viernes, 15 de julio de 2016

Péter Esterházy / El húngaro que sonreía

Péter Esterházy

Péter Esterházy

El húngaro que sonreía

El escritor húngaro Péter Esterházy murió ayer a los 66 años

Juan Cruz
15 de julio de 2016

El caso de Esterhàzy, que acaba de morir en Budapest a los 66 años que cumplió en abril, era muy especial. Se reía (y se sonreía) de su sombra, que venía de un árbol plenamente aristocrático (lo describió en Armonía celestial, Galaxia Gutenberg, 2003) y de la mancha principal de su país en el siglo XX, el estalinismo y su comunismo intrínseco (descrito en Pequeña pornografía húngara, Alfaguara, 1992).


En Armonía celestial era ya el autor maduro, capaz de afrontar el pasado, hasta el siglo XVII, como si fuera hoy, y en Pequeña pornografía húngara era el autor que sonreía, y se reía, ante el espectáculo increíble de aquel comunismo de pacotilla que aún no había entregado la cuchara y que él afrontó con el humor que despertaban sus astracanadas.


Cuando, en 2004, con Armonía celestial aun caliente, recibió el premio de la Paz de los libreros alemanes, en la Feria de Francfort, se rio de la solemnidad del tiempo que vivíamos entonces, pero se puso serio ante una sola cosa: la guerra que había sonado con toda su tragedia y malaventura, en Irak, propulsada, como se ha confirmado ahora, por dirigentes fanáticos de sí mismos que pusieron al mundo en la vía del desastre que ahora anochece sobre Francia y sobre Europa.

Allí, ante aquel auditorio de intelectuales y libreros y políticos, aludió al hecho que estalló en Irak: “Sólo una línea: de siempre admiro a Estados Unidos, estoy contra de la guerra. Punto final”.


Era delicado, como su silencio sonriente. De entre los escritores que he conocido no fue solo el más sonriente (con Onetti, con Borges), sino el más solícito, el más tranquilo; su vecindad no era el ego, sino la broma, la amistad que partía de sus ojos grandes y claros. Su geografía humana estaba presidida por un pelo alborotado y bello que se peinaba con las manos como si estuviera describiéndolo.


Le gustaba el fútbol, porque en su familia aparte de aristócratas hubo también futbolistas; de la estirpe de Kubala, que era un tema de conversación cuando vino a Madrid en 1992, y cuando lo vimos varias veces en Fráncfort, en los bares chiquitos de aquellos hoteles. Esterhàzy tenía la preocupación del estilo en el fútbol, pero también en la vida. Elegante siempre, no se burló de lo serio sino de lo solemne. Aquel día en que recogió el premio de los libreros alemanes habló de la pena de Europa, que no había hecho los deberes en el siglo XX, lleno de sangre, y que inauguraba el siglo XXI (en ese entonces), sin sentimiento, sin energía.


En el Este los problemas se habían metido bajo la alfombra (“y ahora ni siquiera tenemos alfombra, nos la robaron los comunistas”) y en el resto de Europa se habían escondido los problemas, directamente, porque pareció que el único problema era castigar a Alemania por Hitler, así que “las cuentas con el pasado” no las hicimos todos, las hicieron, tan solo, los alemanes.


Parecía un pianista, un tipo que hubiera convivido con Beethoven… y con Kubala; había en él una armonía (una armonía celestial, probablemente) que se acentuó con el tiempo, aunque el tiempo pulió su rostro, lo hizo más terso, menos muchacho, más adulto. Pero ni ese contratiempo que finalmente lo venció le quitó la sonrisa con la que llegaba a los países (a España, por ejemplo) como si no tuviera que hablar para hacerse entender.


La sonrisa, la risa, eran su arma; su literatura fue, además, el alma de su casa y de su patria.

EL PAÍS



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