Patricia Highsmith
LA PARIDORA
BIOGRAFÍA DE PATRICIA HIGHSMITH
BIOGRAFÍA DE PATRICIA HIGHSMITH
Para Elaine el matrimonio significaba niños. Por supuesto, el matrimonio significaba un montón de cosas más, como crear un hogar, ser un apoyo moral para su marido, alegre compañía, todo eso. Pero sobre todo niños... para eso servía el matrimonio, de eso trataba la cosa.
Elaine, cuando se casó con Douglas, trató de convertirse en la criatura que había soñado, y en cuatro meses lo había conseguido con bastante acierto. Su casa centelleaba limpia y encantadora, sus fiestas eran un éxito, y Douglas obtuvo un pequeño ascenso en su empresa, Seguros Atenas S.A. Sólo faltaba una cosa: Elaine todavía no estaba embarazada. Una consulta al médico pronto arregló el problema, algo que no había funcionado bien, pero después de otros tres meses todavía no había concebido. ¿Podría ser problema de Douglas? A regañadientes, con cierta timidez, Douglas visitó al médico y fue declarado sano. ¿Qué podría estar fallando? Hicieron pruebas más detenidas, y se descubrió que el huevo fertilizado (al menos un huevo fue de hecho fertilizado) había viajado hacia arriba en vez de hacia abajo, en una aparente desafío a la gravedad, y en vez de desarrollarse en alguna parte, simplemente se había desvanecido.
—Debería levantarse de la cama y ponerse cabeza abajo — dijo un bromista en la oficina de Douglas, tras tomar un par de copas en un almuerzo.
Douglas sonrió educadamente. Pero igual tenía algo de razón. ¿No había dicho el médico algo por el estilo? Esa noche Douglas sugirió a Elaine hacer el pino.
Sobre medianoche, Elaine saltó de la cama y se mantuvo cabeza abajo, con los pies contra la pared. Su cara se puso rosa brillante. Douglas se alarmó, pero Elaine aguantó espartana, desplomándose finalmente sobre el suelo, en una masa sonrosada, después de casi diez minutos.
Su primer hijo, Edward, nació así. Edward puso a rodar la maquinaria, y en algo menos de un año llegaron gemelos, dos niñas. Los padres de Elaine y Douglas estaban encantados. Convertirse en abuelos fue una alegría tan grande como ser padres, y las dos parejas de abuelos organizaron fiestas. Douglas y Elaine eran sólo unos chiquillos, así que los abuelos se alegraron de que sus apellidos fueran a tener continuidad. Elaine no tuvo que ponerse bocabajo nunca más, y diez meses después nació un segundo hijo, Peter. Luego llegó Philip, luego Madeleine.
Eran ya seis niños pequeños en la casa, y Elaine y Douglas tuvieron que mudarse a un apartamento algo mayor, con una habitación más. Se mudaron con prisas, sin advertir que su casero odiaba profundamente a los niños (le mintieron y le dijeron que tenían cuatro), especialmente a los pequeños que berrean por las noches. A los seis meses les pidió que se marcharan… siendo entonces bastante obvio que Elaine iba a tener pronto otro niño. Por entonces Douglas estaba un poco justo de dinero, pero sus padres le dieron 2000 euros y los padres de Elaine se presentaron con 3000 euros, y Douglas dio la entrada de una casa a quince minutos en coche de su trabajo.
—Estoy contento de tener una casa, querida —le dijo a Elaine—. Pero me temo que tendremos que controlar los gastos si queremos pagar la hipoteca. Creo que, al menos por un tiempo, tendríamos que dejar de tener niños. Después de todo, siete…— había llegado el Pequeño Thomas.
Antes Elaine le había dicho que la planificación de la familia dependía de ella, y no de él.
—Lo entiendo, Douglas, tienes toda la razón.
Ay, Elaine reveló un día nublado de invierno que estaba de nuevo embarazada.
— No me lo esperaba. Me estoy tomando la píldora, tú lo sabes.
En realidad Douglas suponía que era así. Se quedó sin habla durante unos instantes. ¿Cómo se las arreglarían? Hacía tiempo que se notaba que Elaine estaba embarazada, aunque llevaba días convenciéndose de que sólo lo imaginaba a causa de su ansiedad. Sus padres ya repartían regalos de cincuenta y cien dólares en los cumpleaños ―con nueve cumpleaños en la familia, éstos eran bastante frecuentes―, y sabía que no podrían contribuir mucho más. Era asombroso sólo lo que costaban los zapatos para siete chiquillos.
No obstante, cuando Douglas vio la beatífica, la alegre sonrisa en la cara de Elaine, echada entre almohadas en el hospital, con un niño en sus brazos y una niña en la otra, no pudo arrepentirse de estos nacimientos, que ya llegaban a nueve.
Pero se habían casado hacía algo más que siete años. Si esto se mantenía…
Una mujer de su círculo social observó en una fiesta:
—¡Oh, Elaine se queda preñada cada vez que Douglas la mira!.
A Douglas no le divirtió el implícito tributo a su virilidad.
—¡Entonces deberían hacer el amor con las luces apagadas!— respondió el bromista—. ¡Ja, ja, ja! ¡Es fácil de comprobar que la única razón es que Douglas la mira!
—¡Esta noche ni una sola miradita a Elaine, Douglas! —gritó otro, y hubo un vendaval de risas.
Elaine sonrío con gracia. Imaginaba, qué digo, estaba segura de que las mujeres la envidiaban. Las mujeres con un niño sólo, o sin niños, eran en opinión de Elaine vainas de guisantes desecadas. Vainas de guisantes inmaduras.
Las cosas empeoraban por momentos a ojos de Douglas. Hubo un intervalo de seis meses completos en los que Elaine estuvo tomando la píldora y no se quedó embarazada, pero de pronto se quedó.
—No puedo entenderlo —le dijo a Douglas y también a su médico. Elaine realmente no podía entenderlo, porque había olvidado que había olvidado acordarse de la píldora… un fenómeno con el que su médico se había tropezado antes.
El médico no hizo comentarios. Sus labios estaban éticamente sellados.
Como en venganza por la ausencia temporal de fecundidad de Elaine, por su intento de tapar el cuerno natural de la abundancia, la naturaleza le endosó quintillizos. Douglas ni siquiera pudo acudir al hospital, y se metió en cama durante cuarenta y ocho horas. Entonces tuvo una idea: telefonearía a algunos periódicos, les pediría un dinerillo por las entrevistas y por algunas fotografías que también podrían tomar de los quintillizos. LO intentó con todo el dolor de su corazón, ya que esta forma de explotación iba contra sus principios. Pero los periódicos no picaron. Dijeron que mucha gente tenía quintillizos en aquellos tiempos. Los sextillizos sí podían interesarles, pero los quintillizos no. Tomarían alguna foto, pero no pagarían nada. La fotografía sólo consiguió que les enviaran información de organizaciones de Planificación Familiar y desagradables, groseras e insultantes cartas de ciudadanos privados que le decía a Douglas y Elaine cuánto estaban contribuyendo a la contaminación. Los periódicos habían mencionado que sus niños ya eran catorce, después de aproximadamente ocho años de matrimonio.
Puesto que la píldora no parecía funcionar, Douglas propuso hacerse algo. Elaine se opuso completamente.
—¡Pero las cosas no serán ya lo mismo! —gritó.
—Cariño, todo será igual. Sólo que…
Elaine lo interrumpió. No llegaron a ningún acuerdo.
Tuvieron que mudarse de nuevo. La casa era bastante grande para dos adultos y catorce niños, pero los gastos añadidos de los quintillizos hicieron imposible pagar la hipoteca. Así que Douglas, Elaine y Edward, Susan y Sarah, Peter, Thomas, Philip y Madeleine, los gemelos Ursula y Paul, y los quintillizos Louise, Pamela, Helen, Samantha y Brigid se mudaron a una casa de vecinos en la ciudad… una casa de vecinos tenía una serie de condiciones legales para cualquier estructura que albergara más de dos familias, pero en lenguaje coloquial una casa de vecinos era una pocilga, como ésta. Ahora estaban rodeados de familias que tenían casi los mismos niños que ellos. Douglas se llevaba a veces papeles de la oficina a casa, se tapaba los oídos con algodones y pensaba que se volvería loco.
—No habrá peligro de que me vuelva loco si ya creo que estoy loco —se decía a sí mismo, y trataba de alegrarse. Después de todo, Elaine estaba otra vez tomando la píldora.
Pero se volvió a quedar embarazada. A estas alturas, los abuelos ya no se sentían tan encantados. Estaba claro que el número de retoños había disminuido la calidad de vida de Douglas y Elaine… la última cosa que los abuelos hubieran deseado. Douglas vivía con un ardiente resentimiento hacia el destino, y con el desesperado anhelo de que algo, algo desconocido y quizás imposible pudiera ocurrir, mientras veía a Elaine engordar día a día. ¿Serían otra vez quintillizos? ¿Incluso sextillizos? Terrorífico pensamiento. ¿Qué pasaba con la píldora? ¿Era Elaine alguna excepción en las leyes de la química? Douglas dio vueltas en su cabeza a la ambigua respuesta que el médico dio a la pregunta que le hizo al respecto. El médico había sido tan vago, y Douglas había olvidado no sólo las palabras del médico, sino incluso el sentido de lo que dijo. De todas formas, ¿quién podía pensar con todo aquel ruido? Enanos con pañales tocaban pequeños xilófonos y soplaban una variedad de bocinas y silbatos. Edward y Peter reñían sobre quién se montaría primero en el caballito mecedor. Todas las niñas estallaban en llanto por nada, esperando obtener la atención de su madre y el apoyo a sus causas. Philip era propenso a los cólicos. Todos los quintillizos estaban echando los dientes a la vez.
Esta vez fueron trillizos. ¡Increíble! Tres habitaciones del apartamento sólo tenían dentro cunas, más una cama individual en cada una de ellas, en las que dormían al menos dos niños. Con sólo que sus edades variasen un poco más, pensó Douglas, sería en cierto modo más tolerable, pero la mayoría de ellos todavía gateaban por el suelo, y al abrir la puerta principal se diría que uno entraba por error en una guardería. Pero no. Todos los diecisiete eran tarea suya. Los nuevos trillizos colgaban en un ingenioso parque suspendido, porque no había espacio en el suelo para ellos. Los alimentaban y les cambiaban sus pañales a través de los barrotes del parque, lo que hizo pensar a Douglas en un zoo.
Los fines de semana eran un infierno. Sus amigos ya no aceptaban sus invitaciones. ¿Y quién podía culparlos? Elaine tenía que pedirles a los invitados que estuvieran muy quietos, e incluso así, algo despertaba siempre a uno de los pequeños sobre las nueve de la noche, y entonces el lote entero empezaba a aullar, incluso los de siete y ocho años, que querían unirse a la fiesta. Así, su vida social llegó a ser cero, lo que no dejaba de estar bien, porque no tenían dinero para entretenimientos.
—Pero yo me siento realizada, querido —dijo Elaine una tarde de domingo, posando una tranquilizadora mano sobre la frente de Douglas, mientras él se sentaba enfrascado en papeles de la oficina.
Douglas, transpirando por los nervios, trabajaba en un pequeño rincón de lo que llamaban su salón. Elaine estaba a medio vestir, su estado habitual, porque en el acto de vestirse siempre había un niño que la interrumpía pidiendo algo, y además Elaine estaba amamantando aún a los recién llegados. De pronto, algo se rompió en Douglas, y se levantó y se encaminó al teléfono más cercano. Él y Elaine no tenían teléfono, y también tuvieron que vender su coche.
Douglas telefoneó a una clínica y preguntó por la vasectomía. Le dijeron que había una lista de espera de cuatro meses si quería la operación sin cargos. Douglas dijo que sí y dio su nombre. Entretanto, la castidad estuvo a la orden del día. Nada de apuros. ¡Dios santo! ¡Ya eran diecisiete! Douglas inclinó la cabeza en la oficina. Incluso los chistes se habían hecho reiterativos. Sintió que la gente sentía pena de él, y que evitaban el tema niños. Sólo Elaine era feliz. Parecía estar en otro mundo. Incluso comenzó a hablar como los niños. Douglas contaba los días hasta la operación. No iba a decirle nada a Elaine sobre ello, simplemente se la haría. Llamó una semana ante de la fecha para confirmarla, y le dijeron que tendría que esperar otros tres meses, porque la persona que le había dado cita se había equivocado.
Douglas colgó el teléfono con un golpe. No era la abstinencia el problema, sino la maldita fatalidad, sólo el fastidio de esperar otros tres meses. Tenía un miedo enfermizo de que Elaine pudiera queda embarazada una vez más pero por sus propios medios.
Ocurrió que lo primero que vio al entrar en el apartamento aquella tarde fue a la pequeña Ursula andando como un pato por aquí y por allá con sus calzones elásticos, empujando diligentemente un carrito en miniatura en el que estaba sentada una pequeña réplica de ella misma.
—¡Mira qué bien! —gritó Douglas dirigiéndose a nadie—. ¡Ya es madre y apenas puede andar!
Sacó bruscamente la muñeca del carro de juguete y la arrojó por una ventana.
—¡Doug! ¿Qué te pasa?
Elaine se le acercó con rapidez y un pecho fuera, con el pequeño Charles adherido a él como una lamprea.
Douglas incrustó un pie en el lateral de una cuna, y luego agarró el caballito balancín y lo estampó contra la pared. De una patada, levantó por los aires la casita de una muñeca, y cuando cayó se derrumbó con un estrépito.
—¡Mamiii… mamiiii!
—¡Papi!
—Uuuuuu… uuuu.
—¡Bu-huuu-uu-uu-huu-uu! ―de media docena de gargantas.
Entonces el casero montó un jaleo con quince niños al menos gritando, más Elaine. El objetivo de Douglas eran los juguetes. Pelotas de todos los tamaños salieron a través de los cristales de las ventanas, seguidas de trompetas de plástico y pequeños pianos, coches y teléfonos, luego ositos de peluche, sonajeros, pistolas, espadas de goma y cerbatanas, chupadores y rompecabezas. Exprimió dos biberones preparados y rió con ojos de lunático mientras la leche salía a chorros de las tetinas. La expresión de Elaine cambió de la sorpresa al horror. Se asomó por una ventana rota y gritó.
A Douglas tuvieron que arrastrarlo lejos de un set de construcción Erector, al que estaba golpeando con la pesada base de un payaso tentetieso. Un médico le dio un golpe en el cuello que lo tumbó. Lo siguiente que Douglas supo fue que estaba en una celda acolchada quién sabe dónde. Pidió la vasectomía. En vez de eso, le trajeron una aguja. Cuando despertó, volvió a pedir la vasectomía. Su deseo fue satisfecho ese mismo día.
Entonces se sintió mejor, más tranquilo. Sin embargo, estaba lo suficientemente cuerdo como para advertir que, por así decirlo, había perdido la cabeza. Se daba cuenta de que no quería volver a trabajar, que no quería hacer nada. No quería ver a ninguno de sus amigos, a los que, de todas formas, sentía que había perdido. Especialmente, no quería seguir viviendo. Débilmente, recordó que tenía una alegre descendencia, por haber procreado diecisiete niños en bastante menos años. ¿O eran diecinueve? ¿O veintiocho? Había perdido la cuenta.
Elaine vino a verlo. ¿Estaba de nuevo embarazada? No. Imposible. Era sólo que estaba tan acostumbrado a verla embarazada. Parecía distante. Se sentía realizada, recordó Douglas.
—Haz el pino de nuevo. Ponlo todo boca abajo —dijo Douglas con una estúpida sonrisa.
—Está loco —le dijo Elaine al médico, y pausadamente se dio la vuelta y se marchó.
THE BREEDER
By Patricia Highsmith
To
Elaine, marriage meant children. Marriage meant a lot of other things too, of
course, such as creating a home, being a morale-booster to her husband, jolly
companion, all that. But most of all children – that was what marriage was for,
what it was all about.
Elaine,
when she married Douglas, set about becoming the creature of her imagination,
and within four months she had succeeded quite well. Their home sparkled with
cleanliness and charm, their parties were successes, and Douglas received a
small promotion in his firm, Athens Insurance Inc. Only one thing was missing,
Elaine was not yet pregnant. A consultation with her doctor soon set this
problem to rights, something having been askew, but after another three months,
she still had not conceived. Could it be Douglas’ fault? Reluctantly, somewhat
shyly, Douglas visited the doctor and was pronounced fir. What could be wrong?
Closer tests were made, and it was discovered that the fertilized egg (indeed
at least one egg had been fertilized) had travelled upwards instead of
downwards, in apparent defiance of gravity, and instead of developing somewhere
had simply vanished.
‘She
should get out of bed and stand in her head!’ said a wag of Douglas’ office,
after a couple of drinks one lunchtime.
Douglas
chuckled politely. But maybe there was something to it. Hadn’t the doctor said
something along these lines? Douglas suggested the headstand to Elaine that
evening.
Around
midnight, Elaine jumped out of bed and stood on her head, feet against the
wall. Her face became bright pink. Douglas was alarmed, but Elaine stuck it out
like a Spartan, collapsing finally after nearly ten minutes in a rosy heap on
the floor.
Their
first child, Edward, was thus born. Edward started the ball rolling, and
slightly less than a year later came twins, two girls. The parents of Elaine
and Douglas were delighted. To become grandparents was as great a joy for them
as it had been to become parents, and both sets of grandparents threw parties.
Douglas and Elaine were only children, so the grandparents rejoiced that their
lines would be continued. Elaine no longer had to stand on her head. And ten
months later, a second son was born, Peter. Then came Philip, then Madeleine.
This
made six small children in the household, and Elaine and Douglas had to move to
a slightly larger apartment with one room in it. They moved hastily, not
realizing that their landlord was rather against children (they’d lied and told
him they had four), especially little ones who howled in the night. Within six
months, they were asked to leave – it being obvious then that Elaine was due to
have another child soon. By now, Douglas was feeling the pinch, but his parents
gave him $2,000 and Elaine’s parents came up with $3,000, and Douglas made a
down payment on a house fifteen minutes’ drive from his office.
‘I’m
glad we’ve got a house, darling,’ he said to Elaine. ‘But I’m afraid we’ve got
to watch our pennies if we keep up the mortgage payments. I think – at least
for a while – we ought not to have any more children. Seven, after all –’
Little Thomas had arrived.
Elaine
had said before that it would be up to her, not to him, to do the family
planning. ‘I understand, Douglas. You’re perfectly right.’
Alas,
Elaine disclosed one overcast winter day that she was pregnant again. ‘I can’t
account for it. I’m on the pill, you know that.’
Douglas
had certainly assumed that. He was speechless for a few moments. How were they
going to manage? He could already see that Elaine was pregnant, though he’d been
trying to convince himself for days that he was only imagining it, because of
his anxiety. Already their parents were handing out fifty and one-hundred-dollar
presents on birthdays – with nine birthdays in the family, birthdays came along
pretty frequently – and he knew they couldn’t contribute a bit more. It was amazing how much
shoes alone could cost for seven little ones.
Still,
when Douglas saw the beatific, contented smile on Elaine’s face as she lay
against her pillows in the hospital, a baby boy in one arm and a baby girl in
the other, Douglas could not find it in himself to regret these births, which
made nine.
But
they’d been married just a little more than seven years. If this kept up –
One
woman in their social circle remarked at a party, ‘Oh, Elaine gets pregnant
every time Doug looks at her!’
Douglas
was not amused by the implied tribute to his virility.
‘Then
they ought to make love with the lights out!’ replied the office wag.
‘Ha-ha-ha! Easy to see the only reason is, Douglas is looking at her!’
‘Don’t
even glance at Elaine tonight, Doug!’ someone else yelled, and there were gales
of laughter.
Elaine
smiled prettily. She imagined, nay, she was sure, that women envied her. Women
with only one child, or no children, were just dried up bean bags in Elaine’s
opinion. Green bean bags.
Things
went from bad to worse, from Douglas’ point of view. There was an interval of a whole six months when Elaine was on the pill
and did not become pregnant, but then suddenly she was.
‘I
can’t understand it,’ she said to Douglas and to her doctor too. Elaine really
couldn’t understand it, because she had forgotten that she had forgotten to
remember the pill – a phenomenon that her doctor had encountered before.
The
doctor made no comment. His lips were ethically sealed.
As if
in revenge for Elaine’s absenting herself from fecundity for a while, for her
trying to put a lid on nature’s cornucopia, nature hurled quintuples at her.
Douglas could not even face the hospital, and took to his bed for forty-eight
hours. Then he had an idea: he would ring up some newspapers, ask them a fee
for interviews and also for any photographs they might take of the quins. He
made painful efforts in this direction, such exploitation being against his
grain. But the newspapers didn’t bite. Lots of people had quintuplets these
days, they said. Sextuplets might interest them, but quins no. they’d take a
photograph, but they wouldn’t pay anything. The photograph only brought
literature from Family Planning organizations and unpleasant or downright
insulting letters from individual citizens telling Douglas and Elaine how much
they were contributing to pollution. He newspapers had mentioned that their
children now numbered fourteen after about eight years of marriage.
Since
it seemed the pill was not working, Douglas proposed that he do something about
himself. Elaine was dead against it.
‘Why,
things just wouldn’t be the same!’ she cried. ‘Darling, everything would be the
same. Only – ’
Elaine
interrupted. They got nowhere.
They
had to move again. The house was big enough for two adults and fourteen
children, but they added expense of the quins made the mortgage payments
impossible. So Douglas and Elaine and Edward, Susan and Sarah, Peter, Thomas,
Philip and Madeleine, the twins Ursula and Paul, and the quins Louise, Pamela,
Helen, Samantha and Brigid moved to a tenement in the city – tenement being a
legal term for any structure housing more than two families, but in common
parlance a tenement was a slum, which this was. Now they were surrounded by
families with nearly as many children as they had. Douglas, who sometimes took
papers home from the office, stuffed his ears with cotton wool and thought he
would go mad.’ He told himself, and tried to cheer up. Elaine, after all, was
on the pill again.
But she
became pregnant again. By now, the grandparents were no longer so delighted. It
was plain that the number of offspring had lowered Douglas’ and Elaine’s
standard of living – the last thing the grandparents wished. Douglas lived in a
smouldering resentment against fate, and with a desperate hope that something –
something unknown perhaps impossible might happen, as he watched Elaine growing
stouter day by day. Might this be quins again? Even sextuplets? Dreadful
thought. What was the matter with the pill? Was Elaine some exception to the
laws of chemistry? Douglas turned over in his mind their doctor’s ambiguous
reply to his question on this point. The doctor had been so vague, Douglas had
forgotten not only the doctor’s words, but even the sense of what he’d said.
Who could think in all the noise, anyway? Diaper-clad midgets played tiny
xylophones and tootled on a variety of horns and whistles. Edward and Peter
squabbled over who was going to mount the rocking-horse. All the girls burst
into tears over nothing, hoping to gain their mother’s attention and allegiance
to their causes. Philip was prone to colic. All the quins were teething
simultaneously.
This
time it was triplets. Unbelievable! Three rooms of their flat now had nothing
but cribs in them, plus a single bed in each, in which at least two children
slept. If their ages only varied more, Douglas thought, it would somehow be
more tolerable, but most of them were still crawling around the floor, and to
open the apartment door was to believe that one had come upon a day nursery by
mistake. But no. all these seventeen were his own doing. The new triplets swung
in an ingenious suspended playpen, there being absolutely no room on the floor
for them. They were feed, and their nappies changed, through bars of the pen,
which made Douglas think of a zoo.
Weekends
were hell. Their friends simply did not accept invitations any longer. Who
could blame them? Elaine had to asks guests to be very quiet, and even so,
something always woke one of the little ones by 9 p.m. and then the whole lot
started yowling, even the seven and eight-year-olds who wanted to join the
party. So their social life became nil, which was just as well, because they
hadn’t the money for entertaining.
‘But I
do feel fulfilled, dear,’ Elaine said, laying a soothing hand upon Douglas’
brow, as he sat poring over office papers one Sunday afternoon.
Douglas,
perspiring form nerves, was working in a tiny corner of what they called their
living-room. Elaine was half-dressed, her usual state, because in the act of
dressing, some child always interrupted her, demanding something, and also
Elaine was still nursing the last arrivals. Suddenly something snapped in
Douglas, and he got up and walked out to the nearest telephone. He and Elaine
had no telephone, and they had to sell their car also.
Douglas
rang a clinic and inquired about vasectomy. He was told there was a waiting
list of four months, if he wanted the operation free of charge. Douglas said
yes, and gave his name. Meanwhile, chastity was the order of the day. No
hardship. Good God! Seventeen now! Douglas hung his head in the office. Even
the jokes had worn thin. He felt that people pitied him, and that they avoided
the subject of children. Only Elaine was happy. She seemed to be in another
world. She’d even begun to talk like the kids. Douglas counted the days till
the operation. He was not going to say anything to Elaine about it, just have
it. He rang up a week before date to confirm it, and was told he would have to
wait another three months, because the person who had fixed his appointment
must have made a mistake.
Douglas
banged the telephone down. It wasn’t abstinence that was the problem, just
goddamned fate, just the nuisance of waiting another three months. He had an
insane fear that Elaine would become pregnant again on her own.
It
happened that the first thing he saw when he entered the apartment that
afternoon was little Ursula waddling around in her rubber panties, diligently
pushing a miniature pram in which sat a tiny replica of herself.
‘Look at it!’ Douglas yelled at no one.
‘Motherhood already and she can hardly walk!’
he snatched the doll out the toy pram and hurled it through a window.
‘Doug!
What’s come over you? Elaine rushed clamped to it like a lamprey.
Douglas
pushed a foot through the side of a crib, then seized the rocking-horse and
smashed it against a wall. He kicked a doll’s house into the air and when it
fell, demolished it with a stomp.
‘Maa-aa – maa-aa!’
‘Daa-aaddy!’
‘Ooooo-ooo!’
‘Boo-hooo-oo-oo-hoo-oo!’ from a half dozen throaths. Now the
household was in an uproar with at least fifteen kids screaming, plus Elaine.
Toys were Douglas’ targets. Balls of all sizes went through the windowpanes,
followed by plastic horns and little pianos, cars and telephones, then teddy
bears, rattles, guns, rubber swords and pea-shooters, teething rings and jigsaw
puzzles. He squeezed two formula bottles and laughed with lunatic glee as the
milk spurted from the rubber teats. Elaine’s expression changed from surprise
to horror. She leaned out of a broken window and screamed.
Douglas
had to be dragged away from an Erector set construction which he was smashing
with the heavy base of a roly-poly clown. An intern gave him a punch in the
neck which knocked him out. The next thing Douglas knew, he was in a padded cell
somewhere. He demanded a vasectomy. They gave him a needle instead. When he
woke up, he again yelled for a vasectomy. His wish was granted the same day.
He felt
better then, calmer. He was just same enough, however, to realize that his
mind, so to speak, was ‘gone’. He was aware that he didn’t want to go back to
work, didn’t want to do anything. He didn’t want to see any of his old friends,
all of whom he felt he had lost, anyway. He didn’t particularly want to go in
living. Dimly, he remembered that he was a laughing stock for having begotten
seventeen children in not nearly so many years. Or was it nineteen? Or
twenty-eight? He’d lost count.
Elaine
came to see him. Was she pregnant again? No. Impossible. It was just that he
was so used to seeing her pregnant. She seemed remote. She was fulfilled,
Douglas remembered.
‘Stand
on your head again. Reverse things,’ Douglas said with a foolish smile.
‘He’s
mad,’ Elaine said hopelessly to the intern, and calmly turned away.
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