miércoles, 31 de julio de 2013

Plagios / Pérez-Reverte paga la multa de 210.000 euros


Pérez-Reverte paga la multa de 210.000 euros por el plagio de la película «Gitano»

Día 16/07/2013 - 16.41h

El académico y novelista ve ascender a esa cantidad la primera multa de 80.000 euros que le impuso en 2011 la Audiencia de Madrid


El escritor y académico Arturo Pérez-Reverte ha pagado finalmente una indemnización de 212.528,94 euros por plagio al cineasta Antonio González-Vigil en el guión de la película «Gitano», un filme que fue estrenado en el año 2000. La sentencia la Audiencia Provincial de Madrid ha elevado la multa original, impuesta en 2011, de 80.000 euros, una decisión contestada por el autor de «Trafalgar» conduras declaraciones.
Pérez-Reverte ha hecho efectivo su cumplimiento de la condena por plagio después de que la Audiencia Provincial de Madrid haya desestimado los recursos de casación y de reposición presentados por los representantes legales del académico de la Española. La cantidad de 212.528,94 euros es la indemnización por haber plagiado al guionista Antonio González-Vigil su texto para el citado filme, según informa la revista «Interviú».
La Audiencia de Madrid no admitió a trámite el recurso de casación, y al no existir otro recurso de queja ante el Tribunal Supremo, se ve obligado a abonar el importe de la indemnización más los intereses legales.
Antonio González-Vigil denunció por daño moral y económicoa Pérez-Reverte después de haber visto copiada en el guión de «Gitano» la trama escrita por él en 1996, en colaboración con el novelista Juan Madrid, que llevaba por título «Gitana. Corazones púrpuras». Pérez-Reverte había escrito ese guión denunciado en colaboración con Manuel Palacios.
En su día, el académico se había mostrado crítico con la primera sentencia que le condenaba a 80.000 euros, ya que calificó la decisión de la Audiencia Provincial de Madrid de «emboscada» de este tribunal y «una clara maniobra de chantaje» para sacarle dinero «después de diez años». El novelista consideraba entonces «extraña» la sentencia y destacaba que después de casi diez años, la Audiencia Provincial hubiera ignorado «dos sentencias penales firmes y una sentencia del juzgado mercantil, además de cinco informes periciales solventes de peritos de la SGAE» y de otras entidades. «En las tres sentencias se afirma que no hay plagio», aseguró Pérez-Reverte, que no entiendía cómo la Audiencia basaba su fallo, según él, «en un informe parcial de una perito argentina y en el testimonio como perito de un jugador profesional de ruleta que afirma en un informe que, según el cálculo de probabilidades, hay plagio en el guion».
La historia ha terminado mal para el creador del Capitán Alatriste.



martes, 30 de julio de 2013

Luisa Fernanda Trujillo Amaya / Anida

Alicia
Rebecca Dautremer

Luisa Fernanda Trujillo Amaya
ANIDA

como venida de adentro
de un lugar incierto
anida en mi boca
y
desenmarañada
aflora
la palabra.


Luisa Fernanda Trujillo Amaya
Trazo en sesgo la noche

Bogotá, Universidad Externado de Colombia, 2012


lunes, 29 de julio de 2013

Luisa Fernanda Trujillo Amaya / Esbozo


Luisa Fernanda Trujillo Amaya
ESBOZO

en los trazos de la noche
la niebla se aferra al rocío
antes que la última de sus gotas
caiga
y
se pierda
entre los callados grises del asfalto

los filos de la brizna tallan
las ramas secas de los árboles
y en los arreboles de las sombras
las siluetas enmarcan el inicio

brotan las hojas
prendidas a la aurora

No quieren ser otoño



Luisa Fernanda Trujillo Amaya
Trazo en sesgo la noche

Bogotá, Universidad Externado de Colombia, 2012



domingo, 28 de julio de 2013

Wislawa Szymborska / Tres poemas


La isla de los muertos
Arnold Boecklin

Wislawa Szymborska
BIOGRAFÍA
TRES POEMAS

Fin y principio

Después de cada guerra
alguien tiene que limpiar.
No se van a ordenar solas las cosas,
digo yo.

Alguien debe echar los escombros
a la cuneta
para que puedan pasar
los carros llenos de cadáveres.

Alguien debe meterse
entre el barro, las cenizas,
los muelles de los sofás,
las astillas de cristal
y los trapos sangrientos.

Alguien tiene que arrastrar una viga
para apuntalar un muro,
alguien poner un vidrio en la ventana
y la puerta en sus goznes.

Eso de fotogénico tiene poco
y requiere años.
Todas las cámaras se han ido ya
a otra guerra.

A reconstruir puentes
y estaciones de nuevo.
Las mangas quedarán hechas jirones
de tanto arremangarse.

Alguien con la escoba en las manos
recordará todavía cómo fue.
Alguien escuchará
asintiendo con la cabeza en su sitio.
Pero a su alrededor
empezará a haber algunos
a quienes les aburra.

Todavía habrá quien a veces
encuentre entre hierbajos
argumentos mordidos por la herrumbre,
y los lleve al montón de la basura.

Aquellos que sabían
de qué iba aquí la cosa
tendrán que dejar su lugar
a los que saben poco.
Y menos que poco.
E incluso prácticamente nada.

En la hierba que cubra
causas y consecuencias
seguro que habrá alguien tumbado,
con una espiga entre los dientes,
mirando las nubes.
De Fin y principio, 1993
Versión de  Abel A. Murcia


Elogio de la mala conciencia de uno mismo 

El ratonero no tiene nada que reprocharse.
Los escrúpulos le son ajenos a la pantera negra.
No dudan de lo apropiado de sus actos las pirañas.
El crótalo se acepta sin complejos a sí mismo.

No existe un chacal autocrítico.
El tábano, la langosta, la tenia y el caimán
viven como viven y así están satisfechos.

De cien kilos es el corazón de la orca,
pero no le pesa.

Nada más animal
que una conciencia limpia
en el tercer planeta del Sol.



Si acaso
Podía ocurrir.
Tenía que ocurrir.
Ocurrió antes. Después.
Más cerca. Más lejos.
Ocurrió; no a ti.

Te salvaste porque fuiste el primero.
Te salvaste porque fuiste el último.
Porque estabas solo. Porque la gente.
Porque a la izquierda. Porque a la derecha.
Porque llovía. Porque había sombra.
Porque hacía sol.

Por fortuna había allí un bosque.
Por fortuna no había árboles.
Por fortuna una vía, un gancho, una viga, un freno,
un marco, una curva, un milímetro, un segundo.
Por fortuna una cuchilla nadaba en el agua.

Debido a, ya que, y en cambio, a pesar de.
Qué hubiera ocurrido si la mano, el pie,
a un paso, por un pelo,
por casualidad,
¡Ah, estás? ¿Directamente de un momento todavía entreabierto?
¿La red tenía un solo punto, y tú a través de ese punto?
No dejo de asombrarme, de quedarme sin habla.
Escucha
cuán rápido me late tu corazón.



De "Si acaso" 1978
Versión de Abel A. Murcia




sábado, 27 de julio de 2013

Wislawa Szymborska / Amor a primera vista


Los amantes, 1928
René Magritte
Wislawa Szymborska
BIOGRAFÍA
AMOR A PRIMERA VISTA

Ambos están convencidos de que los ha unido un sentimiento repentino.
Es hermosa esa seguridad,
pero la inseguridad es más hermosa.

Imaginan que como antes no se conocían
no había sucedido nada entre ellos.
Pero ¿qué decir de las calles, las escaleras, los pasillos
en los que hace tiempo podrían haberse cruzado?

Me gustaría preguntarles
si no recuerdan
-quizá un encuentro frente a frente
alguna vez en una puerta giratoria,
o algún "lo siento"
o el sonido de "se ha equivocado" en el teléfono-,
pero conozco su respuesta.
No recuerdan.

Se sorprenderían
de saber que ya hace mucho tiempo
que la casualidad juega con ellos,

una casualidad no del todo preparada
para convertirse en su destino,

que los acercaba y alejaba,
que se interponía en su camino
y que conteniendo la risa
se apartaba a un lado.

Hubo signos, señales,
pero qué hacer si no eran comprensibles.
¿No habrá revoloteado
una hoja de un hombro a otro
hace tres años
o incluso el último martes?

Hubo algo perdido y encontrado.
Quién sabe si alguna pelota
en los matorrales de la infancia.

Hubo picaportes y timbres
en los que un tacto
se sobrepuso a otro tacto.
Maletas, una junto a otra, en una consigna.
Quizá una cierta noche el mismo sueño
desaparecido inmediatamente después de despertar.
Todo principio
no es más que una continuación,
y el libro de los acontecimientos
se encuentra siempre abierto a la mitad.



viernes, 26 de julio de 2013

Jorge Ibargüengoitia / La ley de Herodes



Jorge Ibargüengoitia
La ley de Herodes
      Sarita me sacó del fango, porque antes de conocerla el porvenir de la Humanidad me tenía sin cuidado. Ella me mostró el camino del espíritu, me hizo enten­der que todos los hombres somos iguales, que el único ideal digno es la lucha de clases y la victoria del pro­letariado; me hizo leer a Marx, a Engels y a Carlos Fuentes, ¿y todo para qué? Para destruirme después con su indiscreción.

      No quiero discutir otra vez por qué acepté una beca de la Fundación Katz para ir a estudiar en los Estados Unidos. La acepté y ya. No me importa que los Estados Unidos sean un país en donde existe la explotación del hombre por el hombre, ni tam­poco que la Fundación Katz sea el ardid de un capitalista (Katz) para eludir impuestos. Solicité la beca, y cuando me la concedieron la acepté; y es más, Sarita también la solicitó v también la aceptó. ¿Y qué?
      Todo iba muy bien hasta que llegamos al examen médico... No me atrevería a continuar si no fuera porque quiero que se me haga justicia. Necesito jus­ticia. La exijo. Así que adelante...
      La Fundación Katz sólo da becas a personas fuertes como un caballo y el examen médico es muy riguroso.
      No discutamos este punto. Ya sé que este examen médico es otra de tantas argucias de que se vale el FBI para investigar la vida privada de los mexica­nos. Pero adelante. El examen lo hace el doctor Philbrick, que es un yanqui que vive en las Lomas (por supuesto), en una casa cerrada a piedra y cal y que cobra... no importa cuánto cobra, porque lo pagó la Fundación. La enfermera, que con seguridad traicionó la Causa, puesto que su acento y rasgos faciales la delatan como evadida de la Europa Libre, nos dijo a Sarita y a mí, que a tal hora tomáramos tantos más cuantos gramos de sulfato de magnesia y que nos presentáramos a las nueve de la mañana si­guiente con las “muestras obtenidas” de nuestras dos funciones.?
      ¡Ah, qué humillación) ¡Recuerdo aquella noche en mi casa, buscando entre los frascos vacíos dos adecuados para guardar aquello! ¡Y luego, la noche en vela esperando el momento oportuno! ¡Y cuando llegó, Dios mío, qué violencia! (Cuando exclamo Dios mío en la frase anterior, lo hago usando de un recurso literario muy lícito, que nada tiene que ver con mis creen­cias personales.)?
      Cuando estuvo guardada la primer muestra, volví a la cama y dormí hasta las siete, hora en que me levanté para recoger la segunda. Quiero hacer no­tar que la orina propia en un frasco se contempla con incredulidad; es un líquido turbio (por el sul­fato de magnesia) de color amarillo, que al cerrar el frasco se deposita en pequeñas gotas en las pa­redes de cristal. Guardé ambos frascos en sucesivas bolsas de papel para evitar que alguna mirada penetrante adivinara su contenido.?
      Salí a la calle en la mañana húmeda, y caminé sin atreverme a tomar un camión, apretando con­tra mi corazón, como San Tarsicio Moderno, no la Sagrada Eucaristía, sino mi propia mierda. (Esta me­táfora que acabo de usar es un tropo al que llegué arrastrado por mi elocuencia natural y es indepen­diente de mi concepto del hombre moderno.) Por la Reforma llegué hasta la fuente de Diana, en donde esperé a Sarita más de la cuenta, pues habla tenido cierta dificultad en obtener una de las nuestras. Llegó como yo, con el rostro desencajado y su envoltorio contra el pecho. Nos miramos fijamente, sin decirnos nada, conscientes como nunca de que nuestra dignidad humana había sido pisoteada por las exigencias arbitrarias de una organización típicamente capitalista. Por si fuera poco lo anterior, cuando llegamos a nuestro destino, la mujer que había traicionado la Causa nos condujo al laboratorio y allí desenvolvió los frascos ¡delante de los dos! y les puso etiquetas. Luego, yo entré en el despacho del doctor Philbrick y Sarita fue a la sala de espera.?
      Desde el primer momento comprendí que la inten­ción del doctor Philbrick era humillarme. En primer lugar, creyó, no sé por qué, que yo era ingeniero agrónomo y por más que insistí en que me dedicaba a la sociología, siguió en su equivocación; en segundo, me hizo una serie de preguntas que salen sobrando ante un individuo como yo, robusto y saludable física v mentalmente: ¿qué caso tiene preguntarme si he tenido neumonía, paratifoidea o gonorrea? Y apuno mis respuestas, dizque minuciosamente, en unas hojas que le había mandado la Fundación a propósito. Luego vino lo peor. Se levantó con las hojas en la mano y me ordenó que lo siguiera. Yo lo obedecí. Fuimos por un pasillo oscuro en uno de cuyos lados había una serie de cubículos, y en cada uno de ellos, una mesa clínica y algunos aparatos. Entramos en un cubículo: él corrió la cortina y luego, volviéndose hacia mí, me ordenó despóticamente: “Desvístase.” Yo obedecí, aunque ya mi corazón me avisaba que algo terrible iba a suceder. Él me examinó el cráneo aplicándome un diapasón en los diferentes huesos; me metió un foco por las orejas y miró para adentro; me puso un reflector ante los ojos y observó cómo se contraían mis pu­pilas y, apuntando siempre los resultados, me oyó el corazón, me. hizo saltar doscientas veces y volvió a oírlo; me hizo respirar pausadamente, luego, contener la respiración, luego, saltar otra vez doscientas veces. Apuntaba siempre. Me ordenó que me acostara en la cama y cuando obedecí, me golpeó despiadadamente el abdomen en busca de hernias, que no encontró; luego, tomó las partes más nobles de mi cuerpo y a jalones las extendió como si fueran un pergamino, para mirarlas como si quisiera leer el plano del tesoro. Apuntó, otra vez. Fue a un armario y tomando algodón de un rollo empezó a envolverse con él dos dedos. Yo lo miraba con mucha desconfianza.?
      —Hínquese sobre la mesa —me dijo.?
      Esta vez no obedecí, sino que me quedé mirando aquellos dos dedos envueltos en algodón. Entonces, me explicó:?
      —Tengo que ver si tiene usted úlceras en el recto.?
      El horror paralizó mis músculos. El doctor Philbrick me enseñó las hojas de la Fundación que decían efectivamente “úlceras en el recto”; luego, sacó del armario un objeto de hule adecuado para el caso, e introdujo en él los dedos envueltos en algodón. Comprendí que había llegado el momento de tomar una decisión: o perder la beca, o aquello. Me snbí a la mesa y me hinqué.?
      —Apoye los codos sobre la mesa.?
      Apoyé los codos sobre la mesa, me tapé las orejas, cerré los ojos y apreté las mandíbulas. El doctor Philbrick se cercioró de que yo no tenía úlceras en el recto. Después, tiró a la basura lo que cubriera sus dedos y salió del cubículo, diciendo: “Vístase.”?
      Me vestí y salí tambaleándome. En el pasillo me encontré a Sarita ataviada con una especie de man­dil, que al verme (supongo que yo estaba muy mal) me preguntó qué me pasaba.?
      —Me metieron el dedo. Dos dedos.?
      —¿Por dónde??
      —¿Por dónde crees, tonta??
      Fue una torpeza confesar semejante cosa. Fue la causa de mi desprestigio. Llegado el momento de las úlceras en el recto, Sarita amenazó al doctor Philbrick con llamar a la policía si intentaba revisarle tal parte; el doctor, con la falta de determinación propia de los burgueses, la dejó pasar como sana, y ella, haciendo a un lado las reglas más elementales del compañerismo, salió de allí y fue a contarle a todo el mundo que yo me había doblegado ante el imperialismo yanqui.


jueves, 25 de julio de 2013

Jorge Ibargüengoitia / La mujer que no


Fotografía de Helena Helfrecht

Jorge Ibargüengoitia
La mujer que no

      Debo ser discreto. No quiero comprometerla. La llamaré.. . En el cajón de mi escritorio tengo todavía una foto suya. junto con las de otras gentes y un pa­ñuelo sucio de maquillaje que le quité no sé a quién. O mejor dicho sí sé, pero no quiero decir, en uno de los momentos cumbres de mi vida pasional. La foto de que hablo es extraordinariamente buena para ser de pasaporte. Ella está mirando al frente con sus gran­des ojos almendrados, el pelo estirado hacia atrás, dejando a descubierto dos orejas enormes, tan cerca­nas al cráneo en su parte superior, que me hacen pensar que cuando era niña debió traerlas sujetas con tela adhesiva para que no se le hicieran de papalote; los pómulos salientes, la nariz pequeña con las fosas muy abiertas, y abajo... su boca maravillosa, grande y carnuda. En un tiempo la contemplación de esta foto me producía una ternura muy especial, que iba convirtiéndose en un calor interior y que terminaba en los movimientos de la carne propios del caso. La llamaré Aurora. No, Aurora no. Estela, tampoco. La llamaré ella.


      Esto sucedió hace tiempo. Era yo más joven y más bello. Iba por las calles de Madero en los días cer­canos a la Navidad, con mis pantalones de dril recién lavados y trescientos pesos en la bolsa. Era un medio­día brillante y esplendoroso. Ella salió de entre la multitud y me puso una mano en el antebrazo. “Jorge”, me dijo. Ah, che la vita é bella! Nos conocemos desde que nos orinábamos en la cama (cada uno por su lado, claro está), pero si nos habíamos visto una doce­na de veces era mucho. Le puse una mano en la gar­ganta y la besé. Entonces descubrí que a tres metros de distancia, su mamá nos observaba. Me dirigí hacia la mamá, le puse una mano en la garganta y la besé también. Después de eso, nos fuimos los tres muy contentos a tomar café en Sanborns. En la mesa, puse mi mano sobre la suya y la apreté hasta que noté que se le torcían las piernas; su mamá me recordó que su hija era decente, casada y. con hijos, que yo había te­nido mi oportunidad trece años antes y que no la había aprovechado. Esta aclaración moderó mis impul­sos primarios y no intenté nada más por el momento. Salimos de Sanborns y fuimos caminando por la alameda, entre las estatuas pornográficas, hasta su coche, que estaba estacionado muy lejos. Fue ella, entonces, quien me tomó de la mano y con el dedo de enmedio, me rascó la palma, hasta que tuve que meter mi otra mano en la bolsa, en un intento desesperado de aplacar mis pasiones. Por fin llegamos al coche, y mientras ella se subía, comprendí que trece años antes no sólo había perdido sus piernas, su boca maravillosa y sus nalgas tan saludables y bien desarrolladas, sino tres o cuatro millones de muy buenos pesos. Fuimos a dejar a su mamá que iba a comer no importa dónde. Seguimos en el coche, ella y yo solos y yo le dije lo que pensaba de ella y ella me dijo lo que pensaba de mí. Me acerqué un poco a ella y ella me advirtió que estaba sudorosa, porque tenía un oficio que la hacía sudar. “No importante, no importa.” Le dije olfateándola. Y no importaba. Entonces, le jalé el cabello, le mordí el pescuezo y le apreté la panza... hasta que chocamos en la esquina de Tamaulipas y Sonora.
      Después del accidente, fuimos al SEP de Tamauli­pas a tomar ginebra con quina y nos dijimos primores. La separación fue dura, pero necesaria, porque ella tenía que comer con su suegra. “¿Te veré?” “Nunca más.” “Adiós, entonces.” “Adiós.” Ella desapareció en Insurgentes, en su poderoso automóvil y yo me fui a la cantina el Pilón, en donde estuve tomando mezcal de San Luis Potosí y cerveza, y discutiendo sobre la divinidad de Cristo con unos amigos, hasta las siete y media, hora en que vomité. Después me fui a Bellas Artes en un taxi de a peso.
      Entré en el foyer tambaleante y con la mirada torva. Lo primero que distinguí, dentro de aquel mar de personas insignificantes, como Venus saliendo de la concha... fue a ella. Se me acercó sonriendo apenas, y me dijo: “Búscame mañana, a tal hora, en tal par­te”; y desapareció.
      ¡Oh, dulce concupiscencia de la carne! Refugio de los pecadores, consuelo de los afligidos, alivio de los enfermos mentales, diversión de los pobres, esparci­miento de los intelectuales, lujo de los ancianos. ¡Gra­cias, Señor, por habernos concedido el uso de estos artefactos, que hacen más que palatable la estancia en este Valle de Lágrimas en que nos has colocado!


      Al día siguiente acudí a la cita con puntualidad. Entré en el recinto y la encontré ejerciendo el oficio que la hacía sudar copiosamente. Me miró satisfecha, orgullosa de su pericia y un poco desafiante, y también como diciendo: “Esto es para ti.” Estuve absorto durante media hora, admirando cada una de las partes de su cuerpo y comprendiendo por primera vez la esencia del arte a que se dedicaba. Cuando hubo terminado, se preparó para salir, mirándome en silen­cio; luego me tomó del brazo de una manera muy elocuente, bajamos una escalera y cuando estuvimos en la calle, nos encontramos frente a frente con su chingada madre.
      Fuimos de compras con la vieja y luego a tomar café a Sanborns otra vez. Durante dos horas estuve conteniendo algo que nunca sabré si fue un sollozo o un alarido. Lo peor fue que cuando nos quedamos solos ella y yo, empezó con la cantaleta estúpida de: “¡Gracias, Dios mío, por haberme librado del asqueroso pecado de adulterio que estaba a punto de cometer!” Ensayé mis recursos más desesperados, que consisten en una serie de manotazos, empujones e intentos de homicidio por asfixia, que con algunas mujeres tienen mucho éxito, pero todo fue inútil; me bajó del coche a la altura de Félix Cuevas.
      Supongo que se habrá conmovido cuando me vio parado en la banqueta, porque abrió su bolsa y me dio el retrato famoso y me dijo que si algún día se decidía (a cometer el pecado), me pondría un telegrama.


      Y esto es que un mes después recibí, no un tele­grama, sino un correograma que decía: “Querido Jorge: búscame en el Konditori, el día tantos a tal hora (p. m.) Firmado: Guess who? (advierto al lector no avezado en el idioma inglés que esas palabras sig­nifican “adivina quién”). Fui corriendo al escritorio, saqué la foto y la contemplé pensando en que se acer­caba al fin la hora de ver saciados mis más bajos instintos.
      Pedí prestado un departamento y también dinero; me vestí con cierto descuido pero con ropa que me quedaba bien, caminé por la calle de Génova durante el atardecer y llegué al Konditori con un cuarto de hora de anticipación. Busqué una mesa discreta, por­que no tenía caso que la vieran conmigo un centenar de personas, y cuando encontré una me senté mirando hacia la calle; pedí un café, encendí un cigarro y es­peré. Inmediatamente empezaron a llegar gentes co­nocidas, a quienes saludaba con tanta frialdad que no se atrevían a acercárseme.
          Pasaba el tiempo.
      Caminando por la calle de Génova pasó la joven N., quien en otra época fuera el Amor de mi Vida, y desapareció. Yo le di gracias a Dios.
      Me puse a pensar en cómo vendría vestida y luego se me ocurrió que en tíos horas más iba a tenerla entre mis brazos, desvestida...
      La joven N. volvió a pasar, caminando por la calle de Génova, y desapareció. Esta vez tuve que ponerme una mano sobre la cara, porque la joven N. venía mirando hacia el Konditori.
      Era la hora en punto. Yo estaba bastante nervioso, pero dispuesto a esperar ocho días si era necesario, con tal de tenerla a ella, tan tersa, toda para mí.
      Y entonces, que se abre la puerta del Konditori, entra la joven N., que fuera el Amor de mi Vida, cruza el restorán y se sienta enfrente de mí, sonriendo y preguntándome: “Did you guess right?”
      Solté la carcajada. Estuve riéndome hasta que la joven N. se puso incómoda; luego, me repuse, plati­camos un rato apaciblemente y por fin, la acompañé a donde la esperaban unas amigas para ir al cine.


      Ella, con su marido y sus hijos, se habían ido a vivir a otra parte de la República.
      Una vez, por su negocio, tuve que ir precisamente a esa ciudad; cuando acabé lo que tenía que hacer el primer día, busqué en el directorio el número del teléfono de ella y la llamé. Le dio mucho gusto oír mi voz y me invitó a cenar. La puerta tenía aldabón y se abría por medio de un cordel. Cuando entré en el vestíbulo, la vi a ella, al final de una escalera, vestida con unos pantalones verdes muy entallados, en donde guardaba lo mejor de su personalidad. Mientras yo subía la escalera, nos mirábamos y ella me sonreía sin decir nada. Cuando llegué a su lado, abrió los brazos, me los puso alrededor del cuello y me besó. Luego, me tomó de la mano y mientras yo la miraba estúpidamente, me condujo a través de un patio, hasta la sala de la casa y allí, en un couch, nos dimos entre doscientos y trescientos besos... Hasta que llegaron sus hijos del parque. Des­pués, fuimos a darles de comer a los conejos.
      Uno de los niños, que tenía complejo de Edipo, me escupía cada vez que me acercaba a ella, gritando todo el tiempo: “¡Es mía!” Y luego, con una impu­dicia verdaderamente irritante, le abrió la camisa y metió ambas manos para jugar con los pechos de su mamá, que me miraba muy divertida. Al cabo de un rato de martirio, los niños se acostaron y ella y yo nos fuimos a la cocina, para preparar la cena. Cuando ella abrió el refrigerador, empecé mi segunda ofen­siva, muy prometedora, por cierto, cuando llegó el marido. Ale dio un ron Batey y me llevó a la sala en donde estuvimos platicando no sé qué tonterías. Por fin estuvo la cena. Nos sentamos los tres a la mesa, cenamos y cuando tomábamos el café, sonó el telé­fono. El marido fue a contestar y mientras tanto, ella empezó a recoger los platos, y mientras tanto, tam­bién, yo le tomé a ella la mano y se la besé en la palma, logrando, con este acto tan sencillo, un efecto mucho mayor del que había previsto: ella salió del comedor tambaleándose, con un altero de platos su­cios. Entonces regresó el marido poniéndose el sacro y me explicó que el telefonazo era de la terminal de camiones, para decirle que acababan de recibir un revólver Smith & Wesson calibre 38 que le mandaba su hermano de México, con no recuerdo qué objeto; el caso es que tenía que ir a recoger el revólver en ese momento; yo estaba en mi casa: allí estaba el ron Batey, allí, el tocadiscos, allí, su mujer. Él regresaría en un cuarto de hora. Exeunt severaly: él vase a la calle; yo, voyme a la cocina y mientras él encendía el motor de su automóvil, yo perseguía a su mujer. Cuando la arrinconé, me dijo: “Espérate” y me llevó a la sala. Sirvió dos vasos de ron, les puso un trozo de hielo a cada uno, fue al tocadiscos, lo encendió, tomó el disco llamado Le Sacre du Sauvage, lo puso y mientras empezaba la música brindarnos: habían pasado cuatro minutos. Luego, empezó a bailar, ella sola. “Es para ti”, me dijo. Yo la miraba. mientras calculaba en qué parte del trayecto estaría el marido, llevando su mortífera Smith & Wesson calibre 38. Y ella bailó y bailó. Bailó las obras completas de Chet Baker, porque pasaron tres cuartos de hora sin que el marido regresara, ni ella se cansara, ni yo me atreviera a hacer nada. A los tres cuartos de hora decidí que el marido, con o sin Smith & Wesson, no me asustaba nada. Me levanté de mi asiento, me acerqué a ella que seguía bailando como poseída y, con una fuerza completamente desacostumbrada en mí, la levanté en vilo y la arrojé sobre el couch. Eso le en­cantó. Me lancé sobre ella como un tigre y mientras nos besarnos apasionadamente, busqué el cierre cíe sus pantalones verdes y cuando lo encontré, tiré de él... y ¡mierda!, ¡que no se abre! Y no se abrió nunca. Estuvimos forcejando, primero yo, después ella y por fin los dos, y antes regresó el marido que nosotros pudiéramos abrir el cierre. Estábamos ja­deantes y sudorosos, pero vestidos y no tuvimos que dar ninguna explicación.


      Hubiera podido, quizá, regresar al día siguiente a terminar lo empezado, o al siguiente del siguiente o cualquiera de los mil y tantos que han pasado desde entonces. Pero, por una razón u otra nunca lo hice. No he vuelto a verla. Ahora, sólo me queda la foto que tengo en el cajón de mi escritorio, y el pensamiento de que las mujeres que no he tenido (como ocurre a todos los grandes seductores de la his­toria), son más numerosas que las arenas del mar.


miércoles, 24 de julio de 2013

Jorge Ibargüengoitia / El episodio cinematográfico



Jorge Ibargüengoitia
El episodio cinematográfico
      El episodio cinematográfico sucedió hace cuatro años. Yo estaba embargado y mi aventura con Angela Darley había entrado en una etapa negra. Una noche me salí de su casa olvidando, o mejor dicho, fingiendo olvidar, la cabeza etrusca que ella me había regalado después de tantos ruegos de mi parte. Yo estaba furioso porque ella había insistido en leer las líneas de la mano del joven Arroyo y le había dicho lo mismo que me había dicho a mí tres años antes:

      —Resulta usted muy atractivo para cierta clase de personas.

      Esa noche la soñé, con bigotes y oliendo a azufre. Le perdí el respeto.
      Al día siguiente, hice una fiesta e invité al joven Arroyo, que me relató sus aventuras con Angela Darley. Afortunadamente no habían llegado a ma­yores. Al verme irremplazado, me puse tan contento que bebí más de la cuenta y acabé a las seis de la mañana, bailando en el Club Nereidas. Esta fue la obertura del episodio cinematográfico.


       Desperté a las seis de la tarde, en estado desplora­ble, con la noticia de que Feliza Gross y Melisa Trirreme querían hablar conmigo y estaban esperán­dome en la sala. Bajé a saludar envuelto en un im­permeable, porque desde los trece años no he tenido nada que pueda llamarse bata. En la sala, tomé asien­to y me cubrí la boca con la mano, discretamente, para que la fetidez de mi aliento no molestara a las visitantes.
      Melisa, que era poetisa y argumentista, quería ha­cerme una proposición, que me pareció sensacional. Para empezar, me explicó las condiciones en que es­taba la Industria Cinematográfica. Esto era allá por 1958; los últimos descubrimientos de los cazadores de talento consistían, entonces, en la amante del Gerente del Banco de Auxilio Agropecuario, una hacienda abandonada en el Estado de Morelos, un oso amaestrado y su compañero inseparable, un niño oligofré­nico y chimuelo, que era el único que lo sabía do­minar. Con estos elementos se había pensado hacer una Superproducción Megatónica en Technicolor Anastigmático. Hacía falta un buen argumento y para confeccionarlo se había pensado en formar un equipo de primera, con ella, Melisa Trirreme, yo y Juan Car­tesio, el filósofo y ensayista. El dinero se nos entre­garía en dos partes: una al terminar el argumento y otra al terminar la adaptación. Urgía ponerse en ac­ción, porque el director, en un arrebato de celo com­pletamente injustificado, ya se había ido al Estado de Morelos a buscar locaciones, a pesar de que no sabía de qué iba a tratar la película. A mí me con­venía tanta prisa, porque había decidido comprar un blazer azul marino que había visto en el aparador de la Casa Rionda.
      Al día siguiente nos juntamos Melisa, Juan Car­tesio y yo. Cualquier observador inteligente hubiera comprendido que aquello no iba a dar buenos resul­tados. Sin embargo, nosotros no fuimos capaces de ver la trampa en que estábamos metiéndonos.
      Primero había que encontrar un tema. Yo propuse la Vida de Sor Juana Inés de la Cruz, que bien podía ser representada por la amante del Gerente del Banco de Auxilio Agropecuario y que podía desarrollarse en una hacienda abandonada del Estado de Morelos, pero tanto Cartesio como la Trirreme me objetaron, ahora comprendo que con mucha razón, que si el per­sonaje central iba a ser Sor Juana Inés de la Cruz, íbamos a tener muchas dificultades para asimilar en el argumento al oso amaestrado y al niño oligofrénico. Sin embargo, aquella noche insistí tanto en defender mi idea que ellos se impacientaron y acabaron por ignorar mis argumentos. Al ser que no me hacían caso, me ofendí tanto, que me levanté de la mesa (estábamos en casa de la Trirreme), entré en la co­cina y me hice un huevo frito.
      La siguiente reunión fue todavía más desagradable. Decidí no hablar, y provisto de unas hojas de papel y un lápiz, me dediqué a hacer una serie cíe dibujos pornográficos. Mientras dibujaba, los oía discutir si el tema había de ser de gitanos, de peregrinos, de cir­queros, de charros, de psicoanalistas o de asesinos. Por fin, se pusieron de acuerdo y fabricaron un argu­mento, mientras yo seguía dibujando. Cuando me preguntaron mi opinión, tenía la cabeza tan despe­jada que destruí en un cuarto de hora lo que ellos habían confeccionado en tres. Esta vez, ellos fueron los que se molestaron y se fueron a la cocina a hacer huevos fritos.
      Durante la siguiente sesión nocturna, me dormí. Y no sólo me dormí, sino que babeé sobre la mesa de Melisa Trirreme. Cuando abrí los ojos, ella me miraba fijamente, llena de odio. Supongo que en ese momen­to decidió jugarme la mala pasada que me jugó dos días después. Me dijo que Arturo de Córdova estaba interesado en actuar en una comedia; los elementos eran, Arturo de Córdova, un paisaje alpino, un hotel de lujo y una mujer joven, que todavía no se sabía si iba a ser Amadís de Gaula o Pituka de Foronda; ahora bien, ellos dos estaban muy ocupados haciendo el argumento de Entre el cielo y el río, así que, ¿porqué no me iba yo a mi casa a hacer un argumento para Arturo de Córdova?
      Me fui a mi casa y estuve dos meses y medio ha­ciendo argumentos para Arturo de Córdova. Ahora estoy convencido de que esos argumentos están en la basura, pero, ¿quién los puso allí? ¿Arturo de Córdova? ¿Pituka de Foronda? o ¿Melisa Trirreme?


       Cuando terminó la etapa de Arturo de Córdova vol­ví a las reuniones nocturnas. Las cosas habían cam­biado. Melisa tenía un conflicto sentimental que le exigía hacer llamadas telefónicas de dos horas y media. Mientras ella telefoneaba, Juan Cartesio y yo íbamos a la cocina a beber cubas libres y a platicar de nuestras frustraciones.
      —Hace dos años que no escribo nada que sea mío —decía Juan.
      La obra se había modificado varias veces, porque, afortunadamente, el oso amaestrado había muerto y había sido sustituido por un joven que cantaba; por consiguiente, la película había pasado de cirqueros, a ser de charros. Por otra parte, el productor había decidido que la heroína sufriera una poliomielitis aguda, para que la última imagen de la película fuera la del cantante empujándola en una silla de ruedas. Guando todo parecía resuelto, a alguien se le ocurrió la maldita idea de que todo pasara en tiempos de la Revolución, así que tuve que irme a mi casa otra vez a leer Ocho mil kilómetros en campaña.Cuando terminé la lectura escribí una escena inspirada en la Batalla de Santa Rosa, con federales, revolucionarios y vías de ferrocarril, que me quedó muy bien. Pero entonces, la amante del Gerente del Banco de Auxi­lio Agropecuario descubrió que los sombreros de cam­pana y los chemises le sentaban estupendamente. Adiós Revolución, adiós federales, adiós revoluciona­rios, adiós balazos. La película iba a tratar ahora de la vida de un cantante gire, después de muchas priva­ciones llegaba a triunfar en el Teatro Degollado. La hacienda abandonada del Estado (le Morelos había caído en desgracia.
      Hubo necesidad de hacer todo otra vez, hasta aque­lla escena, en la que después de una larga secuencia a base de intershots mostrando botas que hienden bu­rós, puños que hienden ventanas, rifles que hienden puertas, un carrancista hendía a Beatriz, la hermana menor de la heroína. Esta reparación, tuvimos que hacerla Juan Cartesio y yo, solos, porque Melisa, al ver que la cosa se prolongaba ad nauseam, había decidido no dar golpe. Había comprado uno de esos libros enormes, llamados Diarios, había apuntado en él una infinidad de números y pasaba las noches haciendo sumas.
      El cansancio, el descontento y la miseria, empeza­ron a hacernos mella. Cartesio y yo pasábamos las noches entre la máquina y el couch, uno dictaba y el otro escribía. De vez en cuando, suspendíamos el trabajo e íbamos a la cocina, pasando, al hacerlo, junto a Melisa, que seguía en la mesa del comedor haciendo sumas. En la cocina, preparábamos cubas libres, platicábamos un rato y veíamos, con horror, cómo nos iba creciendo la barba.
      Una noche, Cartesio cometió el error de confesarme que pensaba escapar. ¿De qué? De la Trirre­me, de Entre el cielo y el río, de mí.
      Decidí adelantármele.
      Mi oportunidad vino dos noches después. Melisa me dio un billete de quinientos pesos y me pidió, como un, gran favor, que fuera a comprar un garra­fón de Bacardí. Tomé el billete, salí de la casa y no he vuelto a poner un pie en ella. Al día siguiente fui a la Casa Rionda y compré el blazer.
      Durante dos meses creí que Melisa Trirreme iba a presentarse en mi casa a cobrarme los quinientos pesos, pero supongo que prefirió castigarme con su silencio y no he vuelto a verla.
      Entre el cielo y el río nunca llegó a filmarse. Los fondos con que iba a ser financiada fueron retira­dos cuando el Gerente del Banco de Auxilio Agro­pecuario descubrió que su amante le era infiel. Me­lisa es ahora Eminencia Gris en la Secretaría de Catastro y Prevención, el joven cantante fue atro­pellado por un tranvía en la Avenida Cuauhtémoc, Juan Cartesio vive muy lejos, en un destierro volun­tario y honorable. Sólo quedo yo, que de vez en cuando hago argumentos para el cine.


martes, 23 de julio de 2013

Anne Sexton / Cuatro poemas

                                     
                                
Foto de Chiara Vitelozzi
Anne Sexton
CUATRO POEMAS
Versiones de Beatriz Estrada Moreno


Praying on a 707

Mother,
each time I talk to God
you interfere.
You of the bla-bla set,
carrying on about the state of letters.
If I write a poem
you give a treasurer’s report.
If I make love
you give me the funniest lines.
Mrs. Sarcasm,
why are there any childrem left?

They hold up their bows.
They curtsy in just your style.
They shake their hands how-do-you-do
in the same inimitable manner.
They pass over the soup with parsley
as you never could.
They take their children into their arms
like cups of warm cocoa
as you never could
and yet and yet
with your smile, your dimple we ape you,
we ape you further…
the great pine of summer,
the beach that oiled you,
the garden made of noses,
the moon tied down over the sea,
the great warm-blooded dogs…
the doll you gave me, Mary Gray,
or your mother gave me
or the maid gave me.
Perhaps the maid.
She had soul,
being Italian.

Mother,
each time I talk to God
you interfere.
Up there in the jet,
below the clouds as small as puppies,
the sun standing fire,
I talked to God and ask him
to speak of my failures, my successes,
ask him to morally make an assessment
He does.

He says,
you haven’t,
you haven’t.

Mother,
you and God
float with the same belly
up.


Rezando en un boing 707

Madre,
cada vez que le hablo a Dios
tú te entrometes.
Sales con tus bla bla blas en bloque,
otra vez con el asunto de las cartas.
Si escribo un poema
tú das un reporte contable.
Si hago el amor
me das las frases más graciosas.
Señora Sarcasmo,
¿por qué no te queda ningún hijo?

Ellos se aguantan sus reverencias.
Ellos se agachan con tu estilo.
Ellos se estrechan las manos –como-estás-tú
en esa misma forma inimitable.
Ellos se saltan la sopa con perejil
como tú nunca pudiste.
Ellos llevan a sus hijos en sus brazos
como tazas de chocolate caliente
como tú nunca pudiste
y todavía, todavía
con tu sonrisa, con tu hoyuelo, te imitábamos
te imitábamos a lo lejos…
el gran pino del verano,
la playa que te bañó de aceite,
el jardín hecho de narices,
la luna atada sobre el mar,
los grandes perros de sangre caliente…
la muñeca que me diste, Mary Gray,
o que tu madre me dio
o que me dio la crida.
Quizás fue ella.
Ella tenía un alma,
y era italiana.

Madre,
cada vez que le hablo a Dios
tú te entrometes.
Arriba en el avión,
bajo las nubes tan pequeñas como cachorros,
el fuego postrado en el sol,
hablé con Dios y le pedí
platicarle mis fracasos y mis éxitos,
le pedí que me hiciera un juicio moral
como lo hace.

Él dice
no has hecho,
no has hecho.

Madre,
tú y Dios
flotan con el mismo vientre
arriba.


***

Said the Poet to the Analist

My business is words. Words are like labels,
or coins, or better, like swarming bees.
I confess I am only broken by the sources of things;
as if words were counted like dead bees in the attic,
unbuckled from their yellow eyes and their dry wings.
I must always forget who one words is able to pick
out another, to manner another, until I have got
something I might have said…
but did not.
Your business is watching my words. But I
admit nothing. I worth with my best, for instances,
when I can write my praise for a nickel machine,
that one night in Nevada: telling how the magic jackpot
came clacking three bells out, over the lucky screen.
But if you should say this is something it is not,
then I grow weak, remembering how my hands felt funny
and ridiculous and crowded with all
the believing money.

Dijo el poeta al analista

Mi negocio son las palabras. Las palabras son como etiquetas,
o monedas, o mejor: como un enjambre de abejas.
Yo confieso que sólo me quiebra la fuente de las cosas;
como si las palabras se contaran como abejas muertas en el ático,
desabrochadas de sus ojos amarillos y sus alas secas.
Debo siempre olvidar que la palabra de uno es capaz de escoger
a otra, y de otra forma, hasta que tengo
algo que pude haber dicho…
pero que no lo hice.
Su negocio es vigilar mis palabras. Pero
no admito nada. Hago lo mejor que puedo, por ejemplo,
cuando puedo escribirle elogios a una máquina tragamonedas,
esa noche en Nevada: diciendo cómo la mágica bolsa acumulada
fue tocando tres campanadas sobre esa pantalla con suerte.
Pero si debiera decir que esto es algo que no es,
entonces me debilito, y recuerdo cómo mis manos se sintieron graciosas
y ridículas y llenas de todo
el crédulo dinero.

***

Divorce

I have killed our lives together,
axed off each head,
with their poor blue eyes stuck in a beach ball
rolling separately down the drive.
I have killed all the good things,
but they are too stubborn for me.
They hang on.
The little words of companionship
have crawled into their graves,
the thread of compassion,
dear as a strawberry,
the mingling of bodies
that bore two daughters within us,
the look of you dressing,
early,
all the separate clothes, neat and folded,
you sitting on the edge of the bed
polishing your shoes with boot black,
and I loved you then, so wise from the shower,
and I loved you many other times
and I have been for months,
trying to drown it,
to push it under,
to keep its great red tongue
under like a fish,
but whenever I look they are on fire,
the bass, the bluefish, the wall-eyed flounder
blazing among the kelp and seaweed
like many suns battering up the waves
and my love stays bitterly glowing,
spasm of it will not sleep,
and I am helpless and thirsty and need shade
but there is no one to cover me –
not even God.


Divorcio

He matado nuestra vida juntos,
he cortado cada cabeza,
con sus tristes ojos azules atrapados en una pelota de playa,
rodando por separado afuera del garaje.
He matado todas las cosas buenas
pero son demasiado tercas.
Se cuelgan.
Las pequeñas palabras de tu compañía
se han arrastrado hasta su tumba,
el hilo de la compasión,
como una frambuesa querida,
los cuerpos entrelazados
cargando a nuestras dos hijas,
tu recuerdo vistiéndose
temprano,
toda la ropa limpia, separada y doblada,
tú sentándote en el borde de la cama
lustrando tus zapatos con un limpiabotas,
y yo te amaba entonces, eras tan sabio desde la ducha,
y te amé tantas otras veces
y he estado por meses,
tratando de ahogarlo,
presionando,
para mantener su gigantesca lengua roja
por debajo, como un pez.
Pero a donde quiera yo vaya están todos en llamas,
el róbalo, el pez dorado, sus ojos amurallados flotando
ardiendo entre plancton y algas marinas
como tantos otros soles azotando las olas,
y mi amor se queda amargamente brillando,
como un espasmo que se niega dormir,
y estoy indefensa y sedienta y necesito una sombra
pero no hay nadie para cubrirme –
ni siquiera Dios.


***

Barefoot

Loving me with my shoes off
means loving my long brown legs,
sweet dears, as good as spoons;
and my feet, those two children
let out to play naked. Intricate nubs,
my toes. No longer bound.
And what’s more, see toenails and
all ten stages, root by root.
All spirited and wild, this little
piggy went to market and this little piggy
stayed. Long brown legs and long brown toes.
Further up, my darling, the woman
is calling her secrets, little houses,
little tongues that tell you.

There is no one else but us
in this house on the land spit.
The sea wears a bell in its navel.
And I’m your barefoot wench for a
whole week. Do you care for salami?
No. You’d rather not have a scotch?
No. You don’t really drink. You do
drink me. The gulls kill fish,
crying out like three-year-olds.
The surf’s a narcotic, calling out,
I am, I am, I am
all night long. Barefoot,
I drum up and down your back.
In the morning I run from door to door
of the cabin playing chase me.
Now you grab me by the ankles.
Now you work your way up the legs
and come to pierce me at my hunger mark


Descalza

Amarme sin mis zapatos
significa amar mis largas y bronceadas piernas
adoradas, buenas como cucharas;
y mis pies, esos dos niños
que salían a jugar desnudos. Intrincados nudos,
mis dedos. No están más juntos
Mejor aún, ver las uñas de mis dedos
todos los diez pasos, raíz por raíz.
Todos vivaces y salvajes, este cerdito
fue al mercado y este cerdito
se quedó. Mis largas y bronceadas piernas como
mis dedos largos y bronceados.
Más arriba, mi amor, la mujer
está invocando sus secretos, pequeñas casas,
pequeñas lenguas que te hablan.

No hay nadie más que nosotros
en este fragmento peninsular.
El mar usa una campana en su ombligo
Y yo soy tu criada descalza toda
la semana. ¿Quieres salami?
No. ¿Prefieres un wiski?
No. Tú en realidad no tomas. Mejor me tomas
a mí. Las gaviotas devoran peces,
que lloran como niños asustados.
El oleaje narcótico, reclama
Yo soy, yo soy, yo soy
toda la noche. Descalza,
subo y bajo por tu espalda.
En la mañana corro recámara a recámara
de la cabaña que juega a la persecución.
Ahora me tomas de los tobillos,
subes por mis piernas,
hasta que llegas a perforar el hambre de mis ansias.
***

Old

I’m afraid of needles.
I’m tired of rubber sheets and tubes.
I’m tired of faces that I don’t know
and now I think that death is starting.
Death starts like a dream,
full of objects and my sister’s laughter.
We are young and we are walking
and picking wild blueberries.
all the way to Damariscotta.
Oh Susan, she cried.
you’ve stained your new waist.
Sweet taste –
my mouth so full
and the sweet blue running out
all the way to Damariscotta.
What are you doing? Leave me alone!
Can’t you see I’m dreaming?
In a dream you are never eighty.


Vieja

Le tengo miedo a las agujas.
Estoy cansada de las colchonetas y los tubos.
Estoy cansada de los rostros que no conozco
y ahora pienso que la muerte comienza.
La muerte empieza como un sueño,
lleno de objetos y de la risa de mi hermana.
Somos jóvenes y caminamos
y recogemos moras azules
durante todo el camino a Damariscotta.
Oh, Susan, ella lloraba.
manchaste tu cintura nueva.
Dulce sabor –
mi boca está llena
y el dulce azul se acaba
durante todo el camino a Damariscotta.
¿Qué haces? ¡Déjame sola!
¿no ves que estoy soñando?
En un sueño nunca tienes ochenta años.