domingo, 4 de octubre de 2015

Triunfo Arciniegas / La sirena de agua dulce / 20 / Visitas


Triunfo Arciniegas
(Foto más o menos reciente)
Triunfo Arciniegas
VISITAS 

Solía acompañar a papá en las visitas. Subíamos al atardecer por un camino de piedra, entre ladridos y mujeres fisgonas que desconocían los zapatos y el peine, con algo de mercado, hasta Los Garabatos, mientras Pamplona, toda reposada, encendía sus luces. La casa, vieja y quejumbrosa, me aterraba porque en cualquier momento podía caernos del techo un alacrán en el hombro. Los gallinazos desordenaban las tejas y nunca faltaba una gotera en invierno. Los gallinazos y los gatos apasionados. La tía Teodora repartía tazas por toda la casa. El tintineo del agua me acosaba hasta en los sueños.
Algunas veces papá me mandaba solo, temprano, con un remedio de urgencia, y entonces regaba las matas, recibía una moneda y regresaba corriendo, perseguido por los perros.
Papá se llenaba los bolsillos de piedras para espantar los perros pero no me libraba de los alacranes. Pedíamos la bendición al cruzar la puerta. “Dios me los bendiga y les dé la salud”, decía la abuela, y nos dibujaba en el aire unas cuantas cruces. Aparte, la tía Teodora se quejaba con papá de los abusos de la abuela y, al quedar sola, la abuela renegaba del malgenio de la tía. Papá las disculpaba a ambas y les recomendaba paciencia. La tía Teodora nos ofrecía chocolate, recogía el alacrán de turno en un frasco y lo quemaba en el patio.
Ya sólo me queda estirar la pata –decía la abuela.
Una vez que salí al baño en alpargatas, a oscuras, pisé un alacrán grande y el veneno del aguijón me hizo revolcar toda la noche. El baño era un cuarto estrecho al fondo del solar, un hueco pestilente abierto en la tierra, y me moría del terror porque lo confundía con la guarida de los monstruos. El dolor me derribó entre las matas. La tía Teodora capturó al alacrán en el frasco y papá me llevó en sus brazos a la cama de la tía. La abuela dijo que me frotaran el pie con alcohol y tabaco masticado, pero el alivio fue poco. Papá quería llevarme al hospital y la abuela no lo consideró necesario.
Nadie se muere la víspera –dijo.
La tía encerró diez avispas vivas con el alacrán. Días después sacudió el frasco frente a mi cara y me preguntó si quería los cadáveres. Me horrorizó su expresión de regocijo.
La abuela discutía por cualquier cosa. “Sí, mamá”, decía papá a todo, pero la abuela, inconforme y terca, seguía alegando. “Ya está de peluquear ese mocoso, parece una niña.” Soplaba el chocolate y sorbía, sin moverme de la silla, mientras paraba oreja. “Sí, mamá.” ¿Con qué candela preparaban ese chocolate? “Esos calzones ya le quedan como para pasar el río.” Me quemaba la lengua y los ojos se me llenaban de lágrimas. “Miguel crece todos los días, mamá.” La abuela no podía levantarse y la cama le había despellejado la espalda. Un trapo apretaba su cabeza. Sus cabellos blancos se asomaban como dedos de fantasma.
El sinvergüenza del Teodoro no manda ni para un remedio.
Se refería a mi abuelo Teodoro Buenaventura, quien, según las malas lenguas, vivía en Venezuela con una negra y media docena de hijos. El mismo Teodoro que alguna vez atormentó a la señorita Luisa Carlina Ibáñez.
Más treinta años después la abuela todavía renegaba.
Oíamos hablar del sinvergüenza hasta que nos levantábamos para despedirnos.
La abuela nos bendecía de nuevo.
Ahora que estaba muerta, papá prefería visitarla solo.

Triunfo Arciniegas
La sirena de agua dulce
Norma, Bogotá, 2001, pp. 69 - 72




No hay comentarios:

Publicar un comentario