Triunfo
Arciniegas
LA
BELLA
Y EL GUSANO
Y EL GUSANO
Era un gusano solitario y triste que se enamoró de una golondrina que pasó una tarde de verano. Una bella golondrina de suave y lánguido vuelo que vivía de fiesta en fiesta, sin ninguna preocupación, arrogante y feliz.
El desdichado gusano se enamoró hasta la locura de aquella golondrina. No vivió más que para pensarla, para el deseo de verla, para la remota esperanza de que ella lo amara. La volvió a ver otra tarde pero no pudo alcanzarla. ¿De dónde vendría? ¿A dónde iría? Ya lo torturaban las preguntas. Se arrastró con pena hasta lo más profundo del bosque, donde su cueva se le antojó más fea que nunca, y volvió a esperarla. No podía permanecer quieto. Se revolcaba hasta dormido y amanecía pálido y sudoroso, enredado.
Otra tarde en que su corazón no daba más la golondrina se detuvo a su lado y picoteó entre las piedras. El gusano se sintió perdido; de una vez se hizo un violento nudo y se paralizó. Ay, madre. El pobre ni parpadeaba. Ya la golondrina alzaba el vuelo cuando tartamudeó:
-¿A dónde vas?
-Voy a beber al lago -dijo la golondrina.
-¿Dónde vives?
-En el tejado del hotel Los Ángeles -dijo la golondrina.
Y desapareció.
Qué linda, pensó el gusano, pero qué criatura más linda. La perfección del universo.
El gusano corrió, corrió hasta el lago, donde llegó de noche porque corría muy despacio y porque sucumbió a la tentación de recoger las flores más bellas del camino: la golondrina no estaba. La brisa rasgaba el espejo del agua, que a esa hora no retrataba los despeinados árboles de la orilla. Como el gusano no conocía ningún hotel, pasó allí la noche.
La golondrina vino temprano a bañarse porque tenía una fiesta al mediodía: vivía muy ocupada. El gusano le habló, temblando de su profundo amor. Temía que la golondrina no le entendiera, no le diese tiempo de explicarse, siguió hablando sin saber qué decía, el corazón dando saltos de trapecista, siguió no supo al fin cuánto rato, luego se quedó mudo como una piedra, sin atreverse a entregarle las flores que durante la noche se marchitaron y las hormigas mordisquearon en los descuidos del enamorado vigilante. Pasado el asombro, la golondrina se burló, lo humilló con su arrogancia de loca feliz y se fue. Se le hacía tarde.
El gusano siguió esperándola.
-Picotéame -le dijo, desesperado.
Pero a la golondrina no le gustaba el sabor a gusano. Era muy exquisita. Volaba alto y divino.
-Cásate conmigo.
Pero la golondrina no amaba al gusano.
-Tú estás loco, descarado.
No amaba a nadie. Quería disfrutar la vida. Y no amaba a nadie. Era libre.
-Muérete -dijo la golondrina, que tenía un corazón duro. Que era bella pero con un corazón duro.
Y el gusano murió.
Las hormigas se repartieron su carne y durmieron la siesta entre trocitos de hojas, arrulladas por un ritmo delicioso y profundo.
Era la golondrina que se bañaba en el lago.
El desdichado gusano se enamoró hasta la locura de aquella golondrina. No vivió más que para pensarla, para el deseo de verla, para la remota esperanza de que ella lo amara. La volvió a ver otra tarde pero no pudo alcanzarla. ¿De dónde vendría? ¿A dónde iría? Ya lo torturaban las preguntas. Se arrastró con pena hasta lo más profundo del bosque, donde su cueva se le antojó más fea que nunca, y volvió a esperarla. No podía permanecer quieto. Se revolcaba hasta dormido y amanecía pálido y sudoroso, enredado.
Otra tarde en que su corazón no daba más la golondrina se detuvo a su lado y picoteó entre las piedras. El gusano se sintió perdido; de una vez se hizo un violento nudo y se paralizó. Ay, madre. El pobre ni parpadeaba. Ya la golondrina alzaba el vuelo cuando tartamudeó:
-¿A dónde vas?
-Voy a beber al lago -dijo la golondrina.
-¿Dónde vives?
-En el tejado del hotel Los Ángeles -dijo la golondrina.
Y desapareció.
Qué linda, pensó el gusano, pero qué criatura más linda. La perfección del universo.
El gusano corrió, corrió hasta el lago, donde llegó de noche porque corría muy despacio y porque sucumbió a la tentación de recoger las flores más bellas del camino: la golondrina no estaba. La brisa rasgaba el espejo del agua, que a esa hora no retrataba los despeinados árboles de la orilla. Como el gusano no conocía ningún hotel, pasó allí la noche.
La golondrina vino temprano a bañarse porque tenía una fiesta al mediodía: vivía muy ocupada. El gusano le habló, temblando de su profundo amor. Temía que la golondrina no le entendiera, no le diese tiempo de explicarse, siguió hablando sin saber qué decía, el corazón dando saltos de trapecista, siguió no supo al fin cuánto rato, luego se quedó mudo como una piedra, sin atreverse a entregarle las flores que durante la noche se marchitaron y las hormigas mordisquearon en los descuidos del enamorado vigilante. Pasado el asombro, la golondrina se burló, lo humilló con su arrogancia de loca feliz y se fue. Se le hacía tarde.
El gusano siguió esperándola.
-Picotéame -le dijo, desesperado.
Pero a la golondrina no le gustaba el sabor a gusano. Era muy exquisita. Volaba alto y divino.
-Cásate conmigo.
Pero la golondrina no amaba al gusano.
-Tú estás loco, descarado.
No amaba a nadie. Quería disfrutar la vida. Y no amaba a nadie. Era libre.
-Muérete -dijo la golondrina, que tenía un corazón duro. Que era bella pero con un corazón duro.
Y el gusano murió.
Las hormigas se repartieron su carne y durmieron la siesta entre trocitos de hojas, arrulladas por un ritmo delicioso y profundo.
Era la golondrina que se bañaba en el lago.
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