jueves, 31 de octubre de 2013

José Manuel Arango / Tres poemas




José Manuel Arango
TRES POEMAS
                                                             
XLVIII

                            por qué arduos países
                            en qué oscura guerra
                            sin saberlo

                            he combatido y triunfado
                            para tenerte

                            mientras tú
                            retirada en tu adolescencia
                            sorteando las pruebas de una soledad
                            esplendorosa

                            te preparabas para mí


ELLA VIENE

Ella viene caminando en puntillas
El no la oye
Desde atrás unas manos lo vendan
Quién soy es la pregunta la voz suena mudada
El quiere responder y no atina
Pero sonríe adivinando que es ella

EXTRAÑOS

O la caricia
de una pareja anónima entre extraños
que miran




miércoles, 30 de octubre de 2013

José Emilio Pacheco / La historia de la gente sin historia en Alice Munro


José Emilio Pacheco
Alice Munro, la historia de la gente sin historia

18 DE OCTUBRE DE 2013


Para Enrique González Rojo en sus 85


MÉXICO, D.F. (Proceso).- Excepto para quienes hemos vivido allí y tenemos hijos canadienses, el nombre de Canadá evoca en la imaginación mexicana una vastedad hermosa pero informe, llena de lagos, bosques y montañas, habitada por sombras que no sabemos definir. Para el niño Amado Nervo, como escribió después en un cuento, “el dominio del Canadá” tenía algo demoniaco, era una especie de monstruo cuyo solo nombre aterraba. En la época del cine de episodios y el apogeo de las historietas, Canadá era sobre todo la Policía Montada que triunfaba siempre sobre los indios y los bandoleros.


Entre las sorpresas del salinismo figuró la de enterarnos que también nosotros éramos norteamericanos al mismo título, aunque no con la misma riqueza, de los Estados Unidos y Canadá. Entonces apareció ante nuestros ojos como un gran territorio casi despoblado, lleno de oportunidades de progresar y abierto como ningún otro a los emigrantes. Toronto, por ejemplo, se nos reveló como una gran ciudad con todas las ventajas pero sin los problemas que agobiaban a sus semejantes de los Estados Unidos. Los mexicanos, que imitamos todo, jamás pudimos adoptar su sistema de transportes que conecta el Metro con los autobuses e impide las feroces congestiones. Por desgracia, cambió las cosas el neoliberalismo que entró en este continente con el primer misil lanzado contra el Palacio de la Moneda. Tiempo después apareció la violencia en las maravillosas ciudades junto a los grandes lagos y los grandes ríos, y la frontera se convirtió en un muro impenetrable.

Entre los lagos y las islas

El pasado 10 de octubre se hizo justicia a la gran escritora Alice Munro y se dio al Canadá de lengua inglesa su primer Premio Nobel. (Saúl Bellow, que lo obtuvo en 1976, nació en Quebec pero realizó toda su carrera en Chicago y pertenece a la literatura de los Estados Unidos.)

Alice Munro, quien había anunciado su retiro en 2012 con la publicación de Dear Life (Mi vida querida), uno de sus mejores libros, no es una escritora mediática. Vive entre Clinton, Ontario, cerca del lago Hurón, y pasa algunos meses en Comox, en la isla de Vancouver, en la Columbia Británica. Rara vez sale en televisión o da entrevistas. No opina sobre lo que no sabe ni descalifica a otros escritores. Su única tarea es narrar, convertir en obras universales las historias de la gente sin historia. La mayor parte de sus cuentos han aparecido en The New Yorker gracias al genio editorial de Maxwell Taylor. Él le consiguió el privilegio de una anualidad a cambio de darle la primera opción sobre toda su obra.

Chejov de los grandes lagos

Cynthia Ozick fue tal vez la primera en compararla con Chejov: “Ella es nuestro Chejov y va a sobrevivir a la mayoría de sus contemporáneos”. En cambio Harold Bloom le negó la eminencia de Hemingway, Faulkner, Eudora Welty, Flannery O’Connor y John Cheever, y la relegó a “los autores de segundo orden”, brillante compañía en la que figuran Nabokov, Sherwood Anderson, Bernard Malamud, John Updike, Ann Beattie, Raymond Carver y la propia Ozick. Sin embargo en la introducción de Cuentos y cuentistas: el canon del cuento Bloom la cita en primer lugar entre “las ausencias lamentables”.

La calidad de sus cuentos le ha dado sin prisa ni pausa un prestigio casi universal que se confirma en cada uno de sus libros. Contra la polémica que siempre rodea al Nobel, ella ha sido aceptada con verdadera alegría por los escritores y por los lectores que hoy pueden opinar a través de los medios electrónicos.

A diferencia de las superestrellas contemporáneas, Alice Munro no tiene más biografía que sus propios libros. Hija de una familia presbiteriana de origen escocés, nació en 1931 en Whinghan, un pueblo de Ontario, y en plena Depresión. Su padre tenía una granja de armiños y visones, así que desde niña pudo darse cuenta de la brutalidad que implica la existencia. Amó la naturaleza, entonces casi intacta, y de su madre heredó la afición por la lectura y por las narraciones orales en largas noches de invierno.

Como todos, escribió lo que leía, primero una novela infantil inspirada por El último mohicano, y luego una novela de amor salvaje, fruto de la conmoción que le causó Cumbres borrascosas. Mientras estudiaba en la universidad gracias a una beca para pobres, el esfuerzo bélico de Canadá para aplastar a los ejércitos de Hitler cambió la economía del país. Llegaron a él la riqueza y las primeras manifestaciones del consumismo.


Alice Clarke Laidlow, su nombre de soltera, se casó en 1951 con James Munro y aceptó, como casi todas las mujeres de la época, su papel de esposa, madre y ama de casa. El matrimonio se trasladó a Victoria, en la isla de Vancouver, donde abrió una librería y nacieron sus tres hijas.

De noche y en el alba logró escribir su primera y única novela: Lives of Girls and Women, que muchos consideran un tomo de cuentos entrelazados. Comprendió que sin el cuarto propio que reclamaba Virginia Woolf y la energía que se requiere para sentarse varias horas diarias a la máquina en vez de consagrarlas a las fatigosas y efímeras labores de la casa, le era imposible ser novelista. En 1972 se divorció y regresó a Ontario.

Halló que el mundo de su niñez y adolescencia había desaparecido y que su propia gente la veía con desconfianza por ser escritora y divorciada. En 1976 se casó con Gerald Fremlin, muerto a comienzos de este año, y desde entonces ha vivido en Clinton, otro pueblo de su provincia natal. Halló el cuento como su vehículo ideal para desarrollar su vocación. Esto también significaba ir a contracorriente pues en la posguerra el género había perdido el lugar central que tuvo en años anteriores.

Las aventuras del cuento

El cuento es el más antiguo y el más nuevo de los géneros literarios. La narración es ancestral y es inmortal. Gran parte de la vida consiste en contarnos historias unos a otros aunque jamás hayamos abierto un libro. De pequeños, niños y niñas tienen una avidez inmensa por los cuentos al grado que hacen repetir al infinito sus predilectos.

Sin embargo, el cuento literario aparece con la Revolución Industrial. No se explica sin las grandes ciudades, sin el ferrocarril, sin el auge de la alfabetización indispensable para hacer de los campesinos obreros especializados, sin la lámpara de gas que permitió la lectura solitaria y silenciosa y sin la aparición de la pluma metálica que aumentó la velocidad de la escritura.

Se difundió gracias a su gran aliado, el tren. Fue una manera ideal de ocupar las horas muertas del viaje. Las primeras revistas que ya adquirieron un formato distinto del libro se llamaron “magazines” porque, como en las tiendas departamentales, uno podía optar por muchas cosas y entre ellas figuraba, en primer término, un cuento.

Ya en el siglo XX escritores como Faulkner y Scott Fitzgerald vivieron no de sus novelas sino de los cuentos que les pagaban espléndidamente las revistas populares. Los libros en que más tarde, para fortuna nuestra, los reunieron no producían las utilidades que esperaban sus editores y se difundió la falsa idea de que un libro de cuentos no se vende, al menos no tanto como una novela. Lo equivocado de esta creencia se demuestra con el hecho incontrovertible de los cientos de miles de ejemplares que han vendido y siguen vendiendo El Llano en llamas o las Ficciones de Borges.

Para hacer más sombrío el panorama, en los primeros años de su trabajo Alice Munro encontró una nueva competidora: la televisión, que en sus inicios saqueó inmisericordemente los cuentos. Nadie se imaginaba entonces otras formas hoy omnipresentes de narración que ha hecho posible la electrónica. Por otra parte, los guionistas de las series difundidas en todo el mundo han creado un nuevo género y a él se consagran quienes antes hubieran escrito cuentos, piezas de teatro y aun guiones de cine. Es lástima que este impulso no llegue aún a las telenovelas.


El cuento eterno de la humanidad


Muchas protagonistas de Alice Munro no son malas ni buenas, se sienten oprimidas por el bienestar que les dan sus maridos con sus trabajos de nueve a seis, a cambio de someterse a un modelo exteriormente impuesto y hecho para reproducirse al infinito. Un día huyen de ese porvenir garantizado y se entregan a la incertidumbre de la aventura. Ya no son Emma Bovary ni Anna Karenina que pagan con el suicidio la culpa del pecado; no obstante, sienten remordimientos porque saben que al liberarse de su asfixia hacen un gran daño a quienes en modo alguno hubieran querido causar dolor.

Casi todos los libros de esta autora pueden leerse en español: El progreso del amor, Amistad de juventud, Secretos a voces, El amor de una mujer generosa, Odio, amistad, noviazgo, amor, matrimonio, Escapada, Demasiada felicidad, Mi vida querida. Forman la biografía tan real como imaginaria de una mujer que es y no es su autora, una vida observada sin piedad desde la niñez hasta la ancianidad. Revelan que en lo ordinario de nuestras vidas está oculto lo extraordinario y lo irremplazable. La historia de la gente sin historia puede ser el más asombroso de los cuentos, el cuento eterno de la humanidad y el privilegio de estar vivos por un instante en el viaje de la nada a las tinieblas.


(JEP)


PROCESO






martes, 29 de octubre de 2013

Margaret Atwood / Un retrato de Alice Munro

Alice Munro según Triunfo Arciniegas
Foto de Derek Shapton

Alice Munro: un retrato
Por Margaret Atwood


VERSIÓN ORIGINAL EN INGLES

The Guardian, 12 de octubre de 2013
Traducción de Franco Cubello

Las emociones manan de la obra de Alice Munro; los preconceptos se desmoronan; las sorpresas proliferan; el asombro surge; los crímenes escabrosos, los excesos sexuales ocultos y los rumores extraños abundan debajo de la superficie de respetabilidad. Su colega Margaret Atwood habla de cómo estos relatos de una pequeña ciudad de Ontario elevaron a Munro a la "santidad de la literatura internacional"

Alice Munro


Alice Munro se encuentra entre los escritores más importantes de la ficción inglesa de nuestro tiempo. Los críticos, tanto de Norteamérica como de Gran Bretaña, le han adjudicado numerosos súper superlativos, ha ganado muchos premios y tiene lectores devotos en todo el mundo. Es la clase de escritora sobre la que se dice que no importa cuán conocida sea, se debería conocer más.
Nada de todo esto sucedió de la noche a la mañana. Munro escribe desde la década de 1960, y su primera volumen, La danza de las sombras felices, fue publicada en 1968. Aunque su ficción ha sido un tema regular del New Yorker desde la década de los setenta, su elevación reciente a la santidad de la literatura internacional se llevó mucho tiempo, en parte, debido a la forma en la que escribe. Es una escritora de cuentos —"cuentos cortos" como solían llamarse, o "ficción corta", que es más común en la actualidad. Aunque muchos escritores estadunidenses, británicos y canadienses de primer rango han practicado este estilo, sigue existiendo una tendencia muy difundida, aunque falsa, a igualar la extensión con la importancia.
Por lo tanto, Munro ha estado entre esos escritores sujetos al redescubrimiento periódico, al menos fuera de Canadá. Es como si saltase desde el interior de un pastel: "¡Sorpresa!", y luego tuviera que saltar del pastel otra y otra vez. Los lectores no ven su nombre iluminado en los espectaculares. La encuentran como si fuese un accidente, o el destino, son capturados, estallando luego, maravillados y excitados, cuestionando con incredulidad: “¿De dónde apareció Alice Munro? ¿Por qué nadie me habló de ella? ¿Cómo puede haber surgido tal excelencia de ninguna parte?”
Pero Munro no surgió de ninguna parte. Apareció —aunque es un verbo que sus personajes encontrarían demasiado vivaz y ciertamente pretencioso— de Huron County, en el sudoeste de Ontario; fue llamado Sowesto por el pintor Greg Curnoe, y el nombre se quedó. La visión de Curnoe era que Sowesto era un área de un interés considerable, pero también de considerable oscuridad y rareza psíquicas, una visión compartida por muchos. Robertson Davies, también de Sowesto, solía decir “Conozco los modos populares oscuros de mi gente”, y Munro también los conoce.
La naturaleza exuberante, los sentimientos reprimidos, los frentes respetables, los excesos sexuales ocultos, los brotes de violencia, los crímenes escabrosos, los resentimientos antiguos y los rumores extraños, siempre están cerca en el Sowesto de Munro, en parte porque todo ello forma parte de la vida real de la región.
Cuando Munro era una niña, en los 30 y los 40, la idea de que una persona de Canadá, especialmente alguien de una población pequeña del sudoeste de Ontario, pensara que podría ser tomada en serio como escritora en el mundo, era risible. Aun en los años 50 y 60 había muy pocos editores en Canadá, y éstos publicaban mayormente textos escolares e importaban literatura de Gran Bretaña y Estados Unidos. También había radio, y en los 60 Munro debutó en un programa de CBC llamado Antología, producido por Robert Weaver.
Pero los lectores internacionales conocían a muy pocos escritores canadienses, y se daba por sentado que era mejor salir del país si tenías aspiraciones de ese tipo —aspiraciones de las cuales te sentirías avergonzado y a la defensiva, porque el arte no era algo con lo que jugaría una persona adulta y moralmente creíble. Todos sabían que no podrías esperar ganarte la vida escribiendo.
Podía ser marginalmente aceptable incursionar en la pintura con acuarelas o en la poesía si eras cierto tipo de hombre, descrito por Munro en La temporada del pavo: “En la ciudad había homosexuales, y sabíamos quiénes eran: un empapelador elegante, de voz suave y cabello ondulado que se hacía llamar decorador de interiores; el hijo único, gordo y malcriado, de la viuda del ministro, que llegaba al extremo de participar en concursos de pastelería y que había tejido un mantel al crochet; un hipocondríaco intérprete de órgano y maestro de música que mantenía a raya al coro y a sus alumnos con berrinches y gritos”. También podías practicar el arte como pasatiempo, si eras una mujer con algo de tiempo libre, o ganarte la vida en un empleo de pseudoarte mal pagado. Las historias de Munro están salpicadas de mujeres como estas. Toman lecciones de piano o escriben columnas informales en el periódico. O, más trágico, tienen un talento real, aunque pequeño, como Almeda Roth en Meneseteung, que produce un volumen de versos menores titulado Ofrendas, pero no hay contexto para ellas.
A través de la ficción de Munro, Huron County se ha unido al Yoknapatawpha County de Faulkner como un área que se hizo legendaria por la excelencia del escritor que la celebró, aunque en ambos casos “celebrar” no es la palabra correcta. Tal vez “diseccionar” sería una descripción más precisa de lo que sucede en la obra de Munro, aunque ese término es demasiado clínico. ¿Cómo deberíamos llamar a la combinación de escrutinio obsesivo, desentierros arqueológicos, recuerdos precisos y detallados, los regodeos crueles en las facetas más sórdidas, malignas y vengativas de la naturaleza humana, el relato de secretos eróticos, la nostalgia por las miserias pasadas y la celebración a la plenitud y la variedad de la vida?
Al final de “La vida de las mujeres” (1971), un retrato de la artista cuando era joven, hay un pasaje muy revelador. La protagonista, que para este momento ha cruzado a la tierra prometida de la adultez, y también de la escritura, dice de su adolescencia:

“Intentaba hacer listas. Una lista de todas las tiendas y empresas de la calle principal y de quiénes eran sus propietarios, una lista de nombres de la familia, de los nombres de las lápidas del cementerio y de las inscripciones bajo ellos...
“La esperanza de precisión que tenemos al emprender tales tareas es una locura dolorosa.
“Y ninguna lista podía contener lo que yo quería, porque lo que quería era hasta el último dato, todas las capas de palabras y pensamientos, cada relámpago sobre la corteza o las paredes, todos los olores, pozos, dolores, grietas, desilusiones, quietos y unidos; radiantes y eternos”.

Esto es abrumador como programa de trabajo, pero Munro lo siguió durante los 35 años siguientes con una sorprendente lealtad.
Alice Munro nació en 1931 y fue bautizada con el nombre de Alice Laidlaw. Sus ancestros son en parte presbiterianos escoceses: puede rastrear a su familia hasta James Hogg, el Pastor de Ettrick, amigo de Robert Burns y de los literatos de Edimburgo de fines del siglo XVIII, y autor de Confessions of a Justified Sinner, que podría ser un título de Munro. Por el otro lado de la familia había anglicanos, para los que se dice que el peor pecado era usar el tenedor equivocado en la cena. La conciencia aguda de clase social de Munro, y las minucias y desdenes que separaban a un nivel del siguiente, se presentan honestamente, en el hábito que tienen sus personajes de examinar rigurosamente sus acciones, emociones, motivos y conciencias, y encontrarlos deficientes. En una cultura protestante tradicional, como la de Sowesto, el perdón no se encuentra fácilmente, los castigos son frecuentes y duros, la humillación y la vergüenza potenciales acechan en cada esquina y nadie se libra de casi nada.
Pero esta tradición también contiene la doctrina de la justificación por la fe: la gracia desciende sobre nosotros sin que hagamos nada. En la obra de Munro abunda la gracia, pero usando un disfraz extraño: nada es predecible. Las emociones estallan; las preconcepciones se desmoronan; las sorpresas proliferan; los asombros saltan; los actos maliciosos pueden tener consecuencias positivas; la salvación llega cuando menos se espera y adquiere formas peculiares.
Pero en el momento mismo en el que se hace una afirmación tal sobre los escritos de Munro, o cualquier otro análisis, inferencia o generalización sobre éstos, te acuerdas de ese comentarista burlón que tan a menudo está presente en sus relatos, que dice en esencia: “¿Quién te crees que eres? ¿Qué te da el derecho de pensar que sabes algo de mí o, para el caso, de cualquier otra persona?” O para citar de “La vida de las mujeres”: “La vida de la gente... era aburrida, simple, sorprendente e incomprensible: cuevas profundas pavimentadas con linóleo de cocina”.
El mundo ficticio de Munro está habitado por personajes secundarios que desprecian el arte y el artificio, y cualquier clase de presunción o alarde. Es contra estas actitudes y de la desconfianza que inspiran, que sus personajes centrales deben luchar para liberarse lo suficiente como para crear algo.
Al mismo tiempo, sus protagonistas escritores comparten la desconfianza y el desdén por el lado artificial del arte. ¿Sobre qué se debería escribir? ¿Cómo se debería escribir? ¿Cuánto del arte es genuino, cuánto es solamente un saco de trucos baratos que imitan a la gente, manipulan sus sentimientos y hacen muecas? ¿Cómo se puede afirmar algo sobre otra persona —una persona inventada— sin alardear? Sobre todo, ¿cómo debería terminar una historia? (A menudo Munro ofrece un final, luego lo cuestiona o lo corrige; o simplemente desconfía de él, como en el párrafo final de Meneseteung, donde el narrador dice: “Podría haberlo entendido mal”.) ¿Acaso no es una arrogancia el mero acto de escribir, no es la pluma un castillo en el aire? Varios relatos —“Friend of My Youth”, “Carried Away”, “Wilderness Station”, “Hateship, Friendship, Courtship, Loveship, Marriage”— contienen cartas que demuestran la vanidad o falsedad, o hasta la malicia de sus escritores. Si escribir cartas puede ser tan engañoso, ¿qué hay de la escritura en sí?

Esta tensión nunca la ha abandonado; como en Las lunas de Júpiter, donde los personajes artísticos de Munro son castigados por no triunfar, pero también son castigados por el éxito. La escritora, pensando en su padre, dice: “Podía oírlo decir ‘Bueno, no vi nada sobre ti en Maclean's’. Y si había leído algo sobre mí decía: ‘Bueno, ese artículo no me pareció muy bueno’. Su tono era burlón e indulgente, pero me producía un vacío espiritual muy familiar. El mensaje que recibía de él era simple: hay que luchar por la fama y disculparse por ella. Serás culpado por ella, la logres o no”.

El “vacío espiritual” es uno de los grandes enemigos de Munro. Sus personajes luchan contra él de todas las maneras posibles, batallando contra las exigencias agobiantes y las expectativas letales de otras personas y las reglas de conducta impuestas, y todas las clases posibles de represión y ahogo espiritual.
La batalla por la autenticidad se libra, significativamente, en el campo del sexo. El mundo social de Munro —como en la mayoría de las sociedades en las que el silencio y el secreto son la norma cuando se trata de asuntos sexuales— lleva consigo una alta carga erótica, y ésta se expande como una luz de neón alrededor de cada personaje, iluminando paisajes, habitaciones y objetos. En las manos de Munro, una cama destendida dice más de lo que jamás pudo decir una descripción detallada de los genitales. Los personajes de Munro están siempre al tanto de la química sexual en una reunión —de la química entre otros al igual que de sus propias respuestas viscerales. Enamorarse, la lujuria, escurrirse de los cónyuges y disfrutarlo, decir mentiras sexuales, hacer cosas vergonzosas que se sienten impulsados a hacer llevados por un deseo irresistible, hacer cálculos sexuales basados en la desesperación social, son procesos que pocos autores han explorado con más detalle y crudeza. Para las mujeres de la generación de Munro, la expresión sexual era una liberación y una salida. ¿Pero una salida de qué? De la negación y el desdén limitantes que describe tan bien en La temporada del pavo:
“Lily dijo que nunca permitiría que su esposo se le acercara si había estado bebiendo. Marjorie dijo que desde la vez en que casi murió de una hemorragia nunca había vuelto a permitir que su esposo se le acercase, punto. Entonces Lily dijo rápidamente que su marido solo intentaba algo cuando había estado bebiendo. Me daba cuenta de que no dejar que el esposo se les acercara era solo una cuestión de orgullo, pero no podía creer que ‘acercarse’ significara ‘tener relaciones sexuales’”.
La sociedad sobre la que escribe Munro es cristiana. Esta cristiandad a menudo no es pública, es meramente el antecedente general. En The Beggar Maid, Flo decora las paredes con "varias admoniciones, pías y alegres y levemente obscenas":

"El Señor es mi pastor cree en el señor Jesús y serás salvado".

¿Por qué tendría Flo esas frases cuando ni siquiera era religiosa? Porque era lo que tenía la gente, era tan común como los calendarios.
La cristiandad era “lo que tenía la gente”; y en Canadá la iglesia y el estado nunca se separaron según las normas establecidas en Estados Unidos. Las oraciones y las lecturas de la Biblia eran lo común en las escuelas públicas. Esta cristiandad cultural le ha aportado un gran material a Munro, pero también está conectado con uno de los patrones más distintivos de sus imágenes y estilo de relato.
El principio central cristiano es que dos elementos diferentes y mutuamente exclusivos —la divinidad y la humanidad— se unieron en Cristo, y ninguno de los dos aniquiló al otro. El resultado no fue un semidiós, o un Dios disfrazado: Dios se volvió totalmente humano mientras que, al mismo tiempo, siguió siendo totalmente divino. Creer que Cristo era solo un hombre, o que simplemente era Dios, fue declarado una herejía por la iglesia cristiana de los primeros tiempos. Por lo tanto, la cristiandad depende de la negación de ambas, o de anular la lógica y aceptar el misterio de que ambas cosas existan al mismo tiempo.
Muchas de las historias de Munro se resuelven, o no, precisamente de esta manera: una cosa puede ser cierta, pero no cierta, y sin embargo cierta. “Es real y deshonesto” piensa Georgia de su remordimiento, en Differently. “Me resulta muy difícil creer que lo inventé” dice el narrador de El progreso del amor. El mundo es profano y sagrado, debe ser tragado entero. Siempre hay más en él de lo que podrías imaginarte.
En un cuento llamado Something I've been Meaning to Tell You, la celosa Et describe al ex amante de su hermana —un mujeriego promiscuo— y cómo mira a todas las mujeres, con una mirada “que lo hacía parecer deseoso de ser un buzo de altamar sumergiéndose más y más a través del vacío, el frío y el naufragio, para descubrir la única cosa que desea su corazón, algo pequeño y precioso, difícil de encontrar, tal vez como un rubí, en el fondo del mar.”
Las historias de Munro abundan en ese tipo de buscadores cuestionables y estratagemas bien señaladas. Pero también abundan en percepciones: dentro de cualquier historia, en el interior de cualquier ser humano, puede haber un tesoro peligroso, un rubí invaluable. Un deseo en el corazón.



Lea, además


lunes, 28 de octubre de 2013

Elvira Lindo / La vida secreta de Alice Munro



La vida secreta de Alice Munro
Por ELVIRA LINDO 
El País, 04/12/2010

La gran autora de las letras canadienses y una de las mejores cuentistas regresa con el deslumbrante Demasiada felicidad.




Fue en 1961 cuando en el periódico The Vancouver Sun apareció un reportaje sobre una joven escritora, Alice Munro, que había ido construyéndose una cierta reputación literaria publicando cuentos en revistas o vendiéndolos para la radio pública canadiense. Munro tenía entonces treinta años. En la foto que abre la entrevista vemos a una mujer atractiva con sus dos hijas, de siete y cuatro años. Aunque el simple hecho de que le dedicaran un espacio en la prensa muestra que comenzaba a ser reconocida como escritora de gran talento, el titular que encabeza el reportaje delata un profundo anacronismo: "Ama de casa encuentra tiempo para escribir relatos". En la misma entrevista ella cuenta cómo aprovecha el tiempo de siesta de las niñas para escribir en el cuarto donde ha colocado el cuaderno y la máquina. Esa habitación propia que Virginia Woolf estableció como primordial para que una mujer accediera a una vida plena estaba situada en el caso de Munro en el cuarto de la plancha. Su hija Sheila cuenta en un libro original y conmovedor (Vida de madre e hijas. Creciendo con Alice Munro) cómo cuando ella y sus hermanas irrumpían en aquella habitación su madre retiraba el cuaderno a un lado, como si quisiera dar a entender que estaba haciendo algo tan prosaico como la lista de la compra. Hoy, a sus casi ochenta años, Munro, tan esquiva como entonces, despliega una especie de maternidad no deseada pero real sobre todos los escritores canadienses. Bautizada en su país como "nuestra Chéjov", Alice Munro construyó la base del realismo moderno canadiense, que en el país vecino, Estados Unidos, se había cimentado mucho antes; pero, además, la penuria de una niñez rural en la provincia de Ontario hace que su propio recorrido vital y el que cuenta en sus historias se hayan convertido, con el tiempo, en un espejo que agranda la vida de las personas humildes. Munro ha escrito en alguna ocasión que no necesita elaborar ni embellecer a sus personajes: "La vida de la gente es suficientemente interesante si tú consigues captarla tal cual es, monótona, sencilla, increíble, insondable". Sólo quien no tiene perspicacia para ahondar en el alma humana hace una distinción entre personajes fascinantes, con brillo social, y aquellos que parecen destinados a caer en el olvido. Estos últimos son los que pueblan el mundo imaginario de Munro, los que mejor conoce, aquellos entre los que se crió, a los que deseó ser infiel, luchando por poner tierra por medio y estudiar en la universidad, y a los que ha sido tozudamente fiel desde su literatura. Munro creció en el seno de una familia presbiteriana, no fanáticos religiosos pero sí personas de una ética muy estricta. Mientras que en Estados Unidos, el elefante dormido al otro lado de la frontera, la religión siempre estuvo aliada con la ambición económica, en estas familias de pioneros escoceses el trabajo era un fin en sí mismo y mostrar un excesivo interés por el dinero o hacer evidente cualquier tipo de veleidad ajena a la vida común era considerado un pecado de vanidad. Su padre, Robert Laidlaw, que trató infructuosamente de sacar adelante un criadero de zorros, era un hombre humilde pero amante de la literatura. Procedentes de una tradición de grandes lectores de la Biblia los Laidlaw escribieron diarios que se han convertido en auténticos relatos de la dura vida de los pioneros. La escritura sin vanidad. Esa fue la escuela moral de la joven Alice. Y a pesar de que en su propia peripecia vital se resumen los grandes cambios que para la mujer supuso el siglo XX -de la necesidad de casarse para huir de su destino a convertirse en una mujer emancipada en los setenta-, su manera de entender el oficio literario sigue estrechamente unida a la moral presbiteriana: trabajar sin hacer exhibición de los logros, casi secretamente. No es casual que la biografía que sobre ella escribió Catherine Sheldrick lleve por título A double life. Una vida doble, aquella que todos veían, la de esposa y madre, y otra tan oculta como firme y poderosa, la que le proporcionaba esa mente fantasiosa que le permitió crearse una existencia paralela desde los 12 años. Hace unos tres años publicó La vista desde Castle Rock en donde rendía homenaje a sus antepasados, acompañándoles en su viaje de Escocia a la nueva patria. Los amantes de la literatura de Munro se alarmaron cuando esta afirmó que dejaba para siempre la escritura. Por fortuna, se sintió incapaz de adaptarse a la vida de "las personas normales". Hubo de reconocer que a esas alturas de su vida no sabía hacer otra cosa. El resultado de ese regreso es este deslumbrante Demasiada felicidad, diez relatos que contienen el universo de Munro y algo más: una mujer que visita en la cárcel a un marido que le mató a sus tres hijos; una viuda que abre la puerta a un asesino; una madre que reencuentra a un hijo tras años sin tener noticias de él; dos mujeres que comparten un recuerdo inconfesable de cuando eran niñas... Todos ellos arrastrando decisiones o recuerdos que les marcaron la vida, sobreviviendo al desastre, sobreponiéndose a la adversidad como sólo saben hacerlo los personajes nada heroicos. Hay momentos en los que el lector siente que se le hiela la sangre. Sin estridencias, en apenas una frase que a menudo pasa desapercibida en una primera lectura, Munro ofrece una clave que dará luz a la historia. No son cuentos para el lector desatento. Es una escritura engañosa en su sencillez, bella y extraña, que exige una entrega en la lectura y, a menudo, una relectura para entender más hondamente lo leído. Dijo un crítico canadiense que Alice Munro "inventa la realidad". En este caso ha inventado o dado luz a una realidad sombría: "Espero que los lectores no encuentren estos relatos muy lúgubres, pero la vida casi siempre es dura". Los amantes de la literatura de Munro no esperamos otra cosa que su mirada, realista en el sentido más noble, universal como sólo pueden serlo las historias locales, cruda y siempre misteriosa.Pero es curioso que el menos munroniano de todos los relatos es el que da título al libro. Es la historia de una matemática y novelista rusa de últimos del XIX, Sofía Kovalevski, que Munro encontró por azar y de la que quedó prendada. Aunque el paisaje es ajeno a Munro, la escritora pone en boca de Sofía uno de esos pensamientos que a menudo asaltan la mente de las mujeres de sus cuentos: "Cuando un hombre sale de una habitación deja todo detrás, cuando una mujer lo hace lleva todo lo ocurrido en esa habitación con ella". Cuando leía esta suerte de novela rusa comprimida me aventuré a pensar que la escritora había tenido en mente a Chéjov mientras la escribía. Buscando en las entrevistas que le hicieron en su país me encontré con este curioso comentario que la delata como mujer apasionada y sincera: "Mientras lo escribía pensaba si Chéjov se habría enamorado de mí de haberme conocido. Creo que no, a los hombres no les gustan las mujeres como yo. Pero quién sabe, él finalmente se casó con la actriz Olga Knipper que arrastraba su propia fama, así que... Sí, es posible que yo le hubiera gustado".
Demasiada felicidad

Alice Munro
Demasiada felicidad
Traducción de Flora Casas
Lumen. Barcelona, 2010
355 páginas. 22,90 euros





domingo, 27 de octubre de 2013

Alice Munro / Nadie como ella / Antonio Muñoz Molina

Alice Munro

Nadie como ella

La rigidez moral de los 50 está presentes de un modo u otro en las historias del último libro de Alice Munro, 'Dear life'



Al final o cerca del final de casi cada cuento de Alice Munro hay que regresar al principio. Un quiebro ha sucedido y la historia ha cambiado de dirección tan bruscamente como si uno hubiera saltado unas páginas y se encontrara leyendo otro cuento; algo queda tan inexplicado que uno vuelve a las primeras páginas en busca de un nombre o de una información clave en la que no reparó; o simplemente uno vuelve al principio por el gusto de leer entera otra vez la historia, por el placer de observar con qué astucia y en cada momento pequeños indicios fueron señalando —para quien prestara la debida atención— que en realidad el cuento era otra cuento, que por debajo de lo dicho discurría un caudal subterráneo que es el rumor que le avisa a uno de que la literatura se escribe callando no menos que contando, y que más allá de lo que vemos y escuchamos y de lo que descubrimos en momentos singulares de lucidez o perspicacia hay cosas que no sabremos nunca, espacios en blanco a los que no llegan el conocimiento ni el recuerdo y que sería fútil rellenar con ficción.
Una mujer mayor que ha tenido algunos problemas de memoria sin importancia llega al barrio desconocido para ella en el que está la consulta del médico y descubre que ha olvidado en casa el papel donde apuntó el nombre. Un veterano vuelve de la guerra en el verano de 1945 y cuando después de un largo viaje a través de Canadá le falta menos de media hora para llegar a su pueblo salta del tren en marcha, aprovechando que ha reducido mucho la velocidad en una curva, y se acerca a una granja en la que vive una mujer sola. Un ama de casa joven que ha publicado por primera vez unos poemas en una revista es invitada a una fiesta de escritores en la que nadie le hace caso y se emborracha tanto que tiene que sentarse en el suelo, y un desconocido la ayuda a levantarse y la lleva a casa, y cuando ella va a salir del coche él le dice que ha tenido la tentación de besarla. Una maestra muy joven viaja en mitad del invierno hacia su primer trabajo en un sanatorio para niños tuberculosos que está cerca de un lago helado. Un arquitecto joven, casado, con hijos, se hace amante de la hija de un potentado local, y durante años él y ella han de pagar el dinero del chantaje que les hace una criada que descubrió el enredo por casualidad. Un niño ve que su hermana mayor está a punto de ahogarse en una laguna y corre a pedir ayuda y luego no recuerda por qué motivo se sentó en los escalones a la entrada de su casa en lugar de golpear la puerta. Una mujer casada con un hombre doce años mayor que ella recibe a una vendedora de cosméticos a domicilio, y cuando el marido, un profesor, un poeta célebre, vuelve a casa, él y la vendedora se quedan hechizados mirándose porque tuvieron una historia de amor muchos años atrás, cuando él era soldado y estaba a punto de partir para la guerra.
Los años de la II Guerra Mundial, los tiempos oscuros de la Gran Depresión, la rigidez moral de los cincuenta, el gran cambio que sobrevino muy poco después, están presentes de un modo u otro en las historias del último libro de Alice Munro, Dear life. El contraste del ayer lejano y el ahora ha sido siempre uno de sus motivos centrales, y con él la brusquedad de los cambios, en las costumbres y en las vidas, la libertad conquistada o encontrada, sobre todo para las mujeres, y junto a ella una desolación o una crudeza que habrían sido como el reverso inevitable de todo lo que se ganó: las calles vacías y las tiendas cerradas en el corazón de las pequeñas ciudades arruinadas por la omnipresencia del coche y de los centros comerciales; los viejos que ayer mismo eran fuertes y jóvenes extraviados en espacios impracticables que no comprenden; los nombres y las vidas de los muertos que se disuelven rápidamente en un olvido que será definitivo cuando desaparezcan también los últimos que los recordaban, o cuando el Alzheimer les vaya borrando la memoria.
En libros anteriores, incluido el penúltimo, Demasiada felicidad, Alice Munro se ha movido con solvencia entre un mundo y otro, entre el presente observado con un máximo de agudeza y los pasados sucesivos que se remontaban hasta su infancia e incluso más atrás, hasta la memoria de los emigrantes escoceses que viajaban a Canadá en el siglo XVIII dispuestos a sobrevivir en circunstancias durísimas, en un continente de llanuras sin límite y de inviernos polares. Nacida en 1931, ella tuvo tiempo de conocer la aspereza de aquellas vidas, antes de la prosperidad que trajo por primera vez la guerra, antes de la calefacción central, los electrodomésticos, las autopistas, la fiesta del consumo mezclada con la alegría de la emancipación sexual.

A los 81 años es lícito que en sus historias las inventadas y las otras prevalezca el pasado
Ahora, a los 81 años, es lícito que en sus historias, las inventadas y las otras, prevalezca el pasado. Eso no quiere decir que Alice Munro capitule a la nostalgia. Incluso su agudeza es ahora más afilada porque ha ido todavía más lejos en el despojamiento de su escritura, que ahora tiene brevedades lapidarias, frases comprimidas sin verbo y párrafos que consisten en una sola palabra y un punto y aparte. Una palabra del todo común o un nombre propio le bastan para titular la mayoría de los cuentos: Amundsen, Gravel, Haven, Pride, Corrie, Train, Dolly, Night, Voices. En cada uno de ellos están las fronteras visibles o secretas a las que se asoma cualquiera en su vida, las que se dejan atrás y las que nunca llegan a cruzarse, las que separan desde el nacimiento a los seres humanos, en pobres y en ricos, en hombres o mujeres, en atrevidos o cobardes; la frontera entre el que vive en la ciudad y quien ve sus luces desde lejos, entre el momento anterior a un encuentro definitivo y lo que viene después, entre los actos imaginados y los actos cumplidos, las palabras dichas y las que se quedan en el silencio.
En la última sección del libro, Alice Munro, que ha construido tantas ficciones con los materiales de su biografía, decide atenerse a unos cuantos recuerdos explícitos, cuatro estampas separadas entre sí que tienen algo de confesión y de despedida: “… las primeras y las últimas cosas —y también las más fieles— que tengo que decir sobre mi propia vida”.
No son grandes experiencias, o no aparentan serlo. Ni siquiera son historias con tramas definidas, con principio final. Casi nada sucede en ellas, salvo las sensaciones de la infancia, esa mezcla de percepción muy viva e información fragmentaria que llena de misterios unas veces confortadores y otras amenazantes la vida de un niño. Y la lectura que piden no es la de la prosa sino la de la poesía: un regreso al principio después del final, una revelación de algo que no se agota porque está en las palabras y un poco más allá de ellas.