Ilustración de Ofra Amit |
Patricia Highsmith
LA NOVELISTA
Posee una memoria perfecta. Todo es sexo. Va por su tercer matrimonio y ha dejado tres hijos por el camino, pero ninguno de su actual marido. Grita: «¡Escuchad mi pasado! Es más importante que mi presente. Dejadme que os cuente lo cerdo que era mi último marido (o amante).»
Su pasado es como una comida mal digerida, quizás indigerible, que se le ha quedado sentada en la boca del estómago. Uno desearía que pudiese vomitarla y olvidarla, sencillamente.
Escribe resmas contando cuántas veces ella, o su rival, se metieron en la cama con su marido. Y cómo ella se paseaba arriba y abajo, insomne –negándose virtuosamente el consuelo de una copa–, mientras su marido pasaba la noche con la otra mujer, flagrantemente, etc., y a la mierda lo que pensaran los amigos o los vecinos. Dado que los amigos y los vecinos eran incapaces de pensar o no les interesaba la situación, no importa lo que pensasen. Se diría que éste es el momento para que un novelista emplee su inventiva, para crear un pensamiento y una opinión pública donde no existen, pero la novelista no se molesta en inventar. Todo es tan escueto como una cojonera.
Después de que tres amigas hayan visto y alabado el manuscrito, diciendo que es «real como la vida misma», y de haber cambiado cuatro veces los nombres de los personajes masculinos y femeninos, con considerable detrimento del aspecto del manuscrito, y después de que un amigo (posible amante) haya leído la primera página y se lo haya devuelto diciéndole que lo ha leído entero y le encanta, envía el manuscrito a un editor. Recibe una rápida y cortés negativa.
Comienza a ser más cautelosa, a obtener cartas de presentación de amigos escritores, vagas, indirectas recomendaciones logradas a costa de comidas y cenas regadas con vino.
Rechazo tras rechazo, a pesar de todo.
–¡Yo sé que mi historia es importante! –le dice a su marido.
–También lo es la vida del ratón, para él… o, quizás, para ella –contesta él. Es un hombre paciente, pero, con todo esto, está casi al límite de su resistencia.
–¿Qué ratón?
–Hablo con un ratón casi todas las mañanas mientras estoy en la bañera. Creo que su problema es la comida. Son dos. Uno u otro sale del agujero (hay un agujero en el rincón del cuarto de baño) y entonces les traigo algo de la nevera.
–Estás divagando. ¿Qué tiene eso que ver con mi manuscrito?
–Simplemente que a los ratones les preocupa un asunto más importante: la comida. No que tu marido te fuera infiel, o que tú sufrieras por ello, aunque fuese en un escenario tan maravilloso como Capri o Rapallo. Lo cual me sugiere una idea.
–¿Cuál? –pregunta ella, con cierta ansiedad.
Su marido sonríe por primera vez en varios meses. Experimentaba unos segundos de paz. No se oye en la casa el tecleo de la máquina de escribir. Su mujer le está mirando de verdad, esperando oír lo que tiene que decir.
–Adivínalo. Tú eres la que tiene imaginación. No vendré a cenar.
Luego se marcha del piso, llevándose su agenda y –con cierto optimismo– un pijama y un cepillo de dientes.
Ella se acerca a la máquina y se queda mirándola, pensando que quizá podría sacar otra novela de esto, simplemente de esta noche. ¿Debería hacer pedazos la novela por la que había alborotado durante tanto tiempo y empezar una nueva? ¿Quizá esta noche? ¿Ahora mismo? ¿Con quién iba a dormir él?
She has
total recall. It is all sex. She is on her third marriage now, having dropped
three children on the way, but none by her present husband. Her cry is: ‘Listen
to my past! It is more important than my present. Let me tell you what an
absolute swine my last husband (or lover) was.’
Her
past is like an undigested, perhaps indigestible meal which sits upon her
stomach. One wishes she could simply vomit and forget it.
She
writes reams about how many times she, or her woman rival, jumped into bed with
her husband. And how she paced the floor, sleepless – virtuously denying
herself the consolation of a drink – while her husband spent the night with the
other woman, flagrantly, etc. and to hell with what friends and neighbours
thought. Since the friends and neighbours were either incapable of thinking or
were uninterested in the situation, it doesn’t matter what they thought. One
might say that this is the time for a novelist’s invention, for creating
thought and public opinion where there is none, but the female novelist doesn’t
bother inventing. It is all starck as a jock-strap.
After
three woman friends have seen and praised the manuscript, saying it is ‘just
like life,’ and the male and female characters names have been changed four
times, much to the detriment of the manuscript’s appearance, and after one man
friend (a prospective lover) has read the first page and returned the
manuscript saying he has read it all and adores it – the manuscript goes off to
a publisher. There is a quick, courteous rejection.
She
begins to be more cautious, secures entrées via writer acquaintances, vague,
hedged-about recommendations obtained at the expense of winy lunches and
dinners.
Rejection
after rejection, none the less.
‘I know my story is important!’ she says to
her husband.
‘So is
the life of the mouse here, to him – or maybe her,’ he replies. He is a patient
man, but nearly at the end of his nerves with all this.
‘What
mouse?’
‘I talk
to a mouse nearly every morning when I’m in the bathtub. I think his or her
problem is food. They’re a pair. Either one or the other comes out of the hole
– there’s a hole in the corner of the bathroom – then I get them something from
the refrigerator.’
‘You’re
wandering. What’s that got to do with my manuscript?’
‘Just
that mice are concerned with a more important subject – food. Not with wether
your ex-husband was unfaithful to you, or whether you suffered from it, even in
a setting as beautiful as Capri or Rapallo. Which gives me an idea.’
‘What?’
she asks, somewhat anxiously.
Her
husband smiles for the first time in several months. He experiences a few
seconds of peace. There is not the clicking of the typewriter in the house. His
wife is actually looking at him, waiting to hear what has to say. ‘You figure
that one out. You’re the one with imagination. I won’t be in for dinner.’
Then he
leaves the flat, taking his address book and – optimistically – a pair of
pyjamas and a toothbrush.
She
goes and stares at the typewriter, thinking that perhaps here is another novel,
just from this evening, and should she scrap the novel she had fussed over for
so long and start this new one? Maybe tonight? Now? Who is he going to sleep
with?
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