ruby.
Vic suspiró. Pudo haber sido durante uno de
estos suspiros cuando Cathy desapareció. Vic y Ruby iban caminando por una
acera estrecha, con Cathy detrás de ellos, camino del hotel, y al volverse,
Cathy ya no estaba allí.
–¿No dijo que iba a comprarse u helado? –dijo
Ruby, dispuesta a correr a la próxima esquina para ver si había un vendedor de
helados allí.
–Yo no le oí decirlo –dijo Vic.
Miró frenéticamente en todas direcciones. No
había más que hombres de negocios con traje, unos cuantos campesinos con sombreros
mejicanos y pantalones blancos –generalmente llevando bultos de algún tipo– y
mejicanas de aspecto respetable haciendo sus compras. ¿Dónde había un policía?
En la media hora siguiente, Vic y Ruby hicieron saber su problema a un par de
policías mejicanos que escuchaban atentamente y anotaron la descripción de su
hija Cathy. Vic incluso sacó una foto de su cartera.
–¿Sólo doce años? ¿De veras? –dijo uno de los
policías.
Vic le entregó la foto y no volvió a verla.
Cathy regresó al hotel hacia la medianoche.
Estaba cansada y sucia, pero se dirigió a la habitación de sus padres. Les dijo
que la habían violado. El director del hotel les había llamado unos segundos
antes para decirles:
–¡Su hija ha regresado! ¡Subió directamente en
el ascensor, sin hablar con nosotros!
Cathy les contó a sus padres:
Era un hombre de aspecto agradable y hablaba
inglés. Quería que yo viese un mono que decía que tenía en el coche. Yo no pensé que hubiese nada malo en él.
–¿Un mono?
–dijo Vic.
–Pero no había ningún mono –dijo Cathy–, y nos
fuimos en el coche.
Entonces se echó a llorar.
Vic y Ruby se sintieron desfallecer ante la
perspectiva de intentar encontrar a un hombre de aspecto agradable que hablaba
inglés, y de intentar tratar con los tribunales mejicanos si lo encontraban.
Hicieron las maletas y se llevaron a Cathy de vuelta a los Estados Unidos,
confiando en que no pasara nada, es decir, que Cathy no estuviera embarazada.
No lo estaba. Le llevaron a su médico.
–Es por culpa de todos esos cosméticos que se
pone –dijo el médico–. La hacen parecer mayor.
Vic lo sabía.
Un verdadero drama, sin embargo, tuvo lugar al
año siguiente. Los vecinos de al lado tenían a un joven médico pasando un mes
con ellos aquel verano. Se llamaba Norman y era sobrino de la señora de la
casa, Marian. Cathy le dijo a Norman que quería ser enfermera y Norman le
prestó libros, y pasaba horas con ella hablando de medicina y de la profesión
de enfermera. Entonces un día Cathy entró corriendo en su casa, llorando, y le
dijo a su madre que Norman llevaba semanas seduciéndola y que quería que ella
se escapase con élmy había amenazado con raptarla si no aceptaba.
Ruby se quedó horrorizada… aunque no enteramente horrorizada, sino más
bien azarada. Quizá Ruby hubiese preferido encerrar a Cathy en casa y no decir
nada del asunto, pero Cathy ya se lo había contado a Marian.
Marian llegó dos minutos después que Cathy.
–¡No sé qué decir! ¡Es espantoso! No puedo creer
tal cosa de Norman, pero debe ser cierto. Ha huido de la casa. Ha hecho su
maleta en un vuelo, pero se ha dejado algunas cosas.
Esta vez las lágrimas de Cathy no cesaron, sino
que continuaron corriendo durante días. Contaba historias de que Norman la
había obligado a hacer cosas que no se sentía capaz de describir. El asunto se
corrió por la vecindad. Norman no estaba en su apartamento de Chicago, dijo
Marian, porque ella había intentado llamarle y nadie contestaba al teléfono. Se
montó una caza policial… aunque nadie sabía quién la había iniciado. No había
sido Vic, ni Ruby; tampoca Marian, ni su marido.
Norman fue encontrado al fin, encerrado en un
hotel a cientos de kilómetros de allí. Se había registrado con su propio
nombre. La policía presentó cargos en nombre de una comisión gubernativa para
la protección de menores. Se inició un juicio en la ciudad de Cathy. Cathy
disfrutó cada minuto del mismo. Iba al tribunal diariamente, tanto si tenía que
declarar como si no, cuidadosamente vestida, sin maquillaje ni pestañas
postizas, pero no pudo alisar su rizado pelo, que había empezado a crecer y
mostraba las raíces oscuras contrastando con el tinte ultra-rubio. Cuando
estaba en el estrado de los testigos fingía que era incapaz de relatar los
espantosos hechos, por lo que el fiscal tenía que sugerírselos y Cathy
murmuraba «síes», que con frecuencia le pedían que repitiera en voz más alta
para que el tribunal pudiese oírlos. La gente meneaba la cabeza, silbaba a
Norman y al final del juicio estaban dispuestos a lincharle. Lo único que
Norman y su abogado pudieron hacer fue negar los cargos, porque no había testigos.
Norman fue condenado a seis años por abusos deshonestos y por planear el rapto
de una menor fuera de las fronteras del estado.
Durante un tiempo Cathy disfrutó haciendo el
papel de mártir. Pero no pudo mantenerlo más que unas semanas, porque no era suficientemente
alegre. La legión de sus novios se retiró un poco, aunque seguían llamándola
para salir. A medida que se pasaba el tiempo, cuando Cathy se quejaba de haber
sido violada, sus padres no le hacían mucho caso. Después de todo, Cathy
llevaba ya varios años tomando «la píldora».
Los planes de Cathy habían cambiado y ya no
quería ser enfermera. Iba a ser azafata. Tenía dieciséis años, pero podía pasar
fácilmente por tener veinte o más si o deseaba, así que dijo en las líneas
aéreas que tenía dieciocho e hizo el cursillo práctico de seis semanas sobre
cómo mostrarse encantadora, servir comidas y bebidas a todos con agrado, calmar
a los nerviosos, administrar primeros auxilios y llevar a cabo los
procedimientos de salida de emergencia en caso necesario. Cathy había nacido
para todo esto. Volar a Roma, Beirut, Teherán, París, y tener citas por toda la
ruta con hombres fascinantes era exactamente lo que siempre había deseado.
Frecuentemente las azafatas tenían que pasar la noche en ciudades extranjeras,
donde se les pagaba el hotel. Así que la vida iba sobre ruedas. Cathy tenía
dinero a espuertas y una colección de los más extraños regalos, especialmente
de caballeros de Oriente Medio, tales como un cepillo de dientes de oro y un
narguilé portátil (también de oro), muy indicado para fumar hierba. Había
tenido una fractura de nariz, gracias al chófer demente de un millonario
italiano en la escarbada carretera entre Positano y Amalfi. Pero le habían
arreglado bien la nariz y no estropeaba su cara bonita en lo más mínimo. En
honor suyo hay que decir que Cathy enviaba dinero a sus padres regularmente, y
ella misma tenía una cuenta astronómica en una caja de ahorros de Nueva York.
Luego el envío de los cheques a sus padres se
interrumpió bruscamente. Las líneas aéreas se pusieron en contacto con Vic y
Ruby. ¿Dónde estaba Cathy? Vic y Ruby no tenían ni idea. Podría estar en
cualquier lugar del mundo, las Filipinas, Hong Kong, incluso Australia, que
ellos supieran. «¿Serían las líneas aéreas tan amables de informarles tan
pronto supieran algo?», pidieron sus padres.
La pista llegaba hasta Tánger y terminaba allí.
Cathy le había dicho a otra azafata, al parecer, que tenía una cita en Tánger
con un hombre que iba a recogerla en el aeropuerto. Evidentemente, Cathy acudió
a su cita y nunca se supo más de ella.
THE VICTIM
By Patricia Highsmith
It
started when plump, blonde little Catherine was four or five years old: her
parents noticed that she got hurt, fell, or did something disastrous far more
often than did her contemporaries. Why was Cathy’s nose so often bleeding, her
knees scraped? Why did she so often wail for mamma’s sympathy? Why had she
broken her arm twice before she was eight? Why indeed? Especially since Cathy
was not the outdoor type. She much preferred to play indoors. For instance, she
liked dressing up in her mother’s clothes, when her mother was out of the
house. Cathy put on long dresses, high heels, and make-up which she applied at
her mother’s dressing table. Two such efforts had, both times, caused Cathy to
catch her wobbly shoes in her skirts and fall down the stairs. She had been en
route to see herself in the long looking-glass in the living-room. This had
been the cause of one of the arm breaks.
Now Cathy was eleven, and had long ago stopped trying on her mother’s
clothes. She had her own platform boots which made her five inches taller, her
own dressing table with lipsticks, pancake make-up, hair curlers, curling
irons, hair rinses, artificial eyelashes, even a wig on pedestal. The wig had
cost Cathy three months’ allowance, and even so her parents had chipped in
twenty collars to buy it.
‘I don’t know why she wants to look like a grown-up woman aged thirty,’
said Vic, Cathy’s father. ‘She’s got plenty of time for that.’
‘Oh, it’s normal at her age,’ said her mother, Ruby, though Ruby knew it
wasn’t quite normal.
Cathy complained about boys pestering her. ‘They just won’t let me
alone!’ she said to her parents one evening, not for the first time. ‘Look at
these bruises!’ Cathy pushed up a colourful nylon blouse to show a couple of
bruises on her ribs. She tottered a little in her platform boots, topped
incongruously by yellow knee length stockings, which would have been more
appropriate for a scoutmaster.
‘Kee-rist!’ said Vic, who was then drying dishes. ‘Look at these, Ruby!
You didn’t just fall down somewhere, did you, Cathy?’
At the sink, Ruby was not much impressed by the blue-brown bruises. She
had seen compound fractures.
‘The boys just grab me and squeeze me!’ Cathy whined.
Vic almost threw the plate he was drying, but finally put it gently on
top of a stack in the cupboard. ‘What do you expect, Cathy, if you wear phoney
long eyelashes to school at nine in the morning? You know, Ruby, it’s her own
fault.’
But Vic couldn’t make Ruby agree. Ruby kept saying it was normal at her
age, or some such. Cathy would have turned him off, Vic thought, if he’d been a
boy of thirteen or fourteen. But he had to admit that Cathy looked like fair
game, a pushover to any stupid adolescent boy. He tried to explain this to
Ruby, and get her to exert some control.
Ruby said, ‘You know, Vic darling, you’re being the over-protective
father. It’s quite a common syndrome, and I don’t want to reproach you. But you
must relax about Cathy or you’ll make things worse.’
Cathy had round blue eyes, and long lashes by nature. Her cupid’s bow
mouth tended to turn up at the corners in a sweet and willing smile. In school,
she was rather good at biology, at drawing spirogyra, the circulatory systems
of frogs, and cross-sections of carrots as seen under a microscope. Miss
Reynolds, her biology teacher, liked her, lent her pamphlets and quarterlies,
which Cathy read and returned.
Then in summer vacation, when Cathy was almost twelve, she began
hitchhiking, for no reason. The children of the neighbourhood went to a lake
ten miles away, where there was swimming, fishing and canoeing.
‘Cathy, don’t hitchhike. It’s dangerous. There’s a bus twice a day,
going and coming,’ said Vic.
But there she went, hitchhiking, like a lemming rushing to its fate, Vic
thought. One of her boy friends called Joey, aged fifteen and with a car, could
have driven her, but Cathy preferred to thumb rides from truck drivers. Thus
she was raped for the first time.
Cathy made a big scene at the lake, burst into tears when she arrived in
foot, and said, ‘I’ve just been raped!’
Bill Owens, the caretaker, at once asked Cathy to describe the man, and
the kind of truck he’d been driving.
‘He was red-headed,’ said Cathy tearfully. ‘Maybe twenty-eight. He was
big and strong.’
Bill Owens drove Cathy in his car to the nearest hospital. Cathy was
photographed by journalists, and given ice creams sodas. She told her story to
journalists and the doctors.
Cathy stayed home, pampered, for three days. The mysterious red-headed
rapist was never found, although the doctors confirmed that she had been raped.
Then Cathy went back to school, dressed to the nines, or the hilt again –
platform shoes, pancake make-up, nail polish, scent, cleavage. She acquired
more bruises. The telephone in her house kept ringing: the boys wanted to ask
her out. Half the time Cathy sneaked out, half the time she stood the boys up
with promises, causing the boys to hang around outside the house, in cars or on
foot. Vic was disgusted. But what could he do?
Ruby kept saying, ‘It’s natural. Cathy’s just popular!’
Christmas holidays came, and the family went to Mexico. They had wanted
to go to Europe, but Europe was too expensive. They drove to Juarez, crossed
the border, and made their way to Guadalajara on their way to Mexico City. The
Mexicans, men and women alike, stared at Cathy. She was obviously still a
child, yet made up like a grown woman. Vic realized why the Mexicans stared,
but Ruby seemed not to.
‘Creepy people, these Mexicans,’ said Ruby.
Vic sighed. It might have been during one of these sighs that Cathy was
whisked away. Vic and Ruby had been walking along a narrow pavement, Cathy
behind them, on the way to their hotel, and when they turned round, Cathy
wasn’t there.
‘Didn’t she say she was going to buy an ice cream cone?’ asked Ruby,
ready to run to the next street corner to see if there wasn’t an ice cream
vendor there.
‘I didn’t hear her said that,’ said Vic. He looked frantically in all
directions. There was nothing but men in business suits, a few peasants in
sombreros and white trousers – mostly carrying bundles of some kind – and
respectable looking Mexican women doing their shopping. Where was a policeman?
For the next half hour, Vic and Ruby made their problem known to a couple of
Mexican policemen who listened carefully and took down a description of their
daughter Cathy. Vic even produced a photograph from his wallet.
‘Only twelve? Really?’ said one of the policemen.
Vic handed the photograph over to him and never saw it again.
Cathy returned to their hotel towards midnight. She was tired and dirty,
but she made her way to the door of her parents’ room. She told her parents she
had been raped. Meanwhile the manager of the hotel had rung seconds before to
say:
‘Your daughter has returned! She went straight up in the elevator,
didn’t speak to us!’
Cathy said to her parents, ‘He was a nice looking man, and he spoke
English. He wanted me to look at a monkey he said he had in his car. Ididn’t think there was
anything wrong about him.’
‘A monkey?’ said Vic.
‘But there wasn’t any monkey,’ Cathy said, ‘and we drove off.’ Then she
began to cry.
Vic and Ruby were dismayed at the prospect of trying to find a nice
looking man who spoke English, of trying to deal with Mexican courts if they
did find him. They packed up and took Cathy back to America, hoping for the
best, meaning that Cathy wasn’t pregnant. She wasn’t. They took Cathy to their
doctor.
‘It’s all those cosmetics she puts on,’ said the doctor. ‘They make her
look older.’
Vic knew.
A real drama, however, took place the following year. Their next door
neighbours had a young doctor visiting them that summer. His name was Norman.
And he was a nephew of the woman of the house, Marian. Cathy told Norman she
wanted to be a nurse, and Norman lent her books, and spent hours with her,
talking about medicine and the nursing profession. Then one afternoon, Cathy
ran into her house in tears and told her mother that Norman had been seducing
her for weeks, and that he wanted her to run away with him, and had threatened
to kidnap her if she didn’t.
Ruby was shocked – and yet somehow not shocked, but more embarrassed. Ruby might have chosen to confine Cathy
to the house, to say nothing about the story, but Cathy has already told
Marian.
Marian arrived just two minutes after Cathy. ‘I don’t know what to say!
It’s dreadful! I can’t believe it of Norman, but it must be true. He’s fled the
house. He packed his suitcase in a flash, but he’s left a few things behind.’
This time, Cathy did not cease her tears, but kept them flowing for
days. She told stories of Norman forcing her to do things she couldn’t bring
herself to describe. Word got around in the neighbourhood. Norman was not in
his apartment in Chicago, Marian said, because she had tried to ring him and
there was no answer. A police hunt was mounted – though who initiated it, no
one knew. Vic hadn’t, nor Ruby, Marian nor her husband.
Norman was at last found holed up in a hotel hundreds of miles away. He
had registered under his own name. A charge was made by police in the name of a
government committee for the protection of minors. A trial began in Cathy’s
town. Cathy enjoyed every minute of it. She went to court daily, whether she
had to testify or not, primly dressed, without make-up or artificial eyelashes,
but she could not straighten her permanented hair, whose ultra-blondeness was starting
to grow out, showing darker hair at the roots. When on the stand, she pretended
she could not force the awful facts from her lips, so the prosecuting lawyer
had to suggest them, and Cathy murmured ‘Yesses’, which she was often asked to
say louder, so the court could hear. People shook their heads, hissed Norman,
and by the end of the trial were in a mood to lynch him. All Norman and his
lawyer were able do to was deny the charges, because there had been no
witnesses. Norman was sentenced to six years for molesting, and plotting to
abduct across a state border, a minor.
For a while Cathy enjoyed the role of martyr. But she couldn’t keep it
up more than a few weeks, because it wasn’t gay enough. Her legion of boy
friends retreated a little distance, though they still asked her out. As time
went on, when Cathy complained about rape, her parents paid no much attention.
After all, Cathy had been on The Pill for years now.
Cathy’s plans had changed, and she no longer wanted to become a nurse.
She was going to be an air hostess. She was sixteen, but could easily pass for
twenty or more, if she chose, so she told the airline she was eighteen, and
went through their six-week training course in how to turn on the charm, serve
drinks and meals graciously to all, soothe the nervous, administer first aid,
and carry out emergency exit procedures if necessary. Cathy was a natural at
all this. Flying to Rome, Beirut, Teheran, Paris, and having dates all along
the way with fascinating men was just her cup of tea. Frequently the air
hostesses were supposed to stay overnight in foreign cities, where their hotels
were paid for. So life was a breeze. Cathy had money galore, and a collection
of the weirdest presents, especially from gentlemen of the Middle East, such as
a gold toothbrush and a portable narghile (also of gold) suitable for smoking
pot. She had suffered a broken nose, thanks to the insane chauffeur of an
Italian millionaire of the cliff-hanging road between Positano and Amalfi. But
the nose had been set well, and did not mar her prettiness in the least. To her
credit, Cathy sent money regularly to her parents, and she herself had a
skyrocketing account in a New York savings bank.
Then the cheques to her parents abruptly stopped. The airlines got in
touch with Vic and Ruby. Where was Cathy? Vic and Ruby had no idea. She might
be anywhere in the world – the Philippines, Hong Kong, even Australia for all
they knew. Would the airline please inform them, her parents asked, as soon as
they learned anything?
The trail went to Tangiers and ended. Cathy had told another stewardess,
it seemed, that she had a big date in Tangiers with a man who was going to pick
her up at the airport. Cathy evidently kept that date, and was never heard of
again.
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