sábado, 19 de septiembre de 2015

Triunfo Arciniegas / Días y noches en el Valle del Espíritu Santo

Chíchira, vereda de Pamplona, 2008
Fotografía de Triunfo Arciniegas
Triunfo Arciniegas
Pamplona
Días y noches en el Valle del Espíritu Santo

Todavía era niño cuando fui por primera vez a Pamplona, territorio del viento. Mi padre me dejó cuidando los bultos de herradura en el parque. Estremecido, vi toda esa gente que caminaba echada hacia delante, con el firme propósito de mantenerse aferrada al piso, temerosa de extraviarse entre las nubes, y escuché por primera vez el rugido del viento. De repente me sentí solo y muy desdichado. Las montañas peladas me asombraron y los dientes del frío atravesaron mis ropas. Un niño se me acercó y conversamos un rato. No recuerdo su rostro sino sus manos: le faltaba un dedo. Me preguntó de dónde venía y, cuando le respondí que de Málaga, quiso saber cómo era. Fue muy difícil establecer tamaño y diferencias porque no teníamos un punto de comparación. Él solo conocía Pamplona y yo, solo mi pueblo.
Habíamos salido de madrugada mi padre y yo. Cruzamos Concepción y Cerrito, atravesamos el páramo y descansamos unos minutos en Chitagá. Una hora después, a mediodía, nos recibió el Valle del Espíritu Santo, como se llama la taza de montañas donde Pedro de Ursúa y Ortún Velasco fundaron Pamplona en el año de gracia de 1549.
Mi padre volvió al fin y dijo que ya no teníamos que seguir hasta Ragonvalia, en la frontera con Venezuela y entonces paraíso del contrabando, que se hacía con mulas y caballos. Había vendido toda la herradura y ya podíamos regresar. A manera de consuelo, me compró unas revistas de Superman y Batman, que alquilé en el parque de Málaga hasta que todo el mundo las conoció y cerré el negocio “por falta de existencias”.



Años después papá decidió nuestro destino. Nos trepó con los corotos a un camión y nos llevó a vivir a una loma detrás del cementerio de Pamplona. Su corazón de gitano ya nos había paseado por Ragonvalia, Sogamoso y Belencito. Y nos quedamos en Pamplona porque mamá no quiso que nos trasladáramos a Bucaramanga, donde papá tenía muchos amigos con quienes beber. Otra hubiera sido la suerte si mamá no se hubiese atravesado y, de todas maneras, papá fue un borracho toda la vida. Llegamos a Pamplona un 19 de junio y nunca nos fuimos.
En Pamplona conocimos un invento, la televisión: en las tiendas, en la oficina de Berlinas, una flota que todavía existe, o a través de una ventana entreabierta. Pasaron muchos años para que papá comprara un televisor.


El payaso
Alcaparral, vereda de Pamplona, 2006

Éramos seis entonces, seis malagueños: cinco mujeres y yo, el primogénito. Y papá y mamá, por supuesto. El resto fueron pamploneses. De los doce que seguimos con vida, uno pasa más tiempo en la cárcel que en cualquier otra parte cumpliendo a cabalidad el papel de oveja negra de la familia y otra se fue a vivir definitivamente a Cartagena de Indias. Vamos y volvemos, unos con más frecuencia que otros. Dejamos de vernos los domingos desde que murió mamá.
En aquellos primeros tiempos, cuando éramos seis y nuestros padres apenas se alistaban para la segunda tanda de hijos, el universo entero era Pamplona. Nos asomábamos a la puerta con cobijas y las orejas se mantenían mojadas por tanto frío. La vida era tan miserable que nos entreteníamos con el espectáculo de los entierros. Llegamos de noche ese 19 de junio y al día siguiente salí a caminar y me extravié. Me falló el truco que he practicado en todas las ciudades del resto de mi vida: caminar en línea recta para regresar por una calle paralela al punto de partida. Sentí que alguien me seguía y quise perderlo, fui por aquí, fui por allá y me perdí, por supuesto. Como había retenido el nombre de la iglesia del cementerio, El Humilladero, pude regresar a casa. Pero desde entonces tengo una pesadilla. Me sueño en una ciudad que no conozco, no sé de dónde vengo ni a dónde voy, a veces ni siquiera sé quién soy.
En Pamplona aprendí el arte de las cometas, que terminan sus días en las cuerdas del alumbrado público, y agosto se volvió el mes más querido. Conocí los secretos de la niebla, el desordenado alfabeto del viento, la desolación de las noches del último rincón del mundo.


Ensayo de teatro
Chíchira, vereda de Pamplona, 2007

Pamplona me hizo escritor. Llegué por un sendero de lágrimas porque en Málaga se quedó la abuela Emperatriz, el primer amor de mi vida. Desde una geografía que juzgué desolada, empecé a escribirle cartas con coplas inventadas o copiadas de cualquier libro, con los pequeños hechos de la vida cotidiana y desbordadas aventuras de mi imaginación, con dibujos elementales. Ahí empezó la cosa, el juego de la ficción y la realidad para mantener un lazo con una persona amada. ¿No es eso la literatura, no es el sentido de la poesía? Más solo que nunca, me sumergí en los libros, profundizando la pasión que había comenzado en la biblioteca pública de Málaga. No había un solo libro en la familia pero recuerdo que de Málaga traje ya mi propia colección y un mueble que ahora, en el garaje, es la bodega de tuercas y tornillos, repuestos y herramientas. Ahora los libros rebosan las seis habitaciones de mi casa.
A Pamplona se llega por tierra desde Cúcuta, Málaga o Bucaramanga. Por aire sólo en helicóptero, en un viaje no comercial reservado a políticos poderosos, arzobispos y militares de alto rango. No hay helipuerto. Estos colibríes de metal aterrizan en un estadio. No hay aeropuerto, pero a diez kilómetros, en La Lejía, se encuentra un sitio preciso y precioso, un llano sin dueño. Sólo se necesitaría un soplador de niebla que barra la pista durante los aterrizajes. Cuando hay muchos viajes de helicóptero algo sucede en el Valle del Espíritu Santo, algo raro, algo malo: significa que en las cercanías combaten la guerrilla y el ejército.
Si fuese preciso huir, por una carretera de numerosas curvas y en perpetuo estado de reparación, en hora y media se alcanza la frontera.
Parece increíble, pero una vez aterrizó un avión en Pamplona, en un potrero. A un pamplonés, Camilo Daza, pionero de la aviación en Colombia, se debe esta hazaña jamás repetida. Nació con este destino. A los doce años, con una armazón de tela y madera atada a la espalda, se arrojó del tejado de su casa. No voló entonces, no se perdió entre las nubes, nadie pudo confundirlo con un ángel: cayó directo al piso, se quebró los antebrazos, se perforó la frente y perdió el conocimiento durante una semana. No voló pero tampoco se desalentó. A esa caída, que comenzó a moldearle una nariz de boxeador, le siguieron los treinta y siete accidentes de su vida profesional. Camilo Daza fue el primer colombiano que pilotó un avión, en 1919, y al año siguiente, en marzo, se graduó como piloto y mecánico de aviación, en Estados Unidos. De regreso a su tierra, fundó La Compañía Nortesantandereana de Aviación, con cincuenta socios, parientes y amigos. Cuando fueron a pedirle su aporte, el padre de Camilo Daza dijo: “Qué más quieren ustedes que contribuya, yo pongo el muerto”.
El primer avión de Camilo Daza, “Santander”, fue un Caudron G-3 de fabricación francesa. Llegó en barco a Venezuela, desmontado en cajas de madera. Su dueño pensaba hacer un vuelo de Maracaibo a Cúcuta, pero el entonces dictador de Venezuela Juan Vicente Gómez, paranoico como todos los dictadores, pensó que con ese avión los enemigos iban a bombardear el palacio presidencial y entonces un pelotón de soldados detuvo al piloto y decomisó el aparato. Camilo Daza fue obligado a abandonar el país de inmediato. El aparato permaneció a la intemperie y un año después, cuando al fin se pudo recuperar, faltaban unas piezas y se enmohecieron otras, se oxidó el fuselaje y se pudrieron la lona de las alas y el caucho de las ruedas. Además, para colmo de males, el motor se encontraba en pésimas condiciones. Terco y decidido, Camilo Daza trabajó en el avión durante meses, y el primero de septiembre de 1921, en Cúcuta, realizó su primer vuelo. Como el deterioro había hecho verdaderos estragos, el motor sólo resistió hasta el 2 de noviembre de 1922. Y esa fue la historia de “Santander”.
El segundo avión, “El Bolívar” llegó a Barranquilla en 1919. De allí lo trajo a Cúcuta Jorge Clopatofsky y se lo vendió a Camilo Daza en trece mil dólares. Fue entonces cuando este hombre concibió la descabellada idea de volar a Pamplona. A las diez de la mañana del 16 de marzo de 1923 despegó de Cúcuta, durante cuarenta memorables minutos siguió el curso del río Pamplonita y, por el único espacio que brindan las montañas en esta difícil geografía, por ese cañón, entró a la historia. La gente esperaba emocionada. Todos corrían como locos, saludando al piloto e impidiendo el aterrizaje en el Valle del Espíritu Santo. A última hora, para no atropellar a nadie, Camilo Daza aterrizó en un cerezo. El piloto se salvó pero los daños del avión fueron considerables. Un carpintero pamplonés hizo el nuevo fuselaje y un latonero se encargó del tanque de gasolina. Los arrieros trajeron las lonas y otros se encargaron de los cables. Los tacones de los zapatos fueron los amortiguadores del tren de aterrizaje. Un tal Emilio Mantilla hizo una nueva hélice. Meses después, los repuestos pedidos a Estados Unidos llegaron a lomo de mula desde Puerto Wilches. Al fin, con treinta kilos de exceso pero con un tanque de combustible más amplio, y desde un campo improvisado en las cercanías, el avión regresó a Cúcuta.
Vuelos muy distintos hicieron dos poetas mayores que tienen que ver con Pamplona: Jorge Gaitán Durán y Eduardo Cote Lamus. Fueron amigos y vivieron vidas paralelas y trágicas. Jorge Gaitán, de familia liberal, nació en Pamplona, falleció en Europa en un accidente aéreo y fue sepultado en Cúcuta, mientras Eduardo Cote, cucuteño y de familia conservadora, falleció en un accidente una madrugada, en La Garita, cerca de Cúcuta, y fue sepultado en Pamplona. Ahora la calle de la casa donde nació Jorge Gaitán termina precisamente en las puertas del cementerio donde descansan los huesos de Eduardo Cote. Ambos poetas viajaron a Europa, se codearon con los políticos y los intelectuales de su tiempo, escribieron unos primeros libros bastante malos y mejoraron con asombro. En 1955, con Hernando Valencia Goelkel, fundaron Mito, una revista de indudable prestigio. “Con Mito comenzamos todos”, dijo Gabriel García Márquez, quien publicó en uno de sus cuarenta y dos números El coronel no tiene quien le escriba, y en otro, “Monólogo de Isabel viendo llover en Macondo”, un cuento que Jorge Gaitán rescató de la cesta de la basura. Gaitán y Cote murieron en pleno esplendor y en el más bello momento de su escritura, antes de los cuarenta. Sus más grandes obras se quedaron en el territorio de los sueños.  
Otros nombres pamploneses han mantenido comercio con el aire y la belleza: el escultor Eduardo Ramírez Villamizar, la ceramista Beatriz Daza, el músico Oriol Rangel. Es tierra extraña Pamplona. Alguna magia trae el agua para que sean posibles frutos tan luminosos.
Pamplona tiene una hermana mayor en España, bonita y famosa por sus fiestas. Hemingway, apasionado de los toros, la puso en el mapa mundial de los años veinte. Pero ese es otro cuento. La Pamplona de Colombia tiene su encanto, algo distinto a la belleza, algo que tienen las mujeres feas que hace que los hombres se las disputen a muerte. En otro tiempo territorio de brujas, según dicen, y en épocas guerreras en lugar de importancia, Pamplona fascina a los forasteros. Bolívar durmió allí en una casa que todavía existe. Me pregunto si le ofrecieron una muchachita para calentar sus huesos.
Capital de la Provincia de Pamplona desde 1555, cuando Carlos V le otorgó el título de “Muy noble y muy hidalga ciudad”, y capital del Estado Soberano de Santander entre 1857 y 1886, Pamplona tuvo su esplendor. Bolívar la consideró alguna vez “Ciudad Patriótica” y muchos antes fue conocida como Pamplonilla La Loca. En enero de 1644 fue devastada por un terremoto. Trescientos veinte años después, en 1964, otro menos grave estremeció su armazón. En la primera sacudida, una hermana clarisa se acordó del niño que acompañaba a la Santísima Virgen y, gritando que el niño había quedado huerfanito, regresó a rescatarlo de los ruinas del convento. Un nuevo remezón derribó las vigas del techo. La estatua del Niño Huerfanito se salvó y aún se conserva, pero la monja perdió la vida. En 1902, las aguas contaminadas provocaron una gran emergencia sanitaria en Pamplona y el tifo y la viruela cobraron numerosas vidas.
La Semana Santa, que inicia con el Domingo de Ramos y termina con el Domingo de Resurrección, es toda una tradición en Pamplona y una de las más famosas del país. Propios y extraños acuden todas las noches a las procesiones: los paseos nocturnos de los santos de una iglesia a otra, a hombros de los nazarenos,  acompañados por los músicos y las sahumadoras, los caballeros de la cruz y las autoridades eclesiásticas, civiles y militares.
Si se observa sin pasión, se trata de un espectáculo de otros tiempos, casi medieval: los nazarenos lucen túnicas moradas ceñidas con lazos y gorros puntiagudos que cubren su rostro, las sahumadoras visten largos y blancos trajes virginales, los sacerdotes exhiben sus lujosas y ornamentadas ropas, y los santos, su tormento y sus heridas. Es una ceremonia de dolor y expiación.
Entre el Río Chiquito y el Chorro de los Negros ya no queda nada de los antiguos dueños de la tierra: los chitareros. Ya no queda nada del español Pedro de Ursúa ni de los perros que trajo para doblegar a los indígenas ni de las tumbas que saqueó. La ambición del oro lo trajo a estas tierras. A principios de 1549, con Ortún Velasco y otros, hizo parte de la expedición que salió de Tunja en busca de “El Dorado”. No lo encontraron pero fundaron a Pamplona ese mismo año. Ortún Velasco murió de viejo en estas tierras y Pedro de Orsúa se fue al cabo de un año. En realidad, tuvo que huir de la Nueva Granada y terminó en el Perú, donde conoció a Inés de Atienza, rica, bella y viuda. Con las riquezas de esta mujer, el ambicioso Pedro de Orsúa continuó la búsqueda de “El Dorado” por el río Amazonas en 1559. La aventura salió mal por numerosas razones: el invierno que aumentó el caudal del río, las enfermedades, la escasez de alimentos, el acoso de las tribus. Pedro de Orsúa murió por órdenes de Lope de Aguirre, y la bella viuda, asediada por el delirio de los hombres, también tuvo un final trágico.
Ya nada queda del esplendor de Pamplonilla La Loca, del oro y la plata, de las herraduras de oro, de las monedas arrojadas a la multitud, de las minas de Vetas y la Montuosa, donde fallecieron miles de indígenas. La sed de la corona española era insaciable.
Ya se desvaneció en la tierra la sangre de los hombres que lucharon en las guerras de la independencia y en otras. Han sido tantos nuestros muertos. Ha sido tan violenta la historia del país. La sangre, en realidad, no deja de derramarse.
Ya no existe la Compañía Molinera de Herrán. Ni la fábrica de cerveza.


El Naranjo, vereda de Pamplona, 2009

Pamplona crece despacio y se mueve lento. Desde hace unos cuantos años hay semáforos y servicio urbano de autobuses. Los costeños se sorprenden con el silencio, la limpieza y el frío miserable. Otros, con las frases de amor de los muros, la niebla, el pan, los dulces, las muchachas. Las calles de Pamplona rebosan de muchachas de todo el país sin dios ni ley, enviadas por sus padres a realizar la carrera universitaria: una razón de peso para recorrerlas. Para quienes se interesan por el paisaje urbano, tenemos la antigua Catedral y unas cuantas iglesias, la Casa de las Tres Marías o el Museo de Arte Moderno Ramírez Villamizar, la Casa Colonial, el Museo Anzóategui, el viejo y ahora remodelado caserón donde comenzó a funcionar la universidad, la Casa de las Cajas Reales y la Casa de Mercado. 
Se le considera una ciudad estudiantil, por supuesto. En el siglo pasado, cuando tenían plata, los venezolanos enviaban a sus hijos a estudiar en Pamplona y los fines de semana venían de compras. “Cuánto vale esto, chico, dame dos”, eran sus desgastadas frases. Ahora vienen a la Universidad de Pamplona jóvenes de diversas ciudades de Colombia, en especial de la zona norte, y la geografía humana se ha enriquecido. Si bien hay un progreso económico y la gente alivia sus penurias brindando alojamiento y comida a los fuereños, la ciudad ya no es la misma. Se soltó el moño, por decirlo de alguna manera, ya no es el lugar plácido y seguro de otros años. La plazuela se mantiene en rumba casi perpetua y evidencia la rivalidad entre costeños y cachacos. Por otra parte, cara de la misma moneda, la plaga del amor mantiene en alto la cosecha de bebés.
Pamplona es la geografía básica de mis ficciones. Pero, en realidad, se trata de una geografía fantástica, con aeropuerto y tren, de una ciudad más grande que la verdadera, un territorio que permite otro tipo de historias y cierta complejidad. En mi escritura el tren viene de San José, pasa por La Donjuana y El Diamante y sube jadeante a Pamplona. De ahí sigue hacia el páramo, hacia Berlín y luego a Sacramento. San José es parecida a Cúcuta y Sacramento a Bucaramanga. Los nombres verdaderos no me convencen en la ficción. Estos territorios cuentan con sus emisoras y periódicos, con sus bares, parques y callejones.
Aunque voy de un país a otro, de una ciudad a otra, todavía vivo en Pamplona, allí tengo mi casa, allí tengo mis libros, allí tengo mis perros. Allí descansan los huesos de mi madre, allí crecieron mis hijos, allí planté mis árboles. Durante años renegué de Pamplona y luego entendí que era el lugar del universo destinado para mí. Voy a otros países con frecuencia pero sé que nunca me desprenderé de Colombia: hablo colombiano y me fascinan hasta los huesos de las mujeres colombianas, cuya belleza es tan celebrada en el mundo entero, casi tanto como las novelas de García Márquez o las esculturas de Botero.

Y ahí sigue Pamplona, principio y fin, como detenida en el tiempo. Allí sucedió todo. O casi todo. Allí no sólo conocí el viento y practiqué la magia de las cometas: allí aprendí a volar. Quiero decir, escribí mis libros. Quiero decir, me enamoré. Quiero decir,  soñé con el resto del mundo. Y ahora que voy por el resto del mundo, sueño con el universo de Pamplona, territorio del viento, corazón de la niebla.





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