Patricia Highsmith
Hay montones de chicas como Mildred, sin hogar, pero nunca sin techo… Generalmente, el techo de una habitación de hotel; a veces, el de un apartamento de soltero; el de la cabina de un yate, si hay suerte, o el de una tienda de campaña o una caravana. Estas chicas son objetos de cama, el tipo de cosa que se compra, como una botella de agua caliente, una plancha de viaje, un cepillo eléctrico para los zapatos, o cualquier otro lujo. Saber cocinar un poco es una ventaja para ellas, pero, ciertamente, no es necesario que hablen, en ningún idioma. Son también intercambiables, como las monedas de libre circulación o los cupones de respuesta postal internacionales. Su valor sube y baja, dependiendo de su edad y de su propietario actual.
Mildred consideraba que no era una vida desagradable, y si la hubiesen entrevistado, habría contestado con toda sinceridad: «Es interesante.» Mildred nunca se reía, y únicamente sonreía cuando pensaba que debía ser educada. Medía un metro sesenta y siete, era más bien rubia, bastante esbelta, y tenía una cara agradable e inexpresiva con grandes ojos azules siempre muy abiertos. Más que andar se escabullía, con los hombros encogidos y las caderas un poco hacia adelante; la forma de andar de las modelos, según había leído en algún sitio. Esto le daba un aire lánguido y pacífico, caminando parecía una sonámbula. En la cama era un poco más vivaz, y este dato pasaba de boca en boca o, entre hombres que no hablaban el mismo idioma, se transmitía por medio de gestos y sonrisitas. Mildred conocía su trabajo y hay que reconocer que se dedicaba a él diligentemente.
Estuvo dando tumbos en la escuela hasta los catorce años, cuando todo el mundo, incluyendo a sus padres, juzgaron que no tenía sentido que continuara. Se casaría pronto, pensaron sus padres. Pero Mildred se escapó de casa, o, más bien, se la llevó un vendedor de coches cuando apenas tenía quince años. Bajo la dirección del vendedor, escribió cartas tranquilizadoras a su casa, diciendo que trabajaba como camarera en una ciudad cercana y que vivía en un piso con otras dos chicas.
A los dieciocho, Mildred ya había estado en Capri, Méjico, Paris, y hasta en Japón, y varias veces en Brasil, donde los hombres la abandonaban generalmente, ya que a menudo iban huyendo de algo. Había sido el segundo premio, por así decirlo, de un Presidente electo americano la noche de su victoria. En Londres había sido prestada durante dos días a un jeque árabe, el cual la recompensó con una copa de oro bastante rara, que ella perdió más tarde; no es que le gustara la copa, pero debía valer una fortuna, y con frecuencia lamentaba su pérdida. Si alguna vez deseaba cambiar de hombre, no tenía más que ir sola a un bar de lujo de Río o de cualquier ciudad y ligarse a otro que estaría encantado de incluirla en su cuenta de gastos, y así volvía a América, o a Alemania, o a Suecia. A Mildred le tenía sin cuidado el país en el que estaba.
Una vez la olvidaron en la mesa de un restaurante, del mismo modo que se deja un encendedor. Mildred se dio cuenta, pero Herb tardó unos treinta minutos que resultaron ligeramente inquietantes para Mildred, aunque ella nunca se preocupaba de verdad por nada. Pero se volvió al hombre que estaba sentado junto a ella –era una comida de negocios, cuatro hombres y cuatro chicas– y le dijo:
–Pensé que Herb había ido solamente al servicio…
–¿Qué? –dijo el hombre robusto, un americano–. Oh, volverá. Hemos tenido que discutir asuntos desagradables. Herb está disgustado.
El americano sonrió comprensivo. Tenía a su chica al otro lado, una a la que se había ligado la noche anterior. Las chicas no habían abierto la boca, excepto para comer.
Herb volvió y recogió a Mildred, y se fueron al hotel. Herb estaba absolutamente sombrío porque había llevado la peor parte en el trato. Esa tarde los abrazos de Mildred no consiguieron levantar el ánimo ni el orgullo de Herb, y esa noche la cambió por otra. El nuevo guardián de Mildred era Stanley, de unos treinta y cinco años y regordete, como Herb. El intercambio tuvo lugar a la hora del aperitivo, mientras Mildred sorbía con una pajita un alexander, como de costumbre. Herb se llevó a la chica de Stanley, una estúpida rubia con el pelo artificialmente rizado. El rubio también era artificial, aunque un buen trabajo, observó Mildred, que era una experta en cuestiones de maquillaje y peinados. Mildred regresó fugazmente al hotel para hacer la maleta, y luego pasó la noche con Stanley. Este apenas le dirigió la palabra, pero sonrió mucho e hizo muchas llamadas telefónicas. Esto sucedía en Des Moines.
Con Stanley, Mildred fue a Chicago, donde él tenía un pequeño piso en propiedad, más una esposa que vivía en una casa en algún sitio, según le dijo. A Mildred no le preocupaba la esposa. Solamente una vez en su vida había tenido que enfrentarse con una esposa difícil que entró violentamente en un piso. Mildred blandió un cuchillo de trinchar y la esposa huyó. Generalmente las esposas se quedaban sin habla, luego la miraban con desprecio y se marchaban, evidentemente con la intención de vengarse de sus maridos. Stanley estaba fuera todo el día y no le dejaba mucho dinero, lo cual era un fastidio. Mildred no pensaba quedarse mucho tiempo con él, si podía remediarlo. Ella había abierto una vez una cuenta de ahorros en un banco en alguna parte, pero había perdido la cartilla y había olvidado el nombre de la ciudad donde estaba el banco.
Pero antes de que Mildred pudiera hacer una hábil maniobra para apartarse de Stanley, se encontró traspasada a otro hombre. Esto fue un golpe para ella. Un economista hubiese sacado conclusiones sobre la moneda que se da, y también las sacó Mildred. Comprendió que Stanley salió ganando un poco en el trato que hizo con el hombre llamado Louis, el nuevo dueño de Mildred, y sin embargo…
Sólo tenía veintitrés años. Pero Mildred sabía que esa era la edad peligrosa y que más le valía jugar sus cartas con cuidado de ahora en adelante. Dieciocho era la edad cumbre, y ella la superaba en cinco años. ¿Y qué había conseguido en ese tiempo? Un brazalete de diamantes que los hombres miraban con codicia y que había tenido que desempeñar dos veces con ayuda de algún nuevo hijo de puta. Un abrigo de visón, la misma historia. Una maleta con un par de vestidos buenos. ¿Qué es lo que quería? Pues quería continuar con la misma vida pero con una sensación de mayor seguridad. ¿Qué haría si se encontrara realmente entre la espada y la pared? ¿Si le dieran la patada, en vez de traspasarla a otro, y tuviese que irse a un bar y aun así no pudiera conseguir más que un ligue de una noche? Bueno, tenía algunas direcciones de antiguos amigos y siempre podía escribirles y amenazarles con hablar de ellos en sus memorias, diciendo que un editor estaba interesado en ellas. Pero Mildred había hablado con chicas de veinticinco años o más que habían amenazado con escribir memorias si no les pasaban una pensión vitalicia, y sólo sabía de una que lo hubiese logrado. Generalmente, decían las chicas, lo único que sacaban era que se riesen de ellas, o un «Adelante, escríbelas», en vez de dinero.
Por lo tanto, durante unos días, Mildred sacó todo el partido posible a su estancia con el gordo y viejo Louis. El tenía un bonito gato atigrado con el que Mildred se encariñó, pero lo más aburrido era el lóbrego apartamento, de una sola habitación y una cocina estrecha. Louis tenía buen carácter, pero era tacaño. A Mildred también le resultaba incómodo tener que salir a escondidas cuando iban a cenar fuera (lo cual sucedía raras veces, porque Louis esperaba de ella que cocinara y además hiciera un poco de limpieza), y que Louis le pidiera que se ocultara en la estrecha cocina sin hacer el menor ruido cuando recibía gente para hablar de negocios. Louis vendía pianos al por mayor. Mildred ensayaba el discurso que iba a hacerle pronto: «Espero que comprendas que no tienes ningún poder sobre mí, Louis… Yo soy una chica que no está acostumbrada a trabajar, ni siquiera en la cama…»
Pero antes de que tuviese la oportunidad de soltarle su discurso, que hubiera sido fundamentalmente una petición de más dinero, porque sabía que Louis tenía mucho y bien guardado, una noche fue regalada a un joven vendedor. Después de que todos hubieran terminado de cenar en un restaurante de carretera, Louis dijo sencillamente:
–Dave, ¿por qué no te llevas a Mildred a tu casa para tomar una copa? Yo tengo que acostarme temprano –y le hizo un guiño.
Dave sonrió, radiante. Era bastante guapo, pero vivía en una caravana. ¡Dios mío! Mildred no tenía intención de convertirse en una gitana, darse baños de esponja y soportar retretes portátiles. Estaba acostumbrada a buenos hoteles con servicio de habitación día y noche. Puede que Dave fuera joven y ardiente, pero eso a Mildred le importaba un bledo. Los hombres decían que las mujeres eran todas iguales, pero en su opinión, era aún más cierto que todos los hombres eran iguales. Todos querían la misma cosa. Las mujeres por lo menos querían abrigos de piel, buenos perfumes, unas vacaciones en las Bahamas, un crucero por alguna parte, joyas, en fin, un montón de cosas.
Una noche cuando estaba con Dave en una cena de negocios (era distribuidor de pianos, aunque nunca había visto un piano en la caravana), Mildred conoció a un tal Mr. Zupp, a quien llamaban Sam, que había invitado a Dave a un restaurante de lujo. Inspirada por tres alexanders, Mildred coqueteó descaradamente con Sam, el cual no dejó de responder por debajo de la mesa, y Mildred anunció sencillamente que se marchaba con Sam. Dave se quedó con la boca abierta y empezó a hacer una escena, pero Sam –mayor y más seguro de sí mismo–, muy diplomáticamente, le insinuó que habría un escándalo si llegaban a las manos, y Dave se achantó.
Esto supuso un gran ascenso. Sam y Mildred volaron a París en seguida, luego a Hamburgo. Mildred se compró ropa nueva. Las habitaciones de los hoteles eran magníficas. Mildred nunca sabía de un día para otro en qué ciudad estarían.
Este sí que era un hombre cuyas memorias valdrían dinero, si ella lograse saber a qué se dedicaba. Pero cuando hablaba por teléfono lo hacía en código, o en yidish, o en ruso, o en árabe. Mildred nunca había oído unos idiomas tan desconcertantes y nunca conseguía averiguar qué era exactamente lo que vendía. La gente tenía que vender algo, ¿no? O comprar algo, y si compraban algo tenía que haber una fuente de dinero, ¿no? Así que, ¿cuál era la fuente de dinero? Algo le decía a Mildred que pronto sería su hora de retirarse. Sam Zupp parecía haber sido enviado por la Providencia. Se puso a trabajarle, intentando ser útil.
–No me importaría sentar cabeza –dijo.
–Yo no soy de los que se casan –respondió él con una sonrisa.
No era eso lo que ella quería decir. Ella quería decir un dinerito para el porvenir, y luego él podía decir adiós, si lo deseaba. Pero, ¿no harían falta unos cuantos dineritos para reunir un dinero considerable? ¿Tendría que pasar de nuevo por todo esto con futuros Sam Zupp? La mente de Mildred se tambaleó a causa del esfuerzo de contemplar un futuro tan lejano, pero no parecía haber duda de que debería aprovecharse de Mr. Zupp, por lo menos ahora que lo tenía.
Estas ideas, o planes, frágiles como telas de araña rotas, fueron barridas por los acontecimientos de los días siguientes a la mencionada conversación.
Repentinamente Sam Zupp tenía que huir. Durante unos días volaron en asientos separados, para que pareciera que no viajaban juntos. En una ocasión oyeron las sirenas de la policía tras ellos, cuando el coche con chofer alquilado por Sam ascendía a toda carrera por una carretera alpina que conducía a Ginebra. O puede que a Zurich. Mildred estaba en su elemento, asistiendo a Sam con pañuelos mojados en agua de colonia, sacando de su bolso un sandwich de jambon por si tenía hambre, o una botellita de coñac cuando él sentía el corazón agitado. Mildred se imaginaba a sí misma como una de las heroínas que había visto en las películas –buenas películas– de hombres que huían con sus chicas de la espantosa e injustamente bien armada de la policía.
Sus fantasías de aventuras románticas fueron breves. Debió ser en Holanda –la mitad del tiempo, Mildred no sabía dónde estaba–, cuando el coche conducido por el chofer se detuvo de pronto con un chirrido de frenos exactamente como en las películas, y entre el chofer y Sam envolvieron a Mildred como una momia en una rígida y pesada lona y la ataron con cuerdas. Luego la arrojaron a un canal y se ahogó.
Nadie volvió a saber nada de Mildred. Nadie la encontró nunca. Si la hubiesen encontrado no hubiese habido medios de identificación inmediata, porque Sam llevaba su pasaporte y su bolso había quedado en el coche. La habían tirado como se tira un encendedor desechable, como un libro de bolsillo que ya se ha leído y que se convierte en exceso de equipaje. Nadie se preocupó por la ausencia de Mildred. La veintena aproximada de personas que la conocían y la recordaban, también ellas repartidas por el mundo, pensaron simplemente que vivía en otro país o en otra ciudad. Un día, suponían, aparecería por algún bar, o en el vestíbulo de algún hotel. Pronto la olvidaron.
Edward Hopper
Morning Sun, 1952
Ohio, Columbus Museum of Art
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There are lots of girls like
Mildred, homeless, yet never without a roof — most of the time the ceiling of a
hotel room, sometimes that of bachelor digs, of a yacht’s cabin if they’re
lucky, a tent, or a caravan. Such girls are bed-objects, the kind of thing one
acquires like a hot-water bottle, a traveling iron, an electric shoe-shiner,
any little luxury of life. It is an advantage to them if they can cook a bit,
but they certainly don’t have to talk, in any language. Also they are
interchangeable, like unblocked currency or international postal reply coupons.
Their value can go up or down, depending on their age and the man currently in
possession.
Mildred considered it not a bad life, and if
interviewed would have said in her earnest way, ‘It’s interesting.’
Mildred never laughed, and smiled only when she thought she should be polite.
She was five feet seven, blondish, rather slender, with a pleasant, blank face
and large blue eyes which she held wide open. She slunk rather than walked, her
shoulders hunched, hips thrust a bit forward — the way the best models walked,
she has read somewhere. This gave her a languid, pacific air. Ambulant, she
looked as if she were walking in her sleep. She was a little more lively in
bed, and this fact travelled by word of mouth, or among men who might not speak
the same tongue, by nods or small smiles. Mildred knew her job, and it must be
said for her that she applied herself diligently to it.
She had floundered around in school till fourteen,
when everyone including her parents had deemed it senseless for her to
continue. She would marry early, her parents thought. Instead, Mildred ran away
from home, or rather was taken away by a car salesman when she was barely
fifteen. Under the salesman’s direction, she wrote reassuring letters home,
saying she had a job in a nearby town as a waitress and was living in a flat
with two other girls.
By the time she was eighteen, Mildred had been to
Capri, Mexico City, Paris, even Japan, and to Brazil several times, where men
usually dumped her, since they were often on the run from something. She had
been a second prize, as it were, for one American President-elect the night of
his victory. She had been lent for two days to a sheikh in London, who had
rewarded her with a rather kinky gold goblet which she had subsequently lost –
not that she liked the goblet, but it must have been worth a fortune, and she
often thought of its loss with regret. If she ever wished to change her man,
she would simply visit an expensive bar in Rio or anywhere, on her own, and
pick up another man who would be pleased to add her to his expense account, and
back she would go to America or Germany or Sweden. Mildred couldn’t have cared
less what country she was in.
Once she was forgotten at a restaurant table, as a
cigarette lighter might be left behind. Mildred noticed, but Herb didn’t for
some thirty minutes which were mildly worrying for Mildred, though Mildred
never got really distressed about anything. She did turn to the man sitting
next to her – it was a business lunch, four men, four girls – and she said, ‘I
thought Herb had just gone to the loo – ’
‘What?’ the heavy-set man next to her was an American.
‘Oh. He’ll be back. We had some unpleasant business to talk over today, you
know. Herb’s upset.’ The American smiled understandingly. He had his girl
friend by his side, one he’d picked up last night. The girls hadn’t opened
their mouths, except to eat.
Herb came back and got Mildred, and they went to their
hotel room, Herb in utmost gloom, because he’d come out badly in the business
deal. Mildred’s embraces that afternoon failed to lift Herb’s spirits or his
ego, and that evening Mildred was traded in. Her new guardian was Stanley, about
thirty-five, pudgy, like Herb. The trade took place at cocktail time, while
Mildred sipped her usual Alexander through a straw. Herb got Stanley’s girl, a
dumb blonde with artificially curled hair. The blondness was artificial too,
though a good job, Mildred observed, make-up and hair-do being matters Mildred
was an expert in. Mildred returned to the hotel briefly to pack her suitcase,
then she spent the evening and night with Stanley. He hardly talked to her, but
he smiled a lot, and made a lot of telephone calls. This was in Des Moines.
With Stanley, Mildred went to Chicago, where Stanley
had a small flat of his own, plus a wife in a house somewhere, he said. Mildred
wasn’t worried about the wife. Only once in her life had she had to deal with a
difficult wife who crashed into a flat. Mildred had brandished a carving knife,
and the wife had fled. Usually a wife just looked dumb-founded, then sneered
and walked off, obviously intending to avenge herself on her husband. Stanley
was away all day and didn’t give her much money, which was annoying. Mildred
wasn’t going to stay long with Stanley, if she could help it. She’d started a
savings account in a bank somewhere once, but she’d lost her pass-book and
forgotten the name of the town where the bank was.
But before Mildred could make a wise move away from
Stanley, she found herself given away. This was a shock. An economist would
have drawn a conclusion about currency that was given away, and so did Mildred.
She realized that Stanley came out a bit better in the deal he had made with
the man called Louis, to whom he gave Mildred but still —
And she was only twenty-three. But Mildred knew that
was the danger age, and that she’d better play her cards carefully from now on.
Eighteen was the peak, and she was five years past it, and what had she to show
for it? A diamond bracelet that men eyed with greed, and that she’d twice had
to get out of hock with the aid of some new bastard. A mink coat – same story.
A suitcase with a couple of good-looking dresses. What did she want? Well, she
wanted to continue the same life but with a sense of greater security. What
would she do if her back was really to the wall? If she, kicked out maybe, not
even given away, had to go to a bar and even then couldn’t pick up more than a
one-night stand. Well, she had some addresses of past men friends, and she
could always write them and threaten to put them in her memoirs, which she
could say a publisher was paying her to write. But Mildred had talked with
girls twenty-five and older who’d threatened memoirs, if they weren’t pensioned
off for life, and she’d heard of only one who had succeeded. More often, the
girls said, it was a laugh they got, or a ‘Go ahead and write it’ rather than
any money.
So Mildred made the best of it for a few days with fat
old Louis. He had a nice tabby cat, of which Mildred grew fond, but the most
boring thing was that his apartment was a one-room kitchenette and dreary.
Louis was good-natured but tight-fisted. Also it was embarrassing for Mildred
to be sneaked out when she and Louis went out for dinner (not usually, because
Louis expected her to cook and to do a little cleaning too), and when Louis had
people it to talk business, to be asked to hide in the kitchenette and not to
make a sound. Louis sold pianos wholesale. Mildred rehearsed the speech she was
going to make soon. ‘I hope you realize you haven’t any hold over me, Louis…
I’m a girl who’s not used to working not even in bed…’
But before she had a chance to make her speech, which
would mainly have been demand for more money, because she knew Louis had plenty
tucked away, she was given away to a young salesman one night. Louis simply
said, after they’d all finished dinner in a roadside safe, ‘Dave, why don’t you
take Mildred to your place for a nightcap? I’ve got to turn in early.’ With a wink.
Dave beamed. He was nice looking, but he lived in a
caravan, good God! Mildred had no intention of becoming a gypsy,
taking sponge baths, enduring portable loos. She was used to grand hotels with
room service day and night. Dave might be young and ardent, but Mildred didn’t
give a damn about that. Men said women were all alike, but in her opinion it
was even truer that men were all alike. All they wanted was one thing. Women at
least wanted fur coats, good perfume, a holiday in the Bahamas, a cruise somewhere,
jewellery – in fact, quite a number of things.
One evening when she was with Dave at a business
dinner (he was piano distributor and order-taker, though Mildred never saw a
piano around the caravan), Mildred made the acquaintance of a Mr. Zupp, called
Sam, who had invited Dave to dine in a fancy restaurant. Inspired by three
Alexanders, Mildred flirted madly with Sam, who was not unresponsive under the
table, and Mildred simply announced that she was going home with Sam. Dave’s
mouth fell open, and he started to make a fuss, but Sam – an older, more
self-assured men – most diplomatically implied that he would make a scene if it
came to a fistfight, so Dave backed down.
This was a big improvement. Sam and Mildred flew at
once to Paris then to Hamburg. Mildred got new clothes. The hotel rooms were
great. Mildred never knew from one day to the next what town they would be in.
Now here was a man whose memoirs would be worth something, if she could only
find out what he did. But when he spoke on the telephone, it was either in code
or in Yiddish, or Russian, or Arabic. Mildred had never heard such baffling
languages in her life, and she was never able to find out just what he was
selling. People had to sell something, didn’t they? Or buy something, and if
they bought something, there had to be a source of money, didn’t there? So what
was even the source of money? Something told Mildred that it would soon be time
for her to retire. Sam Zupp seemed to have been sent by Providence. She worked
on him, trying to be subtle.
‘I wouldn’t mind settling down,’ she said.
‘I’m not the marrying kind,’ he retorted with a smile.
That wasn’t what she meant. She meant a nest egg, and
then he could say good-bye, if he wanted too. But wouldn’t it take a few nest
eggs to make a big nest egg? Would she have to go through all this again with
future Sam Zupps? Mildred’s mind staggered with the effort so see so far into
the future, but there seemed no doubt that she should take advantage of Mr.
Zupp, at least, while she had him. These ideas, or plans, frail as damaged
spider webs, were swept away by the events of the days after the above
conversation.
Sam Zupp was suddenly on the run. For a few days, it
was aeroplanes with separate seats, because he and Mildred were not supposed to
be travelling together. Once police sirens were behind them, as Sam’s hired
driver zoomed and careered over an alpine road, bound for Geneva. Or maybe
Zurich. Mildred was in her element, ministering to Sam with handkerchiefs
moistened in eau de cologne, producing a sandwich de jambon out
of her handbag in case he was hungry, or a flask of brandy if he felt his heart
fluttering. Mildred fancied herself one of the heroines she had seen in films –
good films – about men and their girl friends fleeing from the awful and so
unfairly well-armed police.
Her daydreams of glamour were brief. It must have been
in Holland – Mildred didn’t know where she was half the time – when the
chauffeur-driven car suddenly screeched to a halt, just like in the films, and
Mildred was bundled by both chauffeur and Sam into a mummylike casing of stiff,
heavy tarpaulin, and then ropes were tied around her. She was dumped into a
canal and drowned.
No one ever heard of Mildred. No one ever found her.
If she had been found, there would have been no immediate means of
identification, because Sam had her passport, and her handbag was in the car.
She had been thrown away, as one might throw away a cricket lighter when it is
used up, like a paperback one has read and which has become excess baggage.
Mildred’s absence was never taken seriously by anyone. The score or so people
who knew and remembered her, themselves scattered about the world, simply
thought she was living in some other country or city. One day, they supposed,
she’d turn up again in some bar, in some hotel lobby. Soon they forgot her.
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