ZooTomeo
Por Fernando Valls
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No será fácil encontrar en el sistema literario español a alguien menos afectado que Javier Tomeo por todo el boato que el Romanticismo proporcionó a los artistas. Tampoco será sencillo dar con alguien menos al tanto de la parafernalia del mundo cultural. Pero es probable que estos desapegos hayan condicionado la recepción de su obra, desde que empezó a ser reconocido tras la aparición de su novela El castillo de la carta cifrada (1979).
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Ahora, Páginas de Espuma ha tenido el acierto de poner a disposición del lector sus Cuentos completos(2012. Ed. de Daniel Gascón), una veta fundamental en su obra compuesta por piezas de microteatro, bestiarios, cuentos y microrrelatos. Se trata de siete libros (Bestiario e Historias mínimas, ambos de 1988;Problemas oculares, 1990; Zoopatías y zoofilias, 1992; El nuevo bestiario, 1994; Cuentos perversos, 2002; y Los nuevos inquisidores, 2004) y un último apartado formado por textos inéditos y reescritos. Para que estos cuentos fueran completos habría que haber incluido libros como, por ejemplo, Patíbulo interior (2000). De lo ya dicho se deduce que no todos son cuentos, puesto que muchos son microrrelatos. Asimismo, tanto los bestiarios como Zoopatías y zoofilias carecen de las ilustraciones del autor, hechas ex profeso e imprescindibles para entenderlos. Por último, el que algunos textos se hayan retocado no justificaría su desgaje de los libros de los que formaban parte. A menudo, las correcciones, que he cotejado, son poco relevantes, y solo en casos contados resultan significativas, lo que hubiera estado bien ilustrar en el prólogo con algún ejemplo concreto.
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A Tomeo, que dudo que haya padecido ansia alguna por las influencias, se le ha emparentado con Kafka, Valle-Inclán, Gómez de la Serna y aquellos escritores que cultivaron la veta de lo inverosímil, con Jardiel y Mihura a la cabeza, la literatura existencialista y del absurdo, y escritores como Cunqueiro y Perucho. Así como con sus paisanos Goya, Buñuel y Antonio Saura, grandes hacedores de monstruos. Quizá su inspiración provenga en mayor medida de la lectura de los clásicos (Aristóteles, Plinio, Claudio Eliano, el Fisiólogo, Buffon…), los estudios naturalistas y los libros de divulgación científica. Aunque solo haya que permanecer un rato en compañía de Tomeo para descubrir que es un atento observador de la realidad, dotado de un excelente oído para reproducir los tonos y el énfasis del diálogo, y ver más allá de la apariencia de los seres, algo que apreciaron pronto las gentes del teatro.
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El narrador aragonés se ha alejado de la tradición realista para acercarse a lo fantástico y grotesco, de cuyos motivos se vale, ha roto tanto con la relación causa/efecto como con la idea tradicional de tiempo y del espacio, anima los objetos, hace hablar a los animales, se desdobla en su alter ego Ramón, con quien parece condenado a no entenderse; ignora, en suma, la lógica racional.
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Sus libros deben leerse en pequeñas dosis, para no empacharse de animales parlanchines y pedantes, y tipos chinches y estrambóticos, quienes a veces se refugian en el silencio. Es frecuente que un individuo disparatado y obsesivo tome la palabra, se presente e inicie un monodiálogo, o un leve diálogo, a veces con seres de otra especie, produciéndose a menudo una disputa. Sus personajes se saben únicos, pues suelen ser tipos solitarios con miedo al silencio, que han padecido el desamor, y casi nunca pretenden entenderse con los demás; antes bien acostumbra a soltar cada uno la suya... Así, las conversaciones suelen ser tan inverosímiles, como grotescos resultan los retratos de los personajes, quienes a menudo están en los límites entre lo humano, lo animal y lo monstruoso, tal ocurre con el gallitigre o el gallileo, símbolos de la armonía de los contrarios. En otras ocasiones, presentan alguna anomalía, ceguera o malformación que les impide alcanzar la felicidad. No menos sorprendente resulta la erudición que lucen animales y humanos, siempre al servicio de lo paradójico. El caso es que estas narraciones, que suelen concluir de manera abrupta y a veces poco afortunada, aunque tiendan a la fábula satírica, carecen de lección moral. En ellas la conducta de los animales resulta una proyección de la del hombre.
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A sus 80 años, este aragonés afincado en Barcelona se ha ganado a pulso un lugar destacado en la historia de la narrativa contemporánea. La singularidad de sus propuestas la han puesto de manifiesto sus mejores estudiosos y valedores, a la par que algunos escritores le han rendido tributo: Quim Monzó, Ángel Zapata o Hipólito G. Navarro.
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Tras leer más de ochocientas páginas de relatos, acaso una estricta antología le hubiera hecho más justicia. Javier Tomeo ha confesado de sí mismo sin empacho ser “un clown más”, aunque cuando se mira al espejo, a uno de los que no tiene domesticados, observe a un caballo malhumorado. Habría que preguntarle también a Ramón.
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* Esta reseña apareció publicada en el suplementoBabelia del diario El País, el 24 de noviembre del 2012.
Relatos Páginas de Espuma reúne en un solo volumen las piezas breves del singular Javier Tomeo
Javier Tomeo
Un pez volador
SERGI BELLVER
Imaginen que Javier Tomeo no hubiera nacido en Quicena y que en realidad fuera hijo de Esopo y de una sirena. No de una cantarina, sino de las que guardaban silencio para Ulises, según Kafka. Imaginen a Tomeo como un híbrido que les observara al otro lado del ojo de buey, planeando sobre la superficie del mar. Imaginen que un pájaro anfibio les contara fábulas sobre animales y monstruos tan humanos como ustedes mismos. Porque como “El pez volador” de su Bestiario (1988), Tomeo sueña entre dos mundos, y al leerle nos sabemos también contradictorios y grotescos, gallitigres como el suyo.
Porque el aragonés es una rara avis que prescindió de modas y sectas literarias para nadar libre en el océano editorial. Y lo ha hecho en amable soledad, lo que ha dado a la literatura contemporánea en castellano uno de sus autores más singulares, en particular en el relato breve. Algo que los lectores pueden celebrar ahora con la edición de sus Cuentos completos, en Páginas de Espuma y a cargo del escritor Daniel Gascón. En puridad, no están todos los que son, hay textos inéditos y otros reescritos y reubicados, pero el volumen repasa con amplitud la cuentística de Tomeo y sus claves se revelan en el diáfano prólogo de Gascón.
Tres prodigios, Historias mínimas (1988) ―uno de los siete libros recogidos en el volumen de Páginas de Espuma―, y las novelas El castillo de la carta cifrada (1979) y Amado monstruo (1985), descubrieron una mirada al margen de la avalancha literaria de la época, saturada de realismo social, y consagraron el prestigio de Tomeo, avalado por Anagrama ―“inesperada colisión entre Kafka y Buñuel”, le llamaría Jorge Herralde―. Después llegaron adaptaciones teatrales, traducciones, reconocimiento a nivel europeo y hasta una campaña de las fuerzas vivas aragonesas en pro del Nobel para su paisano ―el sabio Tomeo utiliza en “El sueño del Nobel” a Ramón, su recurrente personaje especular, para ironizar sobre su propia obra, algo que repitió en Los amantes de silicona (2008).
Los cuentos de Tomeo filtran la realidad, la alteran y la perfilan en un mundo genuino y personalísimo en el que también viven las luces y las sombras del lector. Ese es el poder atávico de jugar con un imaginario de animales y monstruos, arquetipos que el autor convierte en psicópatas de poética anómala. Tomeo admira al Goya más sombrío, disfruta dibujando ―faltan sus ilustraciones de Zoopatías y zoofilias en estos Cuentos completos― y estudió Criminología para conocer la oscuridad humana, aunque no ha insistido en la novela negra, ni bajo el seudónimo de sus primeros libros alimenticios, “Frantz Keller”. Las iniciales recuerdan al abogado Kafka, como Tomeo, otro hombre de leyes dispuesto a hacer añicos las literarias. El autor estará ya tan harto como feliz de que le menten al checo, al que homenajea en su relato “Gregorio, el insecto”, pero del que le separa su humor, negro, fuerte y lento como un burro, un humor que cocea aún tras la lectura.
No sorprende que la identidad, la paradoja existencial, los juegos mentales, la huella freudiana del Ello y el esperpento en la obra de Tomeo la comparen con la de Kafka, Buñuel o Valle-Inclán, pero lo cierto es que el aragonés no persigue las influencias y, tal vez por ello, las merece como nadie. Tomeo prefiere la etología y lee más a Poe ―el ojo del viejo en “El corazón delator” parece otro plagio inverso― o a los clásicos que a sus contemporáneos y, sin embargo, a ratos sus textos recuerdan a los cuentos de Mrozek o al teatro de Kantor.
Quizá la estepa aragonesa tenga algo de llanura polaca y produzca un clima interior en cierta estirpe de escritores, quién sabe. Lo seguro es que el simbolismo, la lírica extraña y la palabra justa de Tomeo todavía llegan con fuerza a los lectores, muchos de ellos jóvenes, y también a escritores audaces que admiran su obra. Tomeo sigue escribiendo cada día, accionando sus automatismos como un relojero obsesivo, pero también con la alegre curiosidad de un pez volador, dispuesto a encontrar la luz de las palabras detrás de la próxima ola.
Cuentos Perversos, de Javier Tomeo.
- Creado en Martes, 24 Noviembre 2009 20:23
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Por Miguel de Loyola
¿Son los Cuentos Perversos de Javier Tomeo lo que hoy día llaman microrrelatos? Por su brevedad, algunos podrían serlo. Y si nos atenemos sólo a ese concepto, definitivamente, lo son. Pero: ¿Qué hay de su estética?, o más bien: ¿a qué estética responden los microcuentos o microrrelatos?
Cuando los posmodernistas hablan del fin de la historia, del fin de los grandes relatos, están patentizando esta clase de narraciones, cuya característica parece ser el no relato. Una narración donde impera un vacío indudable, dejando al arte de la literatura, al cuento y la novela, concretamente, sin los soportes que lo han sostenido durante siglos. Eso resulta obvio, dirá más de alguno. Pero aún así, la obviedad a veces hay que repetirla para entenderla. Repetir, es pensar dos veces, apunta por allí brillantemente Heidegger, dándole su merecido coscorrón a la necedad o soberbia de los eruditos.
La pregunta que luego surge es: ¿qué pasa entonces con esta nueva estética, o se trata también del fin de toda estética?
Para el caso de Cuentos Perversos de Javier Tomeo, nadie podrá decir que carecen de ingenio, que hay ciertas luces en la mayoría de ellos, pero no sabemos si esas luces son suficientes para sostener al arte de la literatura.
Frente a este fenómeno, me asalta la siguiente impresión: se trata de un arte donde, en lo principal, el narrador busca pasarse de listo, de aparecer como ingenioso ante los ojos del lector. Inteligente, brillante, perspicaz, lúcido.
Tal vez por eso solemos leer microcuentos como chistes. El lector termina esbozando una sonrisa, o bien una carcajada. Son relatos de explosión súbita. Pero me temo que mueren allí, no perviven en la conciencia del lector. Se desvanecen a los pocos segundos del imaginario. Nadie los conserva por mucho tiempo en la memoria. Son un pasatiempo, una especie de cachetada para matar el tedio, el aburrimiento durante un viaje, pero se diluyen a los pocos segundos como píldoras efervescentes.
La observación es subjetiva, por cierto, acaso tan subjetiva como lo parece este tipo de arte. Aquí nadie puede medir coordenadas, tiempo, espacio, personajes, tampoco se puede hablar del narrador, de apología, en los términos conocidos. No hay desarrollo, no hay relato propiamente tal, y, por tal motivo, más bien parecen bosquejos de una obra por terminar. Es decir, de una obra inconclusa, con pretensiones de que el propio lector cierre y totalice la obra. Algo inaceptable para un artista que aprecie su arte.
Tal vez no sea fácil escribir este tipo de relatos, más difícil aún puede resultar publicarlos. Sin embargo, sabemos que cuando a una obra la asiste una fuente importante de poder, termina haciéndose un lugar en el espacio. Mientras más grande sea esa fuente de poder, mayores posibilidades tendrá de patentarse como tal. Esto no ha ocurrido siempre en la historia de la literatura, como se cree, ocurre ahora, hoy día, cuando existe una Industria cultural capaz de insertar sus productos en el mercado, con la misma facilidad y estrategias con que se inserta una paquete de patatas fritas.
Los Cuentos perversos de Javier Tomeo entretienen, sacan sonrisas, desconciertan algunos por su completa falta de sentido, pero acompañan bien en un viaje de turismo o de comercio, pero en ningún caso recrean un mundo, como lo consigue siempre una obra literaria.
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